Hay oficios que sobreviven, otros desaparecen y algunos nunca se agotan. El caso del artesano que con su buen ojo y manos repara calzados, es de esos que todavía resisten a los cambios de años, estaciones, épocas y siglos. Es cierto que es antiguo, que suele transmitirse de generación en generación, como también es acertado pensar que los hombres fueron siempre los que más asociados estuvieron a esa historia.
Pero en el caso de Santa Fe, exclusivamente en el sur de la provincia y más exactamente en Elortondo, hay alguien que reescribe parte de esos relatos. Se trata de Stella Álvarez (55), la histórica zapatera del pueblo y la única mujer en la zona que se defiende devolviéndole el confort a los pies.
Sus abuelos, que llegaron de España, tenían una talabartería. Se especializaban en accesorios para sulkys, una tradición que continuaron su papá y su tío. Luego, apareció su hermano, que puso un taller de reparación de calzados para sus ratos libres, cuando no manejaba la ambulancia de la Cooperativa Eléctrica de la localidad.
Por curiosidad, Stella iba y le daba una mano, le empezó a gustar el trabajo y al fallecer su mamá, en 1991, optó por transformar esos ratos libres en un oficio. Se quedó con el taller y pasaron desde entonces 30 años. Ese buen ojo y el talento de las manos, la afianzaron no solo en Elortondo, sino que se supo de sus habilidades en comunidades vecinas y le llegan encargues de Carmen, Chapuy, Chovet, Murphy, Melincué, Carreras y Alcorta, solo por nombrar algunas.
"Hace tres décadas era otra época. Se hacía mucha más plata porque había más trabajo. Hoy eso es distinto porque el calzado es más descartable. Antes no, todo era más de cuero y resistente", dijo a El Litoral desde el mostrador de su taller en calle San Martín al 1200.
Su fuerte, hoy en día, son los zapatos de baile (que refuerza o acomoda) y las zapatillas de las infancias. "Las nenas y los nenes pequeños son quienes más rompen su calzado, así que siempre hay cosas para hacer. También en esta época se ven mucho las personas que les cuesta comprar una zapatilla o un zapato nuevo y hay que hacer hasta lo imposible para tratar de arreglarlo", explicó.
Artesana del calzado
Tanto tiene de artesanal, clásico y tradicional, que no necesita grandes herramientas ni aparatos sofisticados. Entre sus estantes, y en los rincones, se pueden ver pulidoras, lijas, agujas, hilos, pegamento, cueros y tintas. Además, asegura que no necesita andar rotulando ni etiquetando nada, porque enseguida que recibe un encargue, ya sabe para más adelante a quién pertenece y hasta de qué lugar son.
"Vivo y lo hago tranquila, por eso estoy siempre a disposición. Ya me acostumbré a la rutina de lunes a viernes y fines de semana que a veces se me juntan muchos pedidos", aseguró. El invierno es cuando más se trabaja (por las botas y el calzado específico para esa época del año) y en verano es cuando merma. "Hay arreglos para hacer, pero menos. Aparecen mucho las ojotas que se sale o corta la tira que las sostiene. Se recupera enseguida y otra vez la gente la vuelve a usar".
Nunca se le plantó un cliente y le hizo observaciones por ser mujer e incluso valora haber hecho muchas amistades en este tiempo. "Disfruto mucho charlar con la gente y estar en contacto. No me quedo jamás quieta. Todos los días me levanto y no paro. Siempre hay algo para hacer".
En paralelo, están los que van por primera vez y nunca más vuelven a buscar su calzado. "Eso es frecuente. Imagínate que olvidan ir a buscar televisores que se terminan apilando, entonces un zapato es normal. Pero no puedo detenerme a buscar a los dueños o separarlos, porque pierdo un día de trabajo. Literalmente tengo que cerrar y aislarme para hacer eso".
Sin tantos cambios
Hace 30 años, cuando Stella se largó sola y hoy, la forma en que se encara una tarea de este tipo no cambió: "La reparación nunca dejó de ser manual y artesanal. Siempre se hace lo mismo. Cambiaron los tiempos, pero no la forma de resolver un arreglo".
En cuanto a la pandemia y sus efectos secundarios, también fue un rubro que se resintió. Incluso al no haber eventos frecuentes, no hubo suelas de zapatos para darle fuerza o tacos aguja para enmendar. "No es caro arreglar un zapato. Caro es comprar uno nuevo", reflexionó.
¿El trabajo más raro que le pidieron? Que forrara un par de zapatos de mujer para un casamiento, con la misma tela del vestido. Algo que técnica y humanamente, era imposible, relató.
"Es un oficio que se ve cada vez menos porque una familia no vive de esto solo. Yo mientras pueda voy a seguir. Incluso de jubilada. Hasta que la vista y las manos me aguanten. Por eso agradezco muchísimo a todos mis clientes y amigos. No me siento sola nunca. Hay gente que no puede vivir sin compañía, yo al contrario. A veces necesito estar sola. Me siento querida y eso lo valoro", cerró.