Vino, con navideña puntualidad, aunque averiado, el Niño Jesús. Apenas verlo comprobé que venía averiado, pero aun así me sonreía con los ojos, como hacen los recién nacidos, y me extendía el único brazo que le quedaba para proponer un abrazo más allá de las heridas.
El brazo derecho no lo tenía, y de él sólo le quedaba la herida abierta, seca, exangüe. Amputado a ras de la axila, el brazo se lo habrían comido los perros.
Hay quienes perdonan y hasta olvidan el atropello si a cambio reciben algo rico para comer primero, y mordisquear después, y recordar más tarde. Quienes olvidan el atropello, propio o ajeno, vuelven a ser víctimas del mismo atropello.
Ya no se habla de la amputación de niños y jóvenes, tal vez porque muchos rechazan la náusea y prefieren sumergirse en el ruido que aturde y anestesia los sentidos, y que no es motivo de orgullo, sino de vergüenza. Los amputaban sin anestesia, y le tiraban al perro la carne aún caliente, palpitante.
Al perro, en cambio, no le preocupa la amputación porque para evitarle todo preconcepto, queja o cuestión, le tiran la carne fresca, recién cortada, para comerla enseguida, y luego en un rincón, ya más sosegado, mordisquear los huesos. Ya se sabe que piensa menos la barriga llena, y la cabeza entretenida, y de esto se trata, es una táctica bien conocida. Somos así víctimas del poderoso que, aún no conforme con lo malvendido, te pone sobre los hombros la túnica de la vergüenza, reservada sólo para los machos del rebaño.
No son metáforas sino realidades, tan urticantes que no falta quien abandona y deja, y se va a la cocina pensando que tal vez se le recalienta el agua para el mate. Vino el Niño Dios, en efecto, pero amputado.
Esta práctica está documentada durante la guerra civil de Sierra Leona, de 1991 a 2002. Durante esta larga guerra, amputar manos o pies, o ambas cosas, a niños y adolescentes, incluso bebés, fue algo habitual. Hubo muchos niños soldado, que amputaban o terminaban amputados. Todavía un año después, en 2003, la probabilidad para un bebé de este país de morir durante la primera infancia era 100 veces superior a la misma probabilidad, por ejemplo, en Islandia.
Según numerosos testimonios, grupos armados entraban al pueblo y elegían a los padres a cuyos hijos les cortarían un pie o una mano. Delante de sus padres, al niño le cortaban en general una mano o un pie, y se lo arrojaban a los perros, que se la comían. Otras veces amputaban por arriba del codo o de la rodilla.
Al niño le avisaban, le explicaban lo que le harían. A todos les daban tiempo para la náusea y a los padres a suplicar, en vano, éste era el objetivo. Y mientras unos sujetaban a los padres, otros agarraban al chico. Apoyado el miembro a cortar en el suelo, de un hachazo, o de dos, o de un machetazo, o de varios, se lo cortaban. Y desangrándose le devolvían entonces el hijo a sus padres.
La idea de hacerle un daño profundo a un niño o una niña en presencia de sus padres con el objetivo de demostrar superioridad racial, y entonces humillar al otro hasta el límite del espanto, no era en absoluto una práctica nueva. Pero, como provoca náuseas de sólo pensarlo, hay quien prefiere controlar que no le hierva el agua del mate. Ya sabemos con cuánta facilidad se puede negar una realidad y seguir cantando.
Algunos sobrevivían a la hemorragia, tal vez gracias a una acción rápida y decidida, capaz de superar la náusea. Pero para que luego el muñón quede más o menos bien y tenga alguna posibilidad de adaptarle una prótesis, se necesita una cirugía que arregle el extremo del hueso y cubra luego el extremo del muñón con músculo, para que así quede mullido.
Me imagino que la mayoría de los niños amputados morían desangrados allí mismo, en cuestión de minutos. La magnitud de la hemorragia sumiría al angelito en un sopor piadoso, maternal, donde ya no hay dolor ni conciencia, sino un gran charco de sangre.
La realidad, sea la que fuere, no desaparece con el método de mirar para otro lado y ponerse a preparar el mate. Tampoco desaparecen los problemas con el método del pan y circo. Es necesario mirar la realidad a la cara, y no caer en la ingenua tentación de pensar que somos todos hermanos y nos queremos mucho, porque no es así.
Vino, en efecto, amputado del brazo derecho. Pero quien quiera tener una mirada amplia y realista, lo que implica salir del rebaño, podrá ver claro que también tiene amputaciones en los dedos de la mano izquierda. Para ver claro hay que salir del rebaño.
Pero nos dicen que somos así. Esto no es cierto. Quieren que seamos así, cosa que es muy diferente. Nos quieren amputados pero contentos. Y es un error aceptar las cosas así porque, mientras lo sean, hay unos que se llevan casi todo el pastel a casa. Y, al otro día, vemos que de todo aquello sólo nos queda el agua caliente para el amargo del mate.