Lucía Dozo
Horacio Vargas explora en su último libro la fascinante historia del científico japonés que emigró a Rosario y, tras la muerte de su esposa, la embalsamó con una fórmula secreta.
Lucía Dozo
Katsusaburo Miyamoto fue un científico japonés que vivió en Rosario. Además de introducir el arte del bonsái en el país y de crear una hormona que salvó al pino histórico de San Lorenzo, embalsamó a su esposa, Teresa Colombo, por pedido de ella. Lo hizo con una fórmula que nunca reveló: guardó el cuerpo embalsamado en su casa rosarina y años después regresó a su Ibaraki natal. Desde allí lo reclamó hasta el momento de su muerte que ocurrió en 1976, cuando Miyamoto tenía 84 años, pero nunca se reencontró con él: el cuerpo momificado se halla hoy en el Museo de Ciencias Morfológicas de la cátedra de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Rosario.
Después de retirarse de su trabajo como veterinario en el frigorífico Swift y antes de volver a su país de origen (vivió en la Argentina en el período comprendido entre 1919 y 1968), Miyamoto dejó, en la que fuera por años su ciudad por adopción, una valija con fotos, textos y objetos. Medio siglo después, este verdadero archivo personal llegó a manos de Horacio Vargas y constituyó el punto de partida del libro que condensaría esta historia fuera de lo común. “Mi obra maestra” fue publicada recientemente en coedición por las editoriales rosarinas Homo Sapiens y UNR editora, con el subtítulo “La momia argentina del siglo XX. Biografía de Katsusaburo Miyamoto, el doctor que embalsamó a su mujer”.
Horacio Vargas (Rosario, 1960) es periodista, escritor y productor discográfico. Es jefe de redacción de Rosario/12, del que fue también uno de los fundadores. Fue también cofundador del portal digital Rosarionet.com y editor de la revista Risario; en 2019 fundó la revista cultural Barullo, donde comparte la dirección periodística con Sebastián Riestra. Publicó, entre otros, los libros “Gente con swing Vol. I” (Homo Sapiens, 2018) “Gente con swing Vol. II” (UNR Editora y Homo Sapiens, 2020), “Desde el Rosario” (H. Sapiens, 2018), “El Negro Fontanarrosa” (H. Sapiens, 2014), “Crónicas de Rosario” (UNR Editora y H. Sapiens, 2009) y “Fito Páez, la vida después de la vida (H. Sapiens, 1994), además del fascículo “La Trova Rosarina”. El sello discográfico BlueArt Records, otro importante emprendimiento, cumple este año dos décadas; con él obtuvo un Grammy Latino como productor del disco “Postangos en vivo en Rosario” de Gerardo Gandini.
En diálogo con El Litoral, Vargas da detalles acerca de la particular historia del japonés que dejó su huella en Rosario:
-¿Cómo diste con la historia de Miyamoto?
-En una reunión familiar, así de simple y maravilloso. Dos personas con las que compartimos una mesa navideña hace varios años eran los hijos del empresario Oliva, quien decidió llevar a vivir a su casa a Miyamoto cuando este enfermó del corazón. Ellos convivieron durante un largo año con el sabio japonés. Sus recuerdos juveniles fueron volcados en esa noche mágica y despertaron mi asombro. La curiosidad –el gen del buen periodista- me llevó a pensar que ahí había una historia para contar. Cuando me llegó como donación el archivo Miyamoto, que tenía la familia Oliva, no dudé en comenzar el proyecto del libro.
-Hay misterio todavía alrededor de la historia, ¿la técnica que usó sigue siendo desconocida?
-Espero que los misterios de Miyamoto estén aclarados en este libro. Cabe recordar que cuando decide embalsamar a su mujer, Teresa América Carmelina Colombo, se transformó en un personaje mundial, toda la prensa del mundo hablaba del sabio embalsamador de Argentina. La técnica que usó sigue siendo un gran secreto. Solo la conoce hoy una persona de 90 años que vive en Tokio y es su sobrino, Suzuki.
-¿Es posible pensar, a través de la historia de Miyamoto, que existió cierta influencia japonesa en Rosario en esa época?
-La cultura japonesa aparece claramente con los primeros inmigrantes que trabajaban a destajo en la fábrica de Refinería a principios del siglo XX, y les siguieron aquellos que encontraron en esta ciudad un lugar para levantar bares y tintorerías. Es paradójico, pero Miyamoto apenas aparece en el gran libro de la colectividad japonesa en Argentina: unas breves líneas sobre el paisano que embalsamó a su esposa. Nada más. Ojalá “Mi obra maestra” repare una omisión o el desconocimiento de uno de los japoneses más importantes que tuvo el país como científico. Miyamoto no es un taxidermista, no diseca animales, no es un naturalista del siglo XIX, nunca imaginó crear su arca de Noé ni reconstruir un animal ni tener su propio zoo, ni pensó jamás que la taxidermia era un arte de los que mataban y conservaban. A modo de ejemplo, cito al corresponsal de la revista Ahora: “El realismo es impresionante. Salvo por la temperatura y la inmovilidad de los cuerpos, quien los toca diría que está en presencia de un ser viviente: Miyamoto los ha eternizado”. Pero Miyamoto respondía: “No es un milagro, es ciencia”.
“Noticias procedentes de Japón dan cuenta de que ha dejado de existir en ese país el doctor Katsusaburo Miyamoto, sabio japonés que residió en la Argentina entre 1919 y 1968. Médico, veterinario y biólogo, su labor científica fue intensa y conocida en todo el mundo.
No es el inicio de un obituario, pero tiene ese tono para los que leen el suelto recuadrado -en la jerga de los periodistas gráficos de ayer y de hoy- en alguna página final del diario del día, acerca del hombre que en otro siglo asombró a propios y extraños con su paciente técnica de embalsamar a su esposa Teresa por amor. Un cuerpo, su obra, recostado durante varios años en una casa de calle Riobamba, donde vivieron rodeados de un bestiario de animales conservados por la técnica de Miyamoto, intactos, sin cortes en sus cuerpos: un perro, un ciervo, un tatú…
Médicos especializados en esa clase de trabajos expresaron su asombro ante los resultados obtenidos. En la técnica de momificación y embalsamamiento, Miyamoto conservaba en los cuerpos y animales de su colección todas las vísceras y en ningún lugar del cuerpo ni en los ojos se observaban cambios o alteración de ninguna especie.
Si no hubiese sido por su obstinado rechazo a cumplir con la orden del General Perón, habría ocupado un lugar en la historia argentina como el encargado de culminar otra gran obra: la conservación del cuerpo de Evita. Y también la de un Papa, pero en el Vaticano nunca leyeron la carta donde su esposa -la futura eternizada- ofrecía el arte de su marido.
Con su título de veterinario otorgado en Tokio, celosamente guardado en su camarote del Hakata Maru, llegó al puerto de Buenos Aires. Ingresó como ayudante en el Instituto Bacteriológico de Buenos Aires -fundado por Carlos Malbrán, un nombre que en tiempos de pandemia adquiere otro significado histórico-, donde compartió días de laboratorio con eminencias de la ciencia como Bernardo Houssay.
A pesar de su resistencia lo trasladaron al frigorífico Swift, símbolo real del capitalismo en 1930 con su icónica chimenea a la vera del río Paraná en Rosario. Allí ejerció -hasta su pobre jubilación- como inspector de sanidad animal y cumplió eficientemente con su rol otorgado por el Ministerio de Ganadería: autorizar con su firma el pasaje de las vacas al matadero.
Fue él quien introdujo el bonsái en la Argentina -otro arte y van…-, árboles enanos de 60 centímetros de altura que colocaba y cuidaba con esmero, a la vista de todos, en el patio de su casa.
Fue él el inmigrante que “curó” al Pino de San Lorenzo, signo de la historia militar de la independencia del país.
Fue él el eminente científico japonés que vivió en Argentina pero al que muchos, aquí y allá, tanto en la colectividad japonesa como en la gran isla, aún desconocen”.