Rogelio Alaniz
Túnez se independizó de Francia en 1956, y hasta ahora -es decir, a lo largo de 55 años- sólo conoció dos presidentes: Habib Bourguiba, el padre de la Nación, que se mantuvo en el poder hasta 1987; y Zine el Abidine Ben Alí, quien luego de derrocar a Bourguiba manejó los destinos de este país hasta la semana pasada. De modo que, que pasando en limpio, Bourguiba ejerció el poder durante treinta años y Ben Alí lo hizo durante veintitrés años.
Como se dice en estos casos, el dictador se fue pero los fundamentos materiales y morales de la dictadura seguramente permanecen. Por lo pronto, el poder lo asumió el Mohamed Gharmouchi, ministro de Ben Alí y el funcionario del régimen más respetado por la opinión pública. El primer anuncio oficial del flamante gobierno fue liberar a los presos políticos, convocar al diálogo a los políticos opositores y convocar a elecciones generales para dentro de seis meses.
Europa y los Estados Unidos han aceptado esta orientación, pero a nadie escapa que los problemas sociales y económicos de Túnez no se arreglarán con una convocatoria electoral, máxime en un país que de hecho nunca conoció la democracia y que, a juzgar por lo que está sucediendo, cuesta creer que su clase dirigente esté convencida de que la democracia es lo mejor que le pueda ocurrir a Túnez.
Túnez es un país con diez millones de habitantes, una superficie del alrededor de 160.000 kilómetros cuadrados -de los cuales el cuarenta por ciento es desierto- y que junto con Argelia, Libia, Marruecos y Mauritania, integra el llamado Magreb. Si bien la inmensa mayoría de la población es musulmana, no se registran problemas religiosos significativos.
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