Cristina Fernández coincidió con Joe Biden (no él con el peronismo) acerca de algunos principios de desarrollo económico nacional. Pero omitió que lo más importante del discurso del presidente norteamericano es su pronunciamiento contra la autocracia electoral (sin contabilizar la vigencia del libre mercado).
La vicepresidenta viene de reivindicar que las ¨únicas” vacunas las proveen Rusia o China. Para Washington, Vladimir Putin es un asesino y Beijing lleva adelante la matanza de minorías musulmanas.
Mientras tanto, Carla Vizzotti se desespera como ministra de Salud para renegociar con Pfizer o restablecer la provisión de AstraZeneca que su antecesor en el cargo, Ginés González García, pagó sin obtener el producto. Ya no llegarán dosis chinas y Vladimir no cumple el contrato. Colectiveros y organizaciones sociales (nada que la oposición maneje) salieron a la calle a reclamar por la pandemia. Y por la comida.
La realidad fáctica viene imponiendo evidencias a la interpretación relatada de la historia, de manera contundente. El fallo de la Corte no es a favor de las clases presenciales, como muchos medios sostienen. La sentencia le recuerda al gobierno nacional que hay federalismo y división de poderes. No falla el máximo tribunal a favor de Rodríguez Larreta, ni de Perotti, ni de cualquier otro gobernador. Lo hace en contra de las decisiones ilegales del poder central, ejercido desde el Instituto Patria y formalmente interpretado por Alberto Fernández.
El presidente se autopercibe como “un hombre de Estado de Derecho, lo reivindico y respeto las sentencias judiciales”. Y al mismo tiempo se somete a los designios de su jefa política, quien afirma que “está muy claro que los golpes contra las instituciones democráticas elegidas por el voto popular, ya no son como antaño”.
Ella juzga de golpistas a los jueces que argumentan con la Constitución que ella misma ayudó a reformar, por la que juró como convencional y como funcionaria. Eso fue antes de la epifanía que la llevó a afirmar que Montesquieu estaba perimido; también fue después de sufrir una andanada de acusaciones de corrupción que poco a poco van angustiando sus horizontes.
Desde el Foro de Sao Paulo, el manual del populismo se basa en los votos para fingir que hay diálogo donde se ejerce la discreción; para reclamar institucionalidad donde se practica la corrupción; para denostar la meritocracia y reemplazarla por la imposición de privilegios; para proclamar la república donde se impone la autocracia; para declamar progresismo fiscal donde se practica el pobrismo progresivo; para pretender la igualdad donde se limita la libertad.
En ese mismo manual están explícitos los pasos para asaltar el poder: dividir con “odio” (una de las muletillas preferidas del presidente y los trolls “K”); menospreciar y debilitar la oposición legislativa; cooptar la justicia (la reforma judicial que el kirchnerismo propone); reformar la Constitución (los tres poderes no son reconocidos); poner límites a la propiedad (fisicalismo improductivo) y denigrar la libertad de prensa y expresión (los enemigos preferidos del Instituto Patria).
Según sus expresas palabras y explícitos criterios, Cristina no cree en la república democrática. Sí en su propia interpretación de la historia -aquella que la exculpa en sentencia previa- y en los votos, siempre y cuando no queden cautivos del periodismo hegemónico. Eso mientras el presidente se caricaturiza a sí mismo entre su versión de profesor de derecho y sus actos políticos. No es su única contradicción.