Por Emerio Agretti
Madre de un desaparecido, militante de derechos humanos, dirigente política y autora de obras sobre la época de la dictadura y sus efectos en la sociedad actual, considera que es necesario abordar el pasado para “entender” y no utilizarlo como una consigna para bloquear el debate sobre el presente.
Por Emerio Agretti
politica@ellitoral.com A Graciela Fernández Meijide no parece incomodarle la imagen de anciana sabia. No sólo por el cabello irrestrictamente blanco, ni por los más de 80 años que acusa su biografía, y que no revelan su porte, su tono de voz, ni la serena autoridad que emana de su discurso perfectamente hilvanado. Y es que después de todo ese tiempo, de la desaparición y frustrada búsqueda de su hijo adolescente durante la dictadura, de su activa participación en organismos de derechos humanos y en la vida política nacional -incluyendo la frustración de la Alianza-, son la experiencia y el propio dolor, y la capacidad de reflexionar detenidamente sobre ellos, lo que la alienta a propiciar tanto el encuentro como el diálogo por encima de los enfrentamientos y al margen de cualquier tipo de violencia. Mirando al pasado no para fabricar allí una Verdad que sirva para clasificar amigos y enemigos, sino con el afán -nunca del todo satisfecho pero siempre inclaudicable- de tratar de entender lo que esquiva al raciocinio e interpela a la condición humana. Y dando cuenta de ese proceso con la firmeza de quien expresa convicciones genuinas y puestas a prueba, capaz de entender pero no de justificar a quienes las malversan por especulaciones de coyuntura. Así lo hizo en su disertación en el marco de las jornadas sobre el Bicentenario de la Independencia y la Cultura del Encuentro, organizadas por el movimiento Comunión y Liberación, y en diálogo con El Litoral. —Yo tengo la impresión de que cuando se recorre toda la historia de la Argentina a partir de la colonización, luego las formas de independizarse, se está hablando de los choques que hubo y de una violencia permanente. Desde la propia colonización, Latinoamérica estuvo sometida a la violencia. No ha sido gente que llegó a compartir con los nativos su cultura y a construir en conjunto. Fue gente que impuso, y con instituciones muy autoritarias. Por lo tanto el autoritarismo está muy metido, no sólo en Argentina, sino en todos los países latinoamericanos; por eso se recurre mucho también al populismo como forma de construir poder. Yo no creo que nadie sea ingenuo y crea que la violencia vaya a desaparecer totalmente por buenos deseos y voluntarismos. Pero sí en propiciar una democracia donde el que está en otro lugar político partidario no sea enemigo, sino adversario. Donde se pueda ver el bien común construyendo en conjunto. México ha sido un ejemplo de cómo fueron capaces de hacer una cantidad de leyes poniéndose previamente de acuerdo los técnicos de cada partido para acordar después en el Parlamento (ojalá acá ocurra lo mismo). Y bueno, para llegar a acuerdos hay que tener diálogo. —Y eso ¿cómo se logra? —Hay que reconocer al otro y pensar que el otro va a enriquecer lo que yo tengo, y viceversa. Creo que en ese sentido a mí y a Arturo Larrabure -hijo del coronel Argentino Larrabure, asesinado por Montoneros, y con quien compartió panel- lo que nos une son los ‘70, las pérdidas, tal vez buscar la explicación de por qué nos pasó lo que nunca nos debió haber pasado. A él, que le mataron el padre; a mí, que secuestraron y mataron a mi hijo Pablo (aunque nunca recuperé su cadáver). Y decir: no te odio, y aspirar -cada uno dentro de sus posibilidades y de lo que está haciendo- a un presente y un futuro con cierta armonía política. Y repito, no soy ingenua: la lucha por el poder puede ser dura, en tanto y en cuanto lo que hay que eliminar ahí es la calidad de enemigo. Dogmas y contextos —El problema es que muchas veces se utilizó el discurso de la reconciliación para tapar lo que pasó en esa época, y bloquear la búsqueda de la verdad. —Así es. Pero fijate que más que buscar la verdad, lo que yo quisiera es terminar con esto de que algunos grupos creen tener la verdad. Y no se puede discutir porque lo dicen ellos. Verbigracia, Madres de Plaza de Mayo, Abuelas. Como si eso fuera sacramental. Hoy ni la Iglesia es tan rígida. Entonces, cuando yo escribo mi último libro, “Eran humanos, no héroes”, hago un recorrido por lo que fue la explosión de movimientos revolucionarios en toda América Latina, trato de entender qué pasaba, cuál era el contexto en el cual esas juventudes creían que el socialismo venía y que había que combatir al imperialismo, y cómo los ejércitos aceptan la propuesta de EE.UU. en Latinoamérica de abandonar su rol profesional y convertirse en gendarmes de las ideologías. Al mismo tiempo, creo que no hay nada que rescatar de esos ‘70. Hubo mucho dolor, mucho sufrimiento, muchos ideales perdidos. Hoy, uno a veces los reencuentra en el kirchnerismo en viejos militantes que pareciera que quieren hacer renacer el setentismo, sin darse cuenta de que nunca se construye presente y futuro reivindicando cosas del pasado, sino superándolas. Entonces, yo no creo que haya ‘la Verdad’. Hay hechos objetivos, hay testimonios, hay interpretaciones. Y de esto todavía se va a escribir mucho más, es demasiado reciente para dar por cerrado el capítulo. —Se suele decir que lo que se cuenta del pasado habla más sobre el presente que sobre el pasado en sí mismo. —Así es. Y a mí no se me escapa que yo también tengo mi propia subjetividad, y los historiadores de donde yo fui a buscar también la tienen. Pero bueno, es lógico, somos seres humanos. La otra cosa que quise con el libro, desde el título, es apartar la idea de que eran héroes. El héroe es el punto de unión entre un dios y un hombre. No fue el caso. Además, para los guerrilleros, héroe era el que aguantaba las torturas sin denunciar, porque el objetivo de la tortura era detener más gente. Y la verdad, que Montoneros haya tenido que dar la cápsula de cianuro nos demuestra que al final eso era imposible, porque la tortura estaba hecha para que no se aguantara. Por ahí hubo algunos que realmente fueron héroes, no lo sabremos, pero no eran las generales de la ley. Eran humanos, y cometieron muchos errores. Y tenían ideales muy fuertes, creían en serio que podían cambiar el mundo, hacer una sociedad más justa. Lo que pasa es que al poner toda la fuerza en la boca del fusil, abandonaron la política. Y cuando se abandona la política, no hay construcción. El futuro a las espaldas —De esos ideales, que hoy se reivindican de manera tan acrítica o sin capacidad de discernir, ¿hay algo aplicable en la Argentina de hoy? —Siempre. Porque es propio de la juventud el romanticismo en el mejor sentido de la palabra. El creer que los ideales se pueden cumplir, el querer sociedades más justas. Hoy, hay mucha gente joven organizándose -no por los partidos políticos, que lamentablemente se han pulverizado- sino hasta espontáneamente, por ejemplo para dar sopa caliente y frazadas a los que duermen en la calle. Esa gente podría estar muy confortable en su casa, sin embargo sale porque tiene una vocación. Esa vocación está, lo que uno no puede decirles es que su futuro está en la espalda. Porque -vos lo debés saber- Carlos Marx decía, entre otras cosas, que la historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa (N de la R: en “El 18 brumario de Luis Bonaparte”). Cuando aquí se crea La Cámpora, por ejemplo, y se la crea de arriba hacia abajo, con funcionarios que cobran muy caro, y uno piensa que quienes hicieron la militancia ponían plata para poder moverse, o los mandan a controlar el yogurt a ver si está vencido y les hacen creer que eso es política... —Si es así, Lita de Lázzari fue un adalid de la lucha contra las corporaciones... —Una precursora de La Cámpora, exacto (se ríe). Tendrían que haberle puesto su nombre a la agrupación. Pero bueno, en lo que ha sido muy astuto este gobierno es en tomar símbolos entrañables y apropiárselos. Ésa es una astucia que realmente le dio resultado. Tomar el tema derechos humanos como propio, hacerle creer a gente joven que estaba alejada de las realidades que descolgar el cuadro de Videla era la lucha contra la dictadura, esos gestos exagerados de la ardiente fe de los conversos, le permitieron hacer creer que ése era su norte y su verdadero interés. Bueno, de esto vamos a salir, porque un gobierno en un país dura lo que duran los gobiernos; el país dura más, por suerte. —A lo mejor más grave que esta utilización astuta de los símbolos es haber pretendido borrar todo lo que se hizo antes. —Van juntas las dos cosas. Porque el mensaje es: “Todo empieza conmigo”. Entonces, antes no existió nada. Y alguna gente se lo llegó a creer.
“Yo me puse muy contenta -dice Fernández Meijide a El Litoral-. Lo hice cada vez que apareció un nieto. Porque no te olvides de que nuestro trabajo, y el mío sobre todo, que me tocaba organizar en la Asamblea Permanente, junto con otra poca gente, todas las denuncias, hizo que conociéramos a todas las abuelas personalmente. Yo caminé con ellas, reclamando. Las conozco entrañablemente, a las madres también, y a los padres. Muchos han muerto, muchos se suicidaron. Hombres sobre todo; los hombres aguantan menos. Por lo tanto, cada nieto recuperado para mí es un mensaje de vida. En este caso, no se puede negar la repercusión simbólica. Pegó muy fuerte. Y me parece que se dieron otras circunstancias”. —¿Cuáles, particularmente? —Una vez más, el contexto. Estábamos todos angustiados con qué era eso del default y cómo se nos iba a caer por la cabeza. Y de pronto aparece un muchacho sencillo, mucho más tranquilo que su entorno, que pone paños tibios cuando se enfervorizan, y que reafirma su nombre, al mismo tiempo que él estuvo buscando su identidad primitiva. Entonces, eso es vida. Sobre todo si uno repara en que el origen de eso fue uno de los actos más perversos que cometió la dictadura; yo creo que fue el más perverso. Secuestrar mujeres embarazadas, mantenerlas con vida hasta que parieran, después matarlas y borrarle la identidad al hijo..., por favor que me cuenten de algo más perverso. Y de todo ese horror sale esta cuestión de luz y de vida. Yo creo que con eso nos identificamos todos los argentinos. —Un punto de encuentro, justamente. —Es un poco lo mismo que pasó -y a lo mejor digo una barbaridad con esto, pero lo asumo- con la selección nacional, que no llegó a ganar, pero que hizo un gran papel en el Mundial. Volvieron muchachos serenos, que no levantaron los pulgares como si hubieran hecho una gran hazaña, sobrios, no triunfalistas, no vengativos, no desmereciendo al otro equipo. Son gestos donde la sociedad se alivia, de tanta tensión, de tanto enojo. Me parece.
Ese muchacho sereno