Pasaron las elecciones; la administración pública está quebrada, la inflación y la brecha del dólar siguen allí y la demanda social -con síntomas de hartazgo hacia la clase política- está latente por inseguridad, salarios bajos o desocupación. De las urnas surge un primer dato inapelable: Cristina no ocupa el centro de la escena; ella ya no encanta electores y arrastró al PJ a perder el quórum (mantiene la primera minoría) del Senado nacional, como nunca sucedió desde 1983.
En Diputados, el desencajado -tensionado- Frente de Todos, apenas tiene una banca más que Cambiemos (108 a 107). La izquierda avanzó dos votos y los liberales suman cuatro lugares. Segundo dato: ya no hay escribanía para ratificar un DNU en cualquiera de las Cámaras; el mandato de los sufragios ordena despejar las incertidumbres mediante la negociación; se terminó el gobierno “a sola firma”.
¿Cuánto ganó la oposición? Mejoró su propio horizonte relativo, pero deberá hacer equilibrio entre su responsabilidad institucional y el “abrazo del oso” del peronismo que, a contramano de su íntima convicción (en especial la del kirchnerismo) ahora convoca al diálogo y podría arrastrar al PRO y los radicales al protagonismo de la derrota. Juntos por el Cambio ganó bancas, pero perdió más de un millón de votos respecto de sus mejores resultados a nivel nacional.
Alberto Fernández se cortó el pelo, usó una corbata sobria y habló sin gritos para anunciar que mandará un programa económico plurianual al Congreso, el 1 de diciembre. Vestirse de presidente no significa ser estadista; antes debe decidir si sigue cautivo de la vicepresidenta o si asume el cargo para el que fue elegido hace dos años. Ratificó a un ministro de Economía que ni siquiera pudo imponer un aumento de tarifas, porque esa cuestión que debería ser de Estado, sigue cautiva del camporismo, que manda en el área de energía como en muchos otros estratos del gobierno loteado.
No puede hablar el Jefe de Estado de una nueva etapa de gobierno solo culpando a Macri. No porque el ex presidente no tenga responsabilidades en el desastre, sino porque en esta elección hubo castigos a escuelas cerradas, vacunas tardías con sesgo geopolítico que costaron vidas, pymes o autónomos sin sustento. En su debilidad, el mandatario siembra desprecios y pretende cosechar acuerdos.
Acto reflejo de la vieja liturgia, la CGT sale en pocas horas más a la calle; el peronismo busca recuperarla ante las organizaciones sociales, que de la mano del Papa y de Carolina Stanley en su momento, fueron ganando espacios (y plata) que solían pertenecer a los aparatos partidarios. No sólo en el conurbano los intendentes reclamarán la billetera asistencialista para intentar recuperar territorios hoy ganados por soldaditos de la droga y curas “villeros”. Los partidos laicos tienen allí una partida sin distinción de colores.
El gobierno nacional esgrime mejoras en la industria, que son ciertas e indispensables. Pero ningún barco flota por sobre el nivel del agua y las tasas subsidiadas son una ilusión de corto plazo si toda la economía no mejora. Para eso hace falta afrontar el déficit fiscal, que el presidente -bajo pluma de Gustavo Béliz- omitió en su discurso.
La convergencia fiscal (así se llamará el ajuste, para no llamarlo ajuste)- y un nuevo escenario cambiario (el crawling peg es la devaluación gradual que los economistas recomiendan) son indispensables para el acuerdo con el FMI. Si se vota la ley anunciada, será cuando Crtistina puede exculparse con la nueva composición del Senado. Un favor que le hace la derrota.
Además La Cámpora deberá definir si asume la “ortodoxia con control de daños” que intentará llevar adelante el gobierno nacional. Habrá que esperar el discurso de Máximo en esa instancia. Por el momento, hay que pasar fin de año sin estallido; un poco más de “platita” antes de hacer el trabajo duro, mientras los DEG alcancen para pagar al Fondo el vencimiento de diciembre.
La mesa de diálogo que ha insinuado la Casa Rosada con empresarios, gremialistas y organizaciones sociales, es un grito de tero. Los huevos habrá que contarlos en el Congreso, como exigió Horacio Rodríguez Larreta. Cambiemos se reúne este lunes para responder a la Casa Rosada. Sergio Masa deberá ensayar acuerdos sin las ficciones del congelamiento de precios de Roberto Feletti, sin dólares en las arcas del Banco Central de Miguel Pesce, sin el peronismo bonaerense, con un Axel Kicillof que ya no es “el heredero”.
Y sin la fortaleza de los “gobernadores peronistas”. El tucumano Juan Manzur apenas pudo salvar honores en el noroeste que sigue en manos del PJ (excepto Jujuy), mientras sufrió derrotas categóricas tanto en la Patagonia como en el Centro de país. Tal vez Omar Perotti deba mirarse en el espejo de Juan Schiaretti; hay dignidades territoriales o ideológicas que no se pueden ceder por especulación personal. El santafesino hizo alianza con Cristina por ante un peronismo santafesino siempre reactivo al kirchnerismo; lo hizo justo en el momento de la declinación estelar de la vicepresidenta.
Cristina ha perdido su encanto y la centralidad, pero no dejará el aparato de poder con el que intenta la impunidad. Carlos Zannini en la Procuración, Juan Martín Mena, viceministro de Justicia; Gerónimo Ustarroz en el Consejo de la Magistratura, la oficina Anticorrupción, la Inspección General de Justicia, la AFI, la Unidad de Información Financiera (UIF) y la Afip. Son parte de un dispositivo que se volverá más intenso en la medida en que se acortan los plazos. La Corte espera, y los puede estirar.
Cristina Kirchner es juzgada en la causa de Vialidad Nacional o por los casos Hotesur y los Sauces; está elevado a juicio el caso de los cuadernos de la corrupción. Las urnas marcan un cambio de clima que, para desgracia de la República, suele influir en los ánimos de los magistrados; también pueden condicionar los entretelones decisivos de las negociaciones institucionales por venir.