Por Iván Ambroggio (*) Analista de política internacional, especializado en Defensa en EE.UU.; Director y profesor de Gestión de Gobierno en la Universidad de Belgrano, autor de los libros "Malvinas", "Postales del Siglo 21", y "Grietas y Pandemia".
Por Iván Ambroggio (*) Analista de política internacional, especializado en Defensa en EE.UU.; Director y profesor de Gestión de Gobierno en la Universidad de Belgrano, autor de los libros "Malvinas", "Postales del Siglo 21", y "Grietas y Pandemia".
Es sábado 12 de octubre de 2019. El piloto de LATAM -actualmente la única aerolínea que une a la Argentina continental con las Islas Malvinas- comunica que estamos a punto de aterrizar en el aeropuerto de Mount Pleasant (a 55 kilómetros de Puerto Argentino) y que está prohibido tomar fotos, ya que estamos en una base militar. Escucho atentamente al piloto. Mi sueño, arribar a las islas para honrar a los excombatientes argentinos como corolario de mis libros sobre Malvinas, comienza a cumplirse. La ansiedad por aterrizar circula por mis venas. La respiración se acelera. Miro por la ventanilla el paisaje rocoso que presenta algunas ondulaciones y elevaciones, hasta que las ruedas del avión hacen contacto con la pista. Tres minutos después se abre la puerta y una persona de seguridad del aeropuerto le ordena al piloto que repita que no se pueden tomar fotos ni descender con sombreros. Una azafata le dice que el mensaje ya fue comunicado a los pasajeros. El señor la mira con ironía y le dice con firmeza: "¡que lo haga nuevamente!".
Soy el primero en bajar del avión y pisar el territorio austral. Me indican por dónde debo caminar hasta ingresar al aeropuerto, y los demás pasajeros me siguen en fila india, ante la mirada atenta de militares que no nos quitan los ojos de encima. La sensación es horrible. Hace mucho frío. El viento helado pega en mi rostro y lo paraliza, pero sigo caminando. Tras los trámites formales, un transfer me lleva hasta el alojamiento donde me hospedaré siete días que nunca olvidaré. Tras la cena de bienvenida, junto a otros tres argentinos -que conocí por gentileza del destino- me preparo para recorrer distintos rincones de las Islas Malvinas. El propietario del hospedaje es chileno. Nos cuenta que en las islas no hay robos y que, por tanto, las puertas estarán abiertas las 24 horas para ir y venir con libertad. En estos archipiélagos viven un poco más de tres mil habitantes y la mayoría se concentra en Puerto Argentino. El acceso a internet es acotado, situación con la que debo familiarizarme durante mi estadía. Entre los meses de octubre y marzo, muchas personas de distintas nacionalidades arriban a esta perla austral del Atlántico, en cruceros y aviones, lo que convierte al turismo en una fuente importante de ingresos.
Deambulo por la costanera y observo el mástil del barco SS Great Britain, que tiene un lugar de privilegio en la capital de Malvinas (es imposible no verlo). Desde esta posición también se ven los nombres, en las pequeñas elevaciones que están enfrente, de los barcos británicos que protegieron las islas. Sigo recorriendo y llego a monumentos que aluden a la Primera Guerra Mundial y a la Guerra de Malvinas de 1982. También me encuentro con una pequeña estatua de Margaret Thatcher y placas que les rinden homenaje a las fuerzas británicas que combatieron en la guerra con la Argentina.
Me resulta chocante digerir tantos símbolos británicos alusivos a la Guerra de Malvinas en tan poco tiempo. El dolor lo siento en el pecho. Las imágenes observadas hacen que mi mente contraste datos y versiones del conflicto bélico. Luego con mis compañeros de viaje, nos dirigimos hacia el faro de la isla, donde es posible observar elementos de la Primera Guerra Mundial. Mientras observamos y tomamos algunas fotos, las olas del mar golpean rabiosas contra las rocas. El frío congela nuestras cámaras, celulares y manos…
Posteriormente emprendemos camino hacia Monte Harriet. Llegamos hasta la cima mientras está nevando. Hacen 15 grados bajo cero de sensación térmica. Esto me permite dimensionar mejor lo que vivieron los combatientes argentinos en la guerra de 1982. El pecho se me infla de orgullo y se mezcla con angustia en cantidades oceánicas. Me cruzo con trincheras, restos de camillas de madera, retazos de zapatillas cubiertos de nieve y restos de frazadas deshilachadas que revelan el paso del tiempo. Vivencio sensaciones encontradas, con un frío cruel que me trasporta al choque armado de 1982. Pienso en los argentinos que estuvieron aquí combatiendo honradamente -mal comidos, soportando muchos días con la ropa mojada e inapropiada para estás condiciones climáticas. Aquí el viento tiene aroma a valentía. Varias veces, las cuatro personas que subimos nos miramos sorprendidos del coraje de los combatientes argentinos, para soportar estas adversidades. Expreso unas palabras de respeto a los hermanos argentinos que defendieron nuestra bandera, en silencio tomo unas panorámicas con mis ojos y emprendo el descenso, acongojado por los elementos que observo entre las rocas. Al llegar a la base, mis compañeros y yo subimos a un vehículo 4x4 y vamos -por un camino de ripio y nada fácil de transitar- hasta un rincón donde es posible ver restos de un helicóptero que cayó durante el conflicto bélico entre la Argentina y el Reino Unido. También visitamos trincheras en Puerto Argentino (Stanley para los británicos), donde es posible ver, en el piso -pese al paso del tiempo- las marcas de las bombas lanzadas desde el mar por las fuerzas británicas. El frío y el viento nos acompañan como testigo y como un actor empeñado en recrear el escenario climático de la guerra 1982.
Otro día, decido subir a Monte Longdon. Recorro, con dos compañeros, más de 12 kilómetros a pie, pero mis piernas están motivadas como nunca por el corazón que late cada vez más fuerte y más rápido. "Aquí no hay lugar para quejarse de nada, por respeto a los que arriesgaron o dieron su vida por la Patria, aún en condiciones adversas", reflexiono ante la inclemencia del tiempo. En estos archipiélagos sudamericanos es habitual que las condiciones meteorológicas se modifiquen varias veces por día.
Al regreso, concurro al Museo de las islas, donde exhiben la versión británica del conflicto de soberanía entre la República Argentina y el Reino Unido. Todo el material enfatiza en el agradecimiento de los isleños al Reino Unido por "la liberación llevada a cabo, tras la invasión y hostilidad argentina". Trago saliva, mi cuerpo acusa recibo del golpe, pero se sorprende aún más, al ver cómo en folletos y videos, los isleños apelan al principio de autodeterminación de los pueblos, como argumento para legitimar sus derechos. Voy a aclarar, todas las veces que sea necesario, que este principio no aplica en el caso Malvinas, por tratarse de una población implantada por la potencia usurpadora. La indignación y la impotencia crecen en mi interior. Me ofrecen muchos souvenirs con la leyenda "Falkland Islands", que no compré ni compraré hasta que digan "Islas Malvinas, República Argentina".
Al día siguiente visito el Cementerio de Darwin, el lugar más triste que conozco. En este sitio el dolor se hamaca al ritmo de la melodía de los rosarios que se sacuden por el soplido furioso del viento. Una atmósfera de arrojo y patriotismo serpentea entre las tumbas. Miro hacia arriba y aprecio que el cielo está celeste y blanco, como queriendo darme una señal. Aquí también se aloja el dolor de una Nación, de un pueblo, que se rehúsa a olvidar a sus hijos. Mi mente busca, sin éxito, explicaciones que convenzan a mis emociones. No lo logro. El mecanismo no funciona. O quizás, el dolor no acepte ningún dique racional de contención. Es el momento más duro del viaje. Es mirar el dolor a los ojos. Opto por el silencio, por contemplar el zumbido del viento, callado y quieto. Pienso en las batallas, en los hijos, en las esposas y en las madres de los valientes argentinos que se quedaron aquí, cuidando la soberanía argentina. Camino lento observando y honrando cada nombre que leo en las lápidas. Luego me siento en el césped y guardo algunas imágenes en mi mente que nunca suprimiré. Salgo del cementerio y cierro la puerta por respeto, como intentando proteger a quienes se quedan en el interior cuidando nuestro pabellón.
El Cementerio de Darwin está a 90 kilómetros aproximadamente de Puerto Argentino. Tal vez la distancia sea una estrategia británica para dificultar que estos valientes argentinos sean visitados (innecesario golpe debajo del cinturón). Me despido con angustia transitando mis venas. Mientras voy rumbo al auto me doy vuelta varias veces a mirarlos...
Subo al auto y vamos a Goose Green ("Pradera del Ganso", me gusta más). En este lugar el rechazo a los argentinos es mayor porque la población local fue encerrada en un galpón, cuando la Argentina decidió recuperar las islas por la fuerza. No obstante, el guía y un trabajador de la estancia, nos reciben con afecto y respeto. Luego emprendemos el retorno, recorriendo posiciones argentinas que no suelen visitarse con los tours tradicionales. Es un valor agregado importante poder conocer estos sitios poco conocidos. En la capital de los archipiélagos, también recorro tiendas y bares para conocer más sobre la cultura y la idiosincrasia local. Los londinenses son una "clase superior" en la concepción colectiva de los isleños. Tres lugareños me cuentan que la educación y la salud son malas en las islas. "El nivel escolar de un niño de cuarto grado en las islas, es similar a un segundo grado de Chile", aseveran convencidos. En cuanto a la salud, ante cualquier mínimo inconveniente, las personas son trasladadas a Chile o a Inglaterra para recibir atención médica.
En algunos bares soy bien recibido, pero en otros el desprecio y la hostilidad van creciendo a medida que pasan los minutos. En uno de los bares -"Victory"-, abierto tiempo después de la Guerra de Malvinas, el clima hostil impregna la cerveza que pido. En el baño, en una pared, está colgada la foto del dictador argentino Leopoldo Fortunato Galtieri, enmarcada con una tapa de inodoro con un insulto…
Los problemas sociales que provoca el aislamiento están presentes en las islas. Me hablan de fuertes problemas de alcoholismo. También hay prácticas xenófobas y racistas.
En el piso aún quedan miles de minas automáticas de contacto y para desactivarlas contrataron a personas de Zimbabue (África), por pocas libras. Me cuentan que hace tiempo, el Gobernador de las islas, para tranquilizar a la población, caminó por un campo -ante la presencia de los medios de comunicación- para demostrar que ese terreno estaba libre de material explosivo. En materia de infraestructura, construyen aproximadamente cinco kilómetros de ruta por año.
Las viviendas, en su mayoría son de madera, y poseen techos de colores (rojo, celeste, verde, naranja). Hay molinos de viento, como fuente de energía, pero emplean muy poca energía solar. Existe un servicio aéreo llamado "Figas", que se ha convertido en un medio de transporte fundamental. También, en materia de conexión física, entre la isla Soledad y la isla Gran Malvina, opera un ferry que conecta ambos lados del estrecho de San Carlos.
Otra singularidad de este rincón del mundo, es que los autos circulan por la izquierda, es decir, en sentido contrario de como lo hacen en la Argentina. Las multas por no llevar el cinturón de seguridad, por ejemplo, recaen sobre el infractor y no sobre el dueño del vehículo (salvo que el que viole la ley sea el propietario del auto, obviamente). La población que reside aquí y la pequeñez territorial de Puerto Argentino, hace que sea posible cruzarse con la misma persona varias veces por día.
En materia social, los adultos mayores tienen una asistencia especial que le brinda el gobierno de las islas. Viven en viviendas que les provee el gobierno, ubicadas frente al hospital, y reciben asistencia médica, comida y personas que los cuidan y atienden. El único requisito para adquirir este beneficio es la edad.
En materia ecológica, no hacen clasificación de residuos y en Goose Green (Pradera del Ganso), tiran al mar a miles de ovejas por año, después de matarlas cuando ya no son productivas. Me escandalizo al escuchar este dato, pienso que escuché mal, pero treinta segundos después, me lo repiten…
Sigo recorriendo las islas, su historia, sus costumbres, sus secretos. De pronto, choco contra el sábado 19 de octubre. Es el momento de emprender el regreso a casa. Tras pasar los controles y trámites del aeropuerto, subo al avión que me llevará a mi hogar (tras varias escalas). Me siento y me ajusto el cinturón. Miro por última vez a la perla austral. Me persigno antes del despegue. Vuelvo con la satisfacción de haber cumplido la promesa de venir a honrar a los caídos argentinos, y con la angustia que provoca la incertidumbre de no poder tener una fecha exacta de recuperación del ejercicio pleno de la soberanía. Regreso convencido de que el avance de la ciencia y la tecnología posibilitarán reducir los costos de desalinizar el agua de los océanos y que esto cambiará los intereses geopolíticos globales. En este escenario, sin fecha concreta, conjeturo que los argentinos volveremos a las Islas Malvinas sin pasaporte. Y lo haremos con la ley y la diplomacia como únicas armas.
Cuando llego a Santiago de Chile me encuentro con fuertes estallidos sociales. Pero esta es otra historia...