Lía Masjoan
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@lmasjoan
Se vieron por primera vez en el centro de evacuados que se armó en la escuela J.J. Paso, donde fueron voluntarios.
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Dicen que al amor no hay que buscarlo; que aparece cuando uno menos lo espera, a la vuelta de la esquina... O en un centro de evacuados, en medio de la peor catástrofe que asoló a la ciudad de Santa Fe. Así se conocieron Andrés Bellocchio (43, 28 en 2003) y Gabriela Blanc (37, 22 entonces); entre las paredes de la escuela J.J.Paso, absolutamente despojadas del clima escolar e inundadas de vivencias desgarradoras y caóticas, las que caracterizaron a cada refugio de emergencia que se abrió aquel 29 de abril de 2003, cuando el Salado desbordó.
Parece impensado que en medio de las dramáticas vivencias de aquellos días, alguien pueda mirar a una mujer como mujer y a un hombre como hombre. Pero sucedió. Les sucedió. Se descubrieron en su lado más humano, en la entrega desinteresada y solidaria de ayuda al prójimo, a un grupo de personas que había perdido todo. Fueron voluntarios desde las primeras horas; cuando ni ellos dimensionaban la magnitud de la tragedia. Y allí permanecieron hasta que los últimos evacuados que se fueron de la escuela, “como en una burbuja” -recuerdan hoy-, durante un mes que les pareció eterno.
Andrés fue uno de los primeros en llegar al centro, junto con el sacerdote que lo abrió esa noche del 29 de abril. “Justo pasé por la esquina y lo vi bajar de una ambulancia. Yo estaba buscando algún lugar para colaborar porque horas antes había estado ayudando a un amigo que se había inundado en barrio Barranquitas y vimos cómo entraba el agua por el oeste. Empezamos a preparar la escuela para lo que se venía, junto con la directora y las maestras, a sacar bancos de las aulas, a limpiar, a acumular colchones... Y ya no salí más”.
Las horas pasaron fugaces, estuvo hasta las 4 de la mañana recibiendo gente: “Esa primera noche fue bastante terrible, la que más me afectó de todas, cuando llegué a mi casa me costaba armar un panorama general, me preguntaba cómo es que esto es tan grave, no podía entender porque como había estado todo el día ahí adentro no había dimensionado en lo más mínimo lo que había pasado... pero la gente llegaba shockeada, lloraba, algunos venían sin ropa”, prácticamente desnudos, “les poníamos una manta”, recuerda Andrés, quien tiene intacta en su memoria la imagen de un anciano de unos 80 años “que apenas podía moverse y estaba en calzoncillos, ni medias tenía”.
El flechazo
A Gabriela la encontró al otro día, ordenando el “ropero” donde se empezaban a acumular las donaciones. “Había estado escuchando la radio y quería salir como eyectada a colaborar. Entré ahí y se hizo como una burbuja en el tiempo, no había noche, no había día, nada, estuve 24 horas sin parar, solo fui a mi casa a bañarme; era tanto lo que había que hacer que ahí se paraba el tiempo”, cuenta hoy.
Al caos inicial, le fueron poniendo orden, organizando roles y tareas, seleccionando un delegado por “aula” de evacuados para facilitar la asistencia, y la convivencia de personas que se desconocían en medio de un clima muchas veces tenso.
Gabriela y Andrés conectaron desde los primeros días, en medio de una situación atípica que “sacó lo mejor y lo peor de todos” pero de la que ellos salieron fortalecidos y con un amor de la mano. “Cuando lo vi por primera vez pensé que era el profesor de gimnasia”-ríen-, “desde el principio tuvimos mucha química”, dice ella. La primera gran conexión surgió cuando se preguntaron cuándo cumplían años: los dos nacieron el mismo día, el 10 de abril.
Andrés estaba buscando un amor... pero nunca imaginó encontrarlo ahí. “El último lugar donde hubiese pensado siquiera en mirar a alguien, era ése.
Nosotros no nos mirábamos ahí como podría haber pasado afuera, en una situación normal, ni entre nosotros ni con nadie. Las primeras semanas fue todo caótico y volvimos a la realidad recién después de un par de semanas”, cuando la organización empezó a rendir sus frutos.
Fue solo un mes, pero un mes distinto para el comienzo de cualquier amor. “Cuando uno empieza una relación, se suele ver los fines de semana; nosotros nos vimos todos los días durante 30 días”. Y cuando la tarea llegó a su fin, sentían que se conocían desde hacía un año. Afrontaron juntos situaciones difíciles, y las reacciones y maneras de resolverlas generaron admiración por el otro, el primer paso hacia el amor.
“Laburábamos bien juntos, ella era muy operativa, si yo traía una idea ella ya estaba poniéndola en práctica, congeniábamos, había buen feeling y estábamos muy conectados”, cuenta él. Gabi recuerda una situación “muy fea” que él enfrentó “con una persona que estaba en sillas de ruedas porque había recibido un disparo en la espalda, que vendía droga adentro del centro y generaba todos los caos... me asusté, pero él lo manejó muy bien, y a mi me impactó mucho”.
Para descomprimir ese clima tenso y de tristeza absoluta, un sábado organizaron una peña con bingo incluido, pusieron música y todos bailaron. Hasta el chico problemático que estaba en la silla de ruedas. “Yo sentía que había que reírse, ni bien se pudiera (porque a veces no se podía) había que tratar de ver reír a alguien”, dice Andrés, como rescatando una actitud que adoptó para su vida.
“Mi mamá siempre me dice ‘te lo trajo flotando el río en un camalote’, ríe Gabi. Y él tira el chiste enseguida: “No sé si hubiese flotado, creo que me hundía”.
El premio mayor
La inundación de 2003 dejó huellas profundas en la sociedad santafesina; es un antes y un después en la historia de esta ciudad.
Como tantos otros voluntarios, Andrés y Gabriela dejaron la escuela J.J. Paso con una marca profunda. “Siempre está bueno ser solidario porque el que termina reconfortado es uno. La enseñanza fue enorme y algo tan terrible nos cambió la vida en todo sentido”, coinciden hoy, 15 años después. En sus casos fue para bien: recibieron el premio del amor, la vida en pareja y la descendencia... Franco y Sofía los mantendrán unidos para siempre.