Se estima que el miércoles pasado alrededor de un millón de personas se manifestaron en las calles a favor de la universidad pública. En Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Rosario, La Plata, padres, hijos y nietos reiteraron su compromiso por una universidad no arancelada, abierta al pueblo, de excelente calidad científica y con docentes y personal administrativo cobrando salarios dignos.
Si se sale a la calle no es porque los manifestantes tengan ganas de pasear, deseos de protagonizar una revolución social o responden a las órdenes de Cristina Fernández, Pablo Moyano o Sergio Massa, cuya participación estuvo más cerca de la de colados que a la de defensores de la universidad. A no llamarse a engaño y a no difamar aspiraciones justas. Se sale a la calle no a promover el caos, sino a ejercer la condición de ciudadano; a defender lo que se estima que es justo.
Un millón de personas en las calles de la patria. Nadie hoy en la Argentina posee una capacidad de convocatoria semejante. Ni Cristina, ni Moyano, ni los peronistas, ni los radicales. Nadie hoy convoca a multitudes movilizadas pacíficamente por objetivos nobles. En menos de seis meses la universidad pública argentina salió multitudinariamente a las calles, ocupó avenidas, plazas y paseos. Lo hizo pacíficamente. Esa hazaña cívica no la manipula nadie; no puede ni podría hacerlo porque es imposible manipular a los que previamente están convencidos de la justicia de su causa.
Su objetivo no fue, ni es, derrocar a un gobierno, sino defender una tradición noble que es al mismo tiempo una de nuestras principales posibilidades abiertas al futuro. ¿Política? Por supuesto. En las sociedades actuales cualquier movilización callejera es inevitablemente política. No podría no serlo, en tanto la política es precisamente el ejercicio cívico de los ciudadanos en defensa de su "ciudad", de su civitas. Tranquilos Milei y Karina: nadie quiere derrotar a su gobierno, a lo sumo, a lo que se aspira, es que ustedes no derroten a nuestras universidades
Dato accesorio: a diferencia del acto partidario celebrado en Parque Lezama por Javier Milei y su hermana Karina, en estas manifestaciones por las principales ciudades del país no hubo colectivos y nadie se trepó a una tribuna para insultar a periodistas. En realidad lo sucedido no debería asombrar a nadie. La universidad argentina es la institución con mayor estima social en el país. Por algo será. Por algo cientos de miles de argentinos salen a la calle a defender lo que se debe defender y a agradecer lo que se debe agradecer.
Dos millones de jóvenes estudian en la universidad. En esas aulas, en esos cursos, en esos laboratorios, se forja el futuro de la Argentina y de cada uno de los argentinos. Es una falacia, cuando no una infamia, decir que en la universidad pública estudian solamente los ricos. Las últimas mediciones nos dicen que casi el cincuenta por ciento de los estudiantes provienen de familias pobres.
La universidad argentina no es perfecta. No conozco ninguna institución en el mundo que lo sea. Pero sus virtudes superan con creces a sus errores o vicios. La pregunta a responder en estos casos es si el gobierno de Milei y Karina quiere corregir los defectos de la universidad o, por el contrario, lo que aspiran es arrasar con sus virtudes. Estudiantes y docentes desde hace años reclaman por una segunda reforma universitaria para atender los desafíos del siglo XXI.
No creo que sean estas las preocupaciones del actual régimen gobernante. Y si así fue, nunca las expresaron. A MIlei y a Karina les preocupa que los estudiantes hagan política, que los profesores simpaticen con ideas colectivistas y que la matrícula estudiantil crezca todos los años. La cantinela no es nueva ni original. Desde los tiempos de José Félix Uriburu, pasando por el régimen fundado en 1943, hasta arribar a los tiempos de Juan Carlos Onganía y Jorge Rafael Videla se dijo exactamente lo mismo, se rezó la misma letanía.
Aunque Karina y Milei no lo crean, los estudiantes de 1918 se movilizaban porque querían estudiar a Albert Einstein, Sigmund Freud, Friedrich Nietzsche y Karl Marx, los libros que, oh casualidad, la pareja gobernante detesta y que, valga la evocación, los nazis quemaron en las puertas de la universidad de Berlín. Risieri Frondizi, rector de la UBA, refutaba a sus críticos diciendo que en las aulas de la universidad pública se estudia a John Maynard Keynes, a Friedrich Hayek, a Pierre Teilhard de Chardin y a Jacques Maritain.
Estuve el miércoles en bulevar en la manifestación convocada por la Universidad Nacional del Litoral. Había ancianos, había adultos, había jóvenes, y había niños. Seguramente había también políticos y sindicalistas, pero no fueron ellos los protagonistas centrales. Los manifestantes caminaban tranquilos, decididos y sin ánimo de agredir a nadie. Se hacía acto de presencia, pero no se iba a una guerra.
La universidad pública, señora Karina, señor Javier, no se confunde con Moyano, con Massa o con Cristina. Como institución la sostiene su historia y ese lazo generacional de abuelos, padres, hijos y nietos, lazo generacional no en defensa de una causa individual sino de un interés público; lazo generacional cuya persistencia es la garantía de la existencia de una nación
La manifestación con la lectura del manifiesto leído por un dirigente estudiantil no duró más de dos horas. Nadie rompió ni ensució nada; nadie agredió a nadie. Se cantó el Himno Nacional, y mientras lo cantaba presté atención a uno de sus versos, versos escritos en 1812: "Ved en trono a la noble igualdad". Esa causa entronizada por nuestros padres fundadores, pensé, es la que explica y justifica que estemos en la calle.
Defendemos la universidad porque defendemos el principio de que toda persona tiene derecho a adquirir su condición de ciudadano. Y no hay ciudadanía efectiva sin cultura, sin escuelas, sin colegios y sin universidades que enseñen. Tampoco hay ciudadanía sin opinión pública, y sin el ejercicio cotidiano de la libertad que incluye en primer lugar, el derecho a disentir y el derecho a limitar al poder.
Se salió del mundo antiguo, de la oscuridad y de las tinieblas cuando alguien dijo que si había nacido sirviente no se resignaría a ser sirviente para toda la vida. Llegó el siglo de las luces -"el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en mi corazón"- cuando se admitió que debemos atrevernos a pensar por cuenta propia y para ello los libros son indispensables. No es casualidad que los países ricos y con altos niveles de integración dispongan de universidades de excelencia.
La universidad argentina no está calificada entre las mejores del mundo, pero si se estima que existen más de veinte mil universidades en el mundo, algunas de las nuestras están entre las cien primeras. Es raro. Dicen que la universidad es ineficiente, pero al mismo tiempo se quejan de que vienen muchos extranjeros. Podemos discutir todo, incluso las exigencias que se les debería hacer a los extranjeros, pero pregunto como para empezar a hablar: ¿Alguien puede creer que esos extranjeros vienen a estudiar a la Argentina porque nuestras universidades son corruptas, atrasadas, prisioneras de la politiquería más miserable?
Salvo que esos extranjeros sean idiotas, y no lo son, vienen a estos pagos porque saben de la excelencia de nuestras universidades a pesar de que sus profesores e investigadores reciben sueldos de hambre a los que, como aliento y estímulo, Milei y Karina quieren reducir más porque así lo aconseja algún teorema de Murray Rothbard. O sencillamente porque creen que el arte de gobernar consiste en bajarle impuestos a los multimillonarios y habilitarles blanqueos gratuitos.
No se me escapa que muchas de las universidades fundadas en los últimos años respondieron más a roscas y chanchullos políticos que a las miras que inspiraron a Joaquín V González o a Juan Terán. Seguramente algunas universidades deben ser auditadas con más celo y es posible que en otras se hayan cometido excesos políticos partidarios. Todo esto puede y debe corregirse, pero para disponer de una universidad de excelencia no para desfinanciarlas. A la universidad hay que reformarla, no ventilar sus defectos para luego convocar a su funeral.