El voluminoso digesto histórico municipal de 1895, que no es otra cosa que un compendio de disposiciones municipales y ordenanzas de aquella época, no deja de arrojar elementos curiosos respecto de cómo se organizaba la vida en comunidad en aquella Santa Fe perdida y olvidada entre los fantasmas de un tiempo extinguido.
El ejercicio de recuperar aquellos usos y costumbres, tan distantes en una megalópolis donde las tecnologías marcan el pulso de las cosas, no deja de ser atractivo, justamente porque esto permite ver, por una pequeña mirilla imaginaria, cómo vivía aquella incipiente ciudad Puerto y ferroviaria hace 129 años.
Un “tramway” tirado a caballo (circa 1923). Crédito: Archivo General de la Nación
Una forma de organización clave era, como lo es hoy, la movilidad urbana. En la actualidad, hay colectivos, taxis, remises, bicicletas inteligentes, apps de viajes (es cuestión de apretar algunos botones en el celular para solicitar un viaje), bicicletas y monopatines eléctricos.
También para mover objetos (en el caso de una mudanza), hoy están los fletes, los comisionistas, los cadetes. Todo o casi todo se puede solicitar desde un celular. Pero aquel “allá lejos y hace tiempo” estaba en las antípodas de tantas facilidades prácticas que existen en esta modernidad alienante.
Lo bueno es que había regulaciones. Santa Fe se caracteriza por tener la primera Constitución provincial del país, lo que derramó en las organizaciones normativas jurisdiccionales. Santa Fe capital estaba a la vanguardia en este sentido.
Es que antes de que terminara el siglo XIX esta capital contaba con un plexo de normas que no sólo daban una estructura funcional al Municipio y al Concejo, sino que también se estipulaban las pautas de convivencia social, en una local en pleno crecimiento, que recibía no sólo paisanos venidos del campo, sino también inmigrantes.
Carros y galope
En la Sección Séptima, Título 1 (“Tráfico Público”), la Santa Fe de 1895 ponía reglas sobre las formas de transitar por las calles adoquinadas y de tierra. Así, con relación a los carros tirados a caballo, existía la obligatoriedad de contar con una cadena que permitiera trabar una rueda al cajón del carro, y así garantizar la seguridad en el descenso de los pasajeros. El que no cumplía, dos pesos de multa.
Y con respecto a la movilidad a caballo, esto estaba permitido, pero con una condición: no se podía galopar, es decir, apurar el animal con las espuelas para que acelere el tranco. El que no cumplía, 4 pesos de multa. Los exceptuados a esta disposición era el “personal esencial” -expresión que remite a la pandemia por Covid-19- tales como médicos, dentistas, sacerdotes y militares en servicio.
Tranvías
Los tramways (anglicismo de la época para denominar a los tranvías) estaban regulados por una ordenanza. Había una empresa que tenía la concesión de este servicio de transporte público, algo así como lo que hoy ocurre con el sistema de colectivos.
La empresa estaba obligada a informar por avisos a través de la prensa, siempre con ocho días de anticipación, las horas de salidas de los coches. También, por carteles visibles en los coches y las estaciones. No podían ser tirados por más de dos caballos, excepto los días de lluvia, porque por el barrio se requerían tres equinos.
Los animales debían timbales de cascabeles, para que pudieran ser escuchados por los pasajeros mientras se acercaban. Y el mayoral o “chofer” debía tocar una corneta para anunciar la llegada a la “parada” a 20 metros antes de llegar a ésta. La velocidad de los caballos debía ser el “trote corto natural” de éstos, y no podían detenerse en el tránsito de la calles por más de 10 minutos.
“Los pasajeros y el conductor debían guardar reciprocidad del debido respeto social y moral”, dice esa normativa, casi en tono de puritanismo británico. La multa por no respetar esas pautas morales (un mal trato, una mala palabra, por ejemplo) podía “doler” hasta 10 pesos nacionales de multa.
A su vez, en los coches no se podían permitir más pasajeros que los asientos disponibles, con lo cual estaba prohibido el viaje de parado. Estaba terminantemente impedido llevar en el tranvía bultos de carga, animales vivos o muertos.
Los mozos de cordel
Y los valijeros, “acarrea bultos” o formalmente llamados Mozos de Cordel eran una suerte de fletes humanos. Su trabajo era trasladarles a las personas sus pertenencias: podían ser maletas, pero también pesados bolsos con verdura u otros enseres.
Un grupo de Mozos de Cordel, esperando ser llamados para ganarse el sustento. Crédito: Archivo El Litoral
Estaban inscriptos en el municipio y, para ello, debían acreditar buena conducta y “buenas condiciones”, se infiere que físicas. Se les entregaba un escudito de lata, que era una suerte de identificación del servicio prestado. La labor del Mozo de Cordel era remunerada, pero también “tributada”: para ejercer, debían pagar al municipio un impuesto de cinco pesos nacionales de aquella época.
Cada Mozo de Cordel era responsable de los efectos a los que se les confiara trasladara, bajo la pena de no poder más ejercer esa actividad si se las robaban. En estos casos, directamente actuaba la policía, con pena de cárcel y trámite en curso de la justicia ordinaria.
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