Pobres hombres, valientes y sacrificados. Ser un aguador en la Santa Fe de 1867 -circa- era un trabajo extremadamente arduo. A pie iban -los que contaban con un carro eran afortunados- llevando los tachos con agua a las viviendas de la ciudad, bajo el abrasador sol del verano o los fríos casi glaciales del invierno.
Así era el reparto manual del líquido vital en aquella ciudad lejana que desde el hoy se mira en blanco y negro. La concesión del servicio de aguas corrientes y cloacas llegarían recién pasado el 1900. La figura de los aguadores aparece como una pequeña hendija histórica dentro de otra, que es el digesto de normativas (disposiciones municipales y ordenanzas) de 1891.
“Los aguadores tomarán las aguas que distribuyan al público en los puntos que la Municipalidad designe”, dice unos de los apartados del digesto. No sólo eso: si tomaban el agua desde un lugar no autorizado para el reparto, podían estar sujetos a una multa de dos pesos de aquel entonces. Encima que cobraban sueldos de miseria, multa…
El oficio de aguador o aguatero fue muy popular en toda Sudamérica desde antes del siglo XIX. Esa popularidad alcanzó su pico en el país durante la Revolución de Mayo, en 1810. La mayoría de los aguadores eran inmigrantes africanos que debían enfrentarse a estrictos edictos y supervisiones policiales.
Escándalo
Pero la administración del agua en aquellas épocas lleva a indagar sobre otras disposiciones prohibitivas que se habían impuesto en la ciudad. Por ejemplo, estaba terminantemente prohibido el baño en un mismo sitio público de personas de ambos sexos, y en general todo hecho de escándalo o de palabras obscenas (en estos lugares). Tales actos “serán severamente castigados con multa o prisión”, deja en claro la normativa.
Se infiere que el legislador que determinó esa prohibición sospechaba que en estos ámbitos, los baños públicos, dos personas de ambos sexos (varón-mujer) que se bañaban juntas podían terminar realizando alguna actividad sexual, “una afrenta contra la moral y las buenas costumbres”. Ni que pensar en un baño entre dos personas del mismo sexo (¡algo sacrílego!) en una sociedad regida por una cultura férreamente heteronormada.
Pero hay más…
Otra vez, la legislación de cómo se debía usar el agua contaba con más prohibiciones, como por ejemplo lavar ropas de los hospitales -y en general las de toda la población- “hacia la parte superior de las corrientes de agua que se provean al pueblo, bajo la multa de cinco pesos. La Municipalidad atenderá cuidadosamente el cumplimiento de esta artículo”, dice el digesto.
Hoy, se resuelve todo abriendo una canilla. Antes, acceder al agua era mucho más complicado. Crédito: Archivo El Litoral / Mauricio Garín
Estaba prohibido también lavar y tender ropas en las calles, hacer fuego, limpiar carruajes, bañar o amarrar animales, situar asientos o caballares, bancos de arte, derramar aguas fétidas, basuras y en general toda inmundicia: la multa por la contravención era de un peso.
Los establos debían ser mantenidos por sus propios dueños “en el mayor aseo posible”, bajo multa de dos pesos. Y los chiqueros de chanchos estaban prohibidos dentro del ejido de la ciudad, al igual que las curtiembres, jabonerías, almidoneras, velerías, barracas, saladeros, graserías y demás establecimientos de esta naturaleza. Esto se disponía como una medida de salubridad, también pensando en una eventual contaminación de las aguas.
El agua corriente
Una ordenanza modificatoria de enero de 1890 estableció las condiciones para que los concesionarios del sistema de aguas corrientes, desagües y cloacas, se presenten para proveer de estos servicios esenciales a la ciudad de Santa Fe. Había que exponer los planos y las especificaciones técnicas de cómo se ofrecerían, todo lo cual quedaba sometido a la aprobación o no del municipio.
El concesionario terminó siendo un tal señor de apellido británico, Juan Staniforth, empresario de renombre y con espalda financiera, a quien luego se le renovó el contrato de concesión.
Con todo, a finales del siglo XIX y principios del XX estos servicios fundamentales comenzarán a brindarse en la ciudad. Lo curioso es que en la actualidad, pleno siglo XXI, hay todavía un 30% de la población santafesina que no cuenta con cloacas… Pero esta es otra historia.
Lo cierto es hoy, todo se soluciona con abrir una canilla, o bien mandarle un WhatsApp al repartidor de sodas y bebidas para que traiga el vital líquido. Pero en aquella lejana Santa Fe en blanco y negro, entre los aguadores y el “rosario” de prohibiciones impuestas, acceder y utilizar el agua era bastante más complicado.
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