No recuerdo quién me dijo que Simón había muerto. En estos casos los mensajeros importan poco. Según se rumorea, lo mataron en Paraguay o en Brasil, para el caso da lo mismo, como da lo mismo que los autores hayan sido policías o sicarios. No me puse a llorar, pero esa muerte dolió. Estas muertes siempre duelen. La última noticia que tuve de Simón fue una carta escrita hace un año y pico. Buena caligrafía y buena letra. Simón era minucioso en los detalles. "Para vivir como yo vivo hay que ser cuidadoso y desconfiado". En la carta decía que había leído en un diario que yo y otros "compañeros" recordábamos en un acto público que habíamos sido presos de la dictadura. "Me alegré verlo aunque sea en foto, Alaniz, (siempre nos tratamos de "usted") en la página de un diario respetable. Allí comenta las penalidades de los presos políticos (antes les decían subversivos) pero con todo respeto le recuerdo, Alaniz, que al lado de nosotros ustedes no llegaron ni a calentar los colchones".
Con Simón nos conocimos en la cárcel, en el patio de recreos del pabellón cinco de Coronda. Qué hacía en 1977 un reconocido pirata del asfalto y ladrón de autos en el pabellón de los subversivos, fue un misterio que develé en una de esas charlas por la ventana de la celda, ocasión en la que los presos solíamos contarnos cuitas, esperanzas y miedos. Como me dijo esa noche, en la vida de los delincuentes las casualidades son las que deciden. La desgracia provino de la foto de una guerrillera que cuando Simón la conoció era una inocente muchacha acompañada de su amiga haciendo dedo en la ruta. Caballero a carta cabal, no solo les permitió subir al auto, sino que en una estación de servicio las invitó a almorzar. En la ocasión ellas insistieron en sacarse fotos para recordar al flamante amigo. Por esas vueltas del destino, la guerrillera murió en un enfrentamiento un mes después y la foto llegó a manos de los Servicios. Y colorín colorado la suma de casualidades dieron con Simón en la cárcel, acusado de ser algo así como un temible comandante de una de las organizaciones subversivas de aquellos años. "Cuando allanaron el hotel donde me alojaba en Mar del Plata, en el acto percibí por dónde venía la mano. Intenté explicarles a los milicos que no era guerrillero sino estafador. Y para probarlo les mostré unas chequeras, otras herramientas de trabajo y mencioné algunas de las performances más notables de mi prontuario. No hubo caso. Cobré como en la guerra, soporté interrogatorios donde me preguntaban sobre temas que en mi vida había tenido presente. A la semana llegaron los antecedentes míos y se dieron cuenta de quién era yo, pero, claro, después de la publicidad que hicieron con mi caso, en donde hasta llegaron a decir que habían capturado al número dos de Santucho, los milicos no podían admitir que se habían equivocado fiero. De pronto, el bravo coronel advirtió que no solo se había equivocado sino que había caído en el ridículo. Nunca más supe de ese hombre, al que seguramente lo deben de haber desterrado en algún cuartel para que organice el servicio de peluquería de los colimbas, pero el destierro del diligente coronel no impidió que atendiendo a mi distinguido curriculum vitae los milicos decidieran ponerme a disposición del Poder Ejecutivo y trasladarme al pabellón de los subversivos donde, debo decirle, que he conocido a gente muy interesante que en mi vida pensé que iba a conocer, además de participar en charlas donde me he puesto al tanto de las peripecias de Marx, Trotsky, Mao y el Che Guevara, peripecias que, como se imaginará, y con todo respeto, me importan tanto como a usted le puede importar la cría de lechuzas amarillas en Alto Verde".
Así se inició mi curiosa amistad con Simón, amistad que perduró después de la cárcel porque, como muy bien me dijera en algún momento, "las amistades perdurables entre hombres de nuestra laya son las que se forjan en la cárcel, el único lugar donde existe el tiempo y el silencio necesario para cultivar sentimientos que en la calle, por lo menos en nuestro oficio, no suelen soportar los rigores de la realidad". Simón era veinte años mayor que yo. Hasta el día de hoy, para mí sigue siendo un misterio por qué ese hombre delgado, de ojos claros, sonrisa compradora y dueño de una notable elegancia, lograba sintonizar conmigo, un izquierdista ortodoxo que juzgaba la realidad con la misma flexibilidad de un predicador religioso. No lo sé. Creo que él tampoco lo sabía. La cárcel suele provocar esas raras comuniones.
Simón era un delincuente, y no voy a romantizar ese oficio, pero me consta que no era un delincuente del montón. Su cultura, sus modales, su inteligencia, lo diferenciaban de la imagen habitual que tenemos del delincuente. Yo no diría que era un optimista impenitente, pero disponía de ese rasgo distintivo de la inteligencia, consistente en adaptarse a todas las circunstancias sin perder el buen humor. Simón siempre vivió al día y en la mayoría de los casos al filo de la navaja. Su exclusiva esperanza era el presente. No miraba para atrás y le guiñaba el ojo al futuro. Cuando lo conocí en Coronda andaba por cerca de los 50 años. Lucía su uniforme de preso, una chaqueta y un pantalón muy parecido al que usaban en otros tiempos los obreros ferroviarios. Ni Gary Grant ni David Niven, podían lucir elegantes con esos harapos, pero Simón se las arreglaba para hacerlo. Siempre cuidó su vestuario. "Soy demasiado pobre para darme el lujo de andar mal vestido". En la calle lucía de traje o de elegante sport. Y cuando estaba en la cárcel, donde transcurrieron muchos años de su vida, se esforzaba por acomodar el miserable vestuario a sus necesidades. Me consta que se afeitaba y bañaba todos los días esperando la llegada de la noche no como si estuviera en la cárcel, sino como si fuera el huésped del hotel más lujoso de Punta del Este.
La primera vez que conversé con Simón, caminando en el patio del recreo del pabellón cinco de la cárcel de Coronda -caminatas circulares, hablando en voz baja como si fuéramos sigilosos fantasmas-, me dijo: "No pierda tiempo Alaniz en explicarme que usted no es terrorista; todo lo que me diga no le voy a creer; reserve esa elocuencia para la cana que siempre está interesada en conocer esos chismes". Años después, en un bar, me dijo: "¿Se acuerda Alaniz cuando intentó iniciarme en los misterios de la dialéctica y me hablaba de las virtudes del 'desarrollo desigual y combinado' y las paradojas de la negación de la negación?". Yo a esa altura del partido sabía que me estaba tomando el pelo, aunque luego me dijo, como al pasar, que más de una vez en su oficio de cuentero recurrió a los entresijos de la dialéctica. "Aunque no lo crea, Alaniz, en el tiempo que compartí con usted el distinguido penthouse de Coronda algo aprendí, no mucho, pero algo". Singular aprendizaje el suyo, porque consultando a la memoria recuerdo cuando alguna vez conversamos acerca de las supuestas bondades de nuestro proyecto revolucionario. Escuchó con atención, como si lo que dijera le interesara. Se quedó un rato pensando, después preguntó: "¿Usted cree en serio en lo que dice?". Por supuesto, contesté. Se encogió de hombros como si el tema no le preocupara. Después dijo: "Con todo respeto, Alaniz, le aseguro que ustedes no tienen ninguna chance, ninguna, de lograr lo que se proponen. Le digo más, es más factible que yo con el Chueco Vázquez asaltemos alguna vez el tesoro de Estados Unidos, a que ustedes hagan la revolución que se proponen". No le dije nada. ¿Para qué? Este espacio irreal, esta prolongada pesadilla que es la cárcel, puede crear estas ilusiones, las ilusiones de predicar para redimir a un personaje del hampa. Simpático, inteligente, con el desenfado propio del atorrante, pero a la hora de la verdad Simón no pensaba diferente al burgués más conservador. De esa noche recuerdo que Simón fumaba apoyado en la ventana con rejas de la celda. Más allá, el cielo y el río. Como si hablara con él mismo le escuché decir: "Además, Alaniz, si por una de esas casualidades cósmicas lograran hacer la revolución que predican, a la semana a mí me meten preso y me temo que usted al mes está conmigo compartiendo las bondades de algún campo de concentración. Déjeme, Alaniz, ser un delincuente en el capitalismo que un mártir o un santo en esa cárcel a cielo abierto que es el comunismo".
(Continuará el sábado)