Estremecedor relato de una mujer que perdió a su marido en el ataque terrorista en Nueva York: "Me tuve que reiniciar"
En la víspera del inicio del juicio, Mirador Provincial dialogó con la esposa de uno de los cinco rosarinos asesinados en 2017 en una ciclovía del sur de Manhattan. Contó cómo vivió la noticia, cómo transita la ausencia de su marido y cuál es el desafío con el juicio.
En el lugar. Ana Evans relató que tras encender la tele y ver que había pasado “algo”, “lo llamé, lo llamé, lo llamé, lo llamé mil veces, pero nunca más me atendió”. Fotos: Gentileza
Ana Evans es de Paraná, pero Hernán Mendoza era de Rosario. Eligieron esta ciudad para vivir y formar su familia. Tuvieron tres hijos y estaban repletos de proyectos. En el 2017, ella tenía 42 y él 47. Ese año es una marca imborrable para Ana, porque no solo perdió a su compañero de vida, sino también a su papá seis meses antes. “Yo me tuve que reiniciar”, contó.
Mientras transita un nuevo camino intentando transformar el dolor en algo más, Ana Evans pelea para que los familiares de atentados también sean reconocidos como víctimas. “Estamos solos e invisibilizados”, dice.
Su relato es tan contundente y conmovedor como la historia que le toca vivir. Con cinco años más en el lomo y mucho coraje para seguir adelante con su vida, pero sobre todo para sostener a su familia, Ana entiende que el duelo es “intransferible” y que, por eso, tiene que “acompañar” a sus hijos en el proceso. Y si bien admite que las heridas sanan con el tiempo, cuenta que lo que queda al final de todo es como un retrato de mosaico que “de lejos está perfecto, pero cuando te acercás ves que está reconstruido”.
Una plaqueta recordatoria por las víctimas del atentado.
El 31 de octubre de 2017 a las 15.05, Sayfullo Habibullaevic Saipov, un uzbeko de 29 años, irrumpió en una ciclovía del Sur de Manhattan, atropelló a un grupo de ciclistas y mató a ocho. El terrorista dijo después que lo hizo en nombre de ISIS. Entre las víctimas había cinco argentinos oriundos de la ciudad de Rosario, que habían viajado a Nueva York para festejar los 30 años de egresados del Colegio Politécnico: Hernán Mendoza, Diego Angelini, Alejandro Pagnucco, Ariel Erlij y Hernán Ferruchi. Este lunes 31 de octubre se da inicio al juicio por el que pedirán la condena máxima: pena de muerte.
-¿Cómo te enteraste?
-En ese viaje tuvimos una hiperconectividad, nunca tuvimos algo así mediante el teléfono. Él a cada lugar que iba me compartía algo. Fue un año complicado para mí y cuando se fue yo estaba medio extraña, tenía como una sensación rara. Por eso, él estaba muy pendiente y hablé con Hernán hasta una hora antes del ataque.
Me acuerdo que después de esa charla, yo ya había regresado de trabajar a mi casa y estaba mi mamá que había venido de Entre Ríos para darme una mano con los chicos. Entonces, dejé el celular adentro porque ya había hablado con él, me puse a trasplantar unas plantas y en un momento mi mamá me avisa que no me paraban de llamar al celular.
Cuando me fijo, era el hermano de uno de los chicos que sobrevivió y me preguntó si había hablado con Hernán. Yo le respondí que sí, pero insistió con ahora, “ahora”. Entonces, le pregunté qué había pasado y me respondió que encienda la tele y ponga el noticiero. Al prenderlo, veo que mostraban una bicicleta y que algo había pasado en Nueva York. Empecé a llamarlo. Y lo llamé, lo llamé, lo llamé, lo llamé mil veces, pero nunca más me atendió.
Ahí empezó el derrotero de buscarlo, porque no sabíamos nada, nadie nos atendía. Yo pedí que se llevaran a mis hijas de mi casa porque sentía que algo había pasado. En el Consulado no tenían información de argentinos involucrados en el atentado en ese momento. Yo tenía la ilusión de que le estaban salvando la vida en un quirófano y como lo habían atendido de urgencia no había registro, por eso no me podían informar nada. Y fueron unas cinco horas, más o menos, agónicas, hasta que me llamaron y me confirmaron que se trataba de un ataque terrorista, me nombraban los cinco que estaban vivos, me informaron que falleció uno de los amigos. Me acuerdo de que me decían que faltaban cuatro, entre los que estaba mi esposo, y no podía creer que nadie me dijera nada, hasta que me confirmaron que había fallecido.
En ese momento me desvanecí. Me desperté en la ducha. Ahí es como que recuperé la conciencia. Volví a llamar al Consulado y les cuestionaba cómo sabían que era él en realidad, cuando a mí me lo confirmó su mejor amigo diciéndome: “Negra… se nos fue”.
-¿Cómo seguiste?
-Fue como apagarse y reiniciarse. Yo me reinicié, pero claramente nunca más volví a ser la misma persona. Hay un claro ejemplo: viste cuando uno viaja en avión que mencionan indicaciones de seguridad y en una parte dicen que cuando cae una máscara, antes de ayudar a otro te la tenés que poner primero vos. Esto es igual. Yo no podía respirar del dolor, de la angustia, de la tristeza.
Estaba metida en medio de una tormenta que, en el ojo, todo gira alrededor a una velocidad tremenda, pero donde estaba parada yo era todo quietud, hasta que en un momento veo a mis tres hijos, que estaban ahí quietitos, que me miraron y me dijeron: ‘¿Y ahora mamá, qué hacemos?’; ahí enseguida los hijos te marcan el rumbo.
La primera vez que salí de casa tuve un ataque de pánico. La solidaridad de la gente fue inmensa. Les dije a mis hijos que teníamos que fortalecernos a través de esto que era un círculo de amor intangible que nos sostenía. Fue muy duro al principio sinceramente.
-Hoy, cinco años después, ¿qué es lo que más cuesta?
-Hoy las noches no son los momentos más duros, sino el día a día, es lo que más me cuesta. El levantarse cada mañana. Cuando vos tenés un proyecto familiar y lo que te demandan tus hijos, las responsabilidades de llevarla adelante, de pensar en su psiquis permanentemente, de trabajar para buscar herramientas y transformar el dolor. El primer año fue durísimo.
-Ver sufrir a un hijo es muy duro. Un duelo, una pérdida es tan personal que es intransferible. Nadie puede duelar por vos. Solo vos podés hacerlo por vos mismo. Así sea tu hijo de 3, 9, 10 años, no queda otra que acompañar y aprender juntos a convertir el dolor. Por las noches caigo rendida. Algunas noches más que otras. Algunas son con satisfacción, porque veo a mis hijos y los veo bien, veo lo que pude hacer como madre. Pero siempre detrás hay un dejo de tristeza porque me falta él para compartirlo. En casa cambiaron muchas cosas. Mis hijos también están tristes, tienen miedos nuevos. Mi hija más pequeña, que es la que más lo expresa con angustia, me transmite el miedo de que a mí me pase algo.
-¿Te reprochás algo?
-La verdad que no. Digamos que no repaso mi pasado desde ese lugar. Repaso nuestra historia para honrar su memoria, para rearmarle la historia de su vida a mis hijos. Porque si hay algo que este atentado me enseñó es que lo hecho, hecho está. Esto que nos toca vivir yo no lo elegí. Pero sí puedo elegir cómo vivir en función de lo que nos pasó. Esto me demuestra lo efímero que es la vida. Uno aprende con esto. Aprendés a no enojarte, por ejemplo. No dejes de dar un beso, de dar un abrazo, de decir cuánto amás a alguien porque nunca sabés cuándo es la última vez que se lo vas a decir. Yo no tengo pendientes en ese sentido con él ni con mi padre, que los perdí a ambos ese año. Me inunda la tristeza de lo que no pudo ser. De no compartir el resto de mi vida con él. Le escribo, le hablo, repaso nuestras charlas con respecto a nuestros hijos, repaso conversaciones.
Algo que también me di cuenta es que hay que charlar qué hacer el uno con el otro cuando uno muera antes, porque eso es algo que a mí me pasó y que no había hablado con él. Y de pronto había una persona diciéndome que se había muerto y si quería cremarlo o enterrarlo. Y la verdad es que uno no sabe, y son decisiones que hay que tomar en un contexto sumamente confuso. Yo tenía 42 años, él 47, mirá si íbamos a hablar de eso.