Por Bárbara Korol
Por Bárbara Korol
Las mañanas templadas derrochan energía en la comarca del Paralelo 42°. El sol es tan intenso y el cielo tan claro que iluminan el espíritu. La alegría se expande por mis células y siento que la fe en lo quimérico de la existencia renace en mí. Me miro en el espejo. En mi pelo brillan algunos hilos de plata que juegan con mi castaño natural. El tiempo marca su ritmo en mi cuerpo y la madurez se asoma por los poros de mi piel sin artificios de belleza. Miro hacia adentro y me encuentro como siempre, solitaria y sensible. Miro hacia afuera y la naturaleza me entrega toda la frescura de su esplendor donde lo verde del bosque se va fusionando con el color de mis ojos. Hoy todo me parece lindo y especial.
Escucho que mi hija se despierta. Y con ella comienza una jornada de juegos y aventuras. La levanto de la cama con cosquillas y besos, y empezamos a diseñar juntas los planes para este día, en medio de abrazos y ropa que vuela por el aire. Hoy podemos andar por los caminos y juntar florcitas y algunas hierbas para hacer té, propongo. ¿Las plantitas tienen magia, como yo? Me pregunta con la encantadora seriedad de sus cinco años. ¡¡Claro!! ¡Ellas tienen poderes que nos ayudan a sanar esas cositas que nos duelen! Pero a veces, además hace falta ir al doctor, le digo. Ah… ¡son yuyitos pa'l amor -me contesta-, se los voy a mandar a la abuela así se cura pronto! La escucho y la ternura me envuelve hasta cortarme la respiración. Me pregunto en silencio cómo hice para engendrar una criatura tan extraordinaria y mi orgullo se expande hacia el infinito. Me sorprende su manera tan espontánea de tomar las cosas complejas y darles un giro maravilloso. No puedo evitar pensar en mi mamá que está enferma y sufre, y se me nubla la mirada. A medida que envejecemos nuestra esencia vital va perdiendo fuerza y empieza a notarse el desgaste que produce el tiempo en nuestros huesos, en nuestro ser. La llamo por teléfono todos los días como si eso pudiera amortiguar su dolor, pero al escuchar su voz entrecortada, esforzándose en cada frase, me apena mi frugal intento para que me sienta cerca, porque sé que me extraña, que necesita esa caricia que la distancia no me permite darle. La juventud está empezando a abandonarme también. No me puedo hacer la distraída aunque mi discreto entusiasmo consiga disimularlo bastante.
Después del almuerzo, mi hija y yo, salimos complacidas a pasear por la calle de tierra todavía húmeda por el rocío primaveral, mirando y juntando flores y hojas, eligiendo las más bonitas y lozanas, algunas manzanillas que apagan la ansiedad, mentas aromáticas para digerir mejor lo que no entendemos, también sietevenas que es un antibiótico prodigioso y pañil que es bueno para las heridas internas y externas. Todas son muy saludables y riquísimas. Mientras volvemos, ella me habla de su cachorro fantasma que la acompaña a todos lados, de la fantasía que esconde el bosque entre los árboles, del delicioso té que va a tomar esta tarde… Su inocencia y su sencillez me cautivan. Escucharla, verla, sentirla tan auténtica y tan mía me emociona a cada instante.
Llegamos a casa y las perras ladran y saltan contentas y el gallo canta con algarabía. Ella, sonriente, les muestra su ramito fresco. De a ratos me olvido de la realidad tan difícil que vivimos los argentinos y me parece estar dentro de una burbuja de mil tonalidades. Disfruto de estos momentos dichosos, y los atrapo a través de las palabras. Me los guardo para recordarlos cuando ella crezca o cuando una tristeza me invada de repente. Mi hija está viviendo una infancia preciosa poblada de diversiones y de sueños, pero también de aprendizajes que la van a ayudar a tener una visión profunda del mundo y a enfrentar con entereza situaciones problemáticas. Yo también comprendo muchas cosas de su mano chiquita y cariñosa y le brindo lo mejor de mí: los valores trascendentes para enriquecer su alma y este amor que es el milagro más grande del universo.
Ponemos a secar las hierbas a la sombra y con algunas flores preparo una tisana suave de manzanillas que las dos disfrutamos cómplices bajo el cerezo, charlando de las cosas importantes de la vida. Cuando sea grande yo voy a curar, pero a los animales, me dice, y también voy a escribir historias como vos, agrega convencida. Muero de risa, de emoción y de esperanza, mientras disfruto de su dulce compañía y terminamos el delicado té.