“ Valentina llama a alguno de sus papás para que la higienicen luego de ir al baño porque le da asco tocar lo que hace; Julián se ducha a diario con el padre, jabonándose mutuamente la espalda mientras cantan reguetón; Victoria duerme en la cama matrimonial en medio de sus papás, ‘haciendo cucharita’ con uno de los dos, en noches alternadas; como tuvo una hermanita hace un mes, Martín espera el momento en que la mamá la amamante, para buscarle el otro pecho y juguetear con su boca en el pezón…El primer punto en común entre estos niños es que rondan los 7 años. El segundo, que ante algún comentario o señalamiento al respecto, arguyen que son los padres… como si no fuera justamente ESE el quid de la cuestión”.
La primera comunicación con el hijo es física y en esa proximidad indispensable parece que la piel de uno y otro no tuvieran límites. Es cuando se van diferenciando los cuerpos que comienza a registrarse la desnudez y si no hay reconocimiento del otro como algo diferente, no puede instalarse el pudor, que es un sentimiento de recato y vergüenza especialmente relacionados con lo sexual, que permite aprender que al cubrir la desnudez se delimita su propio espacio físico y se cuida su intimidad.
A medida que el niño crece, la desnudez deja de ser algo natural y, aún a pesar de no tener más de un metro de altura, ése delante nuestro es un cuerpo social, atravesado por la cultura. Crecer significa tomar algunas distancias y las fronteras entre los cuerpos comienzan a perfilarse hasta quedar establecidas para siempre y, en algún momento, un cuerpo “tranquilamente” desnudo hasta entonces, pasa a ser un cuerpo des-nu-do. El cuerpo de los padres es un cuerpo sexual y, por lo tanto, no apto para mostrar a los hijos. Es un error pretender naturalizar algo tan profundamente cultural como es un cuerpo.
La relación desnudez-erotismo-placer está vedada entre padres e hijos y, así como hay caricias que dejan de hacerse cuando ya no es un bebé, hay también “cosas” que deben dejarse de ver y mostrar. El niño al que nadie pone en situación de mostrarse desnudo, en casa, sabe perfectamente que en ningún otro lugar pueden obligarlo a hacer lo que no quiere hacer ni recibir miradas y caricias que no quiere recibir. Todo niño posee su propia sexualidad, con deseos y experiencias placenteras, y corresponde a los padres no transformarse en objetos reales de esa sexualidad a través de las miradas y los tocamientos, evitando la incitación a fantasías de excitación que el niño no podrá resolver como el adulto.
Hacia los 4 años, nenes y nenas buscan la intimidad, la reserva y la privacía y, de no ser así, es necesario preguntarse qué está sucediendo. Un niño que no aprende, a esta edad, que su cuerpo es sólo suyo y que está prohibido a los otros, no está protegido y corre riesgos, ya que, mientras no logre registrar que ese cuerpo es un espacio privado sobre el que nadie (ni siquiera los padres) debe avanzar, visual ni táctilmente, quedará expuesto y fuera de toda autopreservación.
Cuando los padres accionan sin un patrón conductual y actitudinal que garantice a los hijos un desarrollo madurativo, físico, mental y emocionalmente saludable se los considera negligentes, y una crianza negligente fomenta la formación de apegos inseguros en los chicos y puede conducir a consecuencias devastadoras, entre las que resalta la búsqueda de vínculos y relaciones insanas mediante las que se busque una satisfacción meramente física, que es a lo que se los acostumbró como sinónimo de seguridad. La negligencia parental es lo opuesto al cuidado integral del hijo y se la considera una forma de maltrato que desampara al niño en su mundo afectivo.
No estimular el cuidado de la exposición ni alimentar la intimidad es infantilizarlos e implica una profunda falta de respeto a su crecimiento, además de un modo de cruzar los límites sexuales del niño amparándose en la postura errónea de que no está mal… porque son los padres.