“ Macarena llegó al consultorio con una bolsa repleta de golosinas. Durante los pasos que desanduvo entre la puerta y la silla fue revolviendo con su mano derecha en el interior. Ni bien se sentó sacó un caramelo de leche y, mientras lo pelaba, como al descuido, me dio uno de café.
Ella se encogió de hombros y frunció la boca y la nariz en un gesto que me pareció demasiado cercano al asco.
- A mí no me gusta.
- ¿Ah, no? - dije, reclinándome contra el respaldo de la silla en que me había sentado - Entonces ¿me lo das porque te gusta convidarme o porque ese caramelo no te gusta a vos?
Macarena volvió a hacer el mismo gesto, en tanto ya quitaba el papel a un segundo caramelo, pero esta vez me miró directamente a los ojos.
- Ya te lo di… Total a mí no me gusta”.
La generosidad es la virtud que nos conduce a dar lo mejor de nosotros buscando el bien del otro.
Este tipo de escenas se repite bastante seguido ante mis ojos. Involucrándome directa o indirectamente. Una de las primeras cuestiones que llama poderosamente mi atención es que gran parte de estos niños son alumnos de colegios religiosos en los que, se supone, trabajan con y acerca de valores, secundando la educación familiar. Pero, evidentemente, algo está fallando…
En este ejemplo, Macarena no se desprende de un caramelo con el gusto de convidarme ni por el placer de dar, sino que se lo saca de encima porque no le gusta y, entonces, no lo quiere. En vez tirarlo me lo da a mí, “quedando bien” porque me lo dio. Muy probablemente (lamentable, por cierto), ante esto no faltará quien diga: “encima que te da, te quejás” o “agradecé que te está dando”… sin poder reparar en que el quid de la cuestión no está en la cáscara del receptor sino en el carozo del dador. Dar porque eso que doy a mí no me gusta, en cierto modo, desacredita a quien lo está recibiendo, ya que lo disminuyo y desestimo. Indiscutiblemente, es un proceder despectivo y de menosprecio, por más disfraz de bondad que calce a la hora de hacerse presente.
La generosidad es la virtud que nos conduce a dar lo mejor de nosotros (material y espiritualmente), buscando el bien del otro. Ser solidarios es empeñarnos en el logro del bien común, enfocándonos en las necesidades de todos: las propias y las ajenas.
En una sociedad que suele empantanarse en el egoísmo y la mezquindad (pero con caretas de altruismo), es preciso reparar en la necesidad imperiosa de aprender a dar y aprender a recibir, valorándonos los unos a los otros. Dar siempre implica “quedarnos sin algo”, pero el sólo hecho de ver el gusto, la alegría o el bienestar de quien recibe debería ser motivo más que suficiente como para regocijarnos y sentirnos satisfechos.
Estacionemos la mirada en nuestras conductas y trabajemos por descubrir qué es lo que hace falta modificar para ser capaces de educar a nuestros niños en la habitualidad no sólo de dar cosas sino de darse ellos mismos.
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