Domingo 20.9.2020
/Última actualización 19:05
El 15 de febrero de 2018, Vanesa Castillo salió de la escuela donde trabajaba, en Alto Verde, y fue abordada por un sujeto que se le subió a la moto y desde esa posición la achuchilló reiteradamente con una chuza casera. La maestra murió asesinada, y aunque no conocía al agresor, la fiscalía lo planteó como un caso de violencia de género, al entender que fue elegida como víctima por su condición de mujer y en estado de vulnerabilidad. La familia sigue sosteniendo que la mató un sicario, contratado como represalia por un caso de abuso en el que ella había tomado intervención.
El martes 17 de septiembre de 2019, Julio Cabal, de 29 años, fue asesinado de un balazo en el pecho mientras atendía el comercio de sus padres, en Urquiza al 2200. Dos días después, Maximiliano Olmos, de 25 años, recibió tres balazos de los nueve que le dispararon para robarle la moto recién comprada, en barrio Mariano Comas, cuando se dirigía al centro a buscar a su esposa en el trabajo. Falleció al día siguiente.
Los tres casos estuvieron en la agenda periodística de la última semana: el de Julio y Maxi, porque se cumplió el primer aniversario de su muerte. El de la "seño Vane", porque se desarrolló el juicio oral y se esperaba la sentencia. Son, además y sobre todo, tres casos emblemáticos en el historial reciente de la inseguridad y la violencia en la ciudad de Santa Fe. Tres casos que marcaron puntos de hartazgo en la comunidad y que pusieron en la picota a la política de seguridad del Estado santafesino, a la vez que movilizaron a la sociedad en procura de respuestas.
Ojalá pudiera decirse que también fueron un punto de inflexión, pero la realidad se empeña en desarticular expectativas. Ni el transcurso del tiempo, ni el recambio de autoridades, ni la promesa de planes de seguridad y reformas policiales han mejorado el panorama. En la ciudad atormentada por la pandemia, los arrebatos, las intrusiones, los ataques, la violencia y las ejecuciones siguen siendo materia informativa cotidiana.
La situación asume un cariz particular en Rosario, donde los enfrentamientos entre bandas delictivas narcotraficantes se dirimen a balazos indiscriminados, que amenazan (y se cobran) la vida de transeúntes y vecinos ajenos a la conflagración; que ni siquiera fueron escogidos como víctimas, sino que resultan serlo por efecto del errático y descontrolado ejercicio de la violencia en las disputas mafiosas.
Esta suerte de "guerra de bandas", desatada en medio de la crisis sanitaria (y potenciada seguramente por la "desfinanciación" que ésta produce también a la economía delictiva) se monta sobre un crecimiento exponencial de la presencia y el uso de armas de fuego en la vía pública. Y no solamente siguió elevando la tasa de homicidios, sino también la de heridos graves, que vienen a sumar presión al estrangulado sistema hospitalario.
Los programas de gobierno toman nota de la problemática y diseñan soluciones de fondo, con base y asidero sufiente para ser consideradas y discutidas. Mientras tanto, la violencia más urgente, desentendida de lecturas sesgadas y prejuicios de clase, se ensaña contra toda la población, y las internas políticas se desatan entre bravuconadas, desafíos, estructuras viciadas y rígidas, y hasta una efervescencia policial que se eleva por la falta de interlocutores válidos.
¿Cuánto falta para que lo que indigna y moviliza termine naturalizado por la recurrencia y absorbido por la resignación? ¿Cuánto para que, además de proyectos de cambios de fondo, haya acciones de coyuntura capaces de dar respuesta y proyectar confianza a los santafesinos? Como en una carrera contra el tiempo signada por la brutalidad, aún no se sabe qué va a pasar primero. Y en ello, literalmente, se nos va la vida.