(*) “Los prostíbulos son Guantánamos de cercanía. Y La prostitución no es el oficio más antiguo del mundo, sino la esclavitud más antigua y grande de la historia”.
Fue en 1895. Era legal la prostitución en la ciudad, sólo en las “Casas de Tolerancia”. Estrictos controles sanitarios y sobre la moral pública.
(*) “Los prostíbulos son Guantánamos de cercanía. Y La prostitución no es el oficio más antiguo del mundo, sino la esclavitud más antigua y grande de la historia”.
(*) Carmen Calvo, jurista, profesora universitaria y política española.
En la Santa Fe de 1895, hace exactamente 128 años, la prostitución estaba regulada por ordenanza. Era legal, pero sólo en las llamadas “Casas de Tolerancia”, hoy un eufemismo para no caer en las “impúdicas” expresiones tales como burdeles, puteríos o quilombos.
Era aquello algo así como el “Barrio Rojo” de Ámsterdam, en Países Bajos, sector famoso por su historia, sus dinámicas culturales y por ser uno de los barrios más liberalizados del mundo en cuanto a la prostitución, pero salvando las distancias del tiempo y del espacio histórico.
En los burdeles santafesinos de fines del siglo XIX, estaba prohibida la entrada de menores “de ambos sexos”. Si alguno era encontrado allí, podría recaer sobre el encargado o regente una multa de cinco pesos moneda nacional. Incluso debía intervenir el Defensor Público de Menores.
Todo esto consta en los digestos históricos de la Municipalidad de Santa Fe, un compendio de normas y ordenanzas que permiten ver cómo se organizaba la sociedad de aquel entonces; qué se permitía y qué no; cómo se vivía en aquella ciudad de calles adoquinadas, tramways, y carros tirados a caballo.
También estaba prohibida la entrada a cualquiera de estos establecimientos de personas que padecieran alguna “enfermedad contagiosa” (hoy, infecciones de transmisión sexual, ITS).
Y cada encargado debía presentar al municipio una completa nómina de las personas que los habitaban, con designación del nombre, patria, edad y estado de cada una de las prostitutas. Si se aumentaba el número, también se tenía que informar.
A su vez, los regentes que admitieran mujeres en calidad de inquilinas, huéspedes, sirvientas u obreras que ejercieran la prostitución clandestina, debían pagar una multa de 25 pesos moneda nacional por la primera vez. Incluso podían dictaminarse desalojos y cierres de estas casas. Lo clandestino estaba penado con arresto y celda.
Cada regente debía inscribir las prostitutas y, por orden de fecha, los ingresos y las salidas de sus “clientes”. No se admitían mujeres embarazadas, ni mucho menos darles el ejercicio de la prostitución. Cada mujer debía tener su correspondiente boleta de sanidad. Una médico municipal visitaba regularmente a las meretrices para hacerles controles por controles de natalidad y, sobre todo, por eventuales infecciones venéreas.
Las prostitutas -debían ser mayores de 20 años- que trabajaban en un Casa de Tolerancia, no podían mostrarse en las puertas de las calles, en las ventanas ni en balcones de la casa que ocupaban. Tampoco llamar a transeúntes ni utilizar cualquier tipo de provocación sexual.
La misma prohibición regía cuando estaban fuera de su horario de “trabajo”, en las calles o paseos públicos. A los teatros no podían concurrir con “trajes deshonestos”. Cada prostituta llevará consigo un retrato en tarjeta fotografiada conteniendo al dorso el timbre de la Intendencia, su nombre, el número de orden que le correspondía en el Registro de Inspección, la calle y el número de la Casa de Tolerancia que ocupaba.
Toda mujer prostituta enferma “de mal venéreo” y diagnosticada por el médico municipal, no podía permanecer en la casa. Para la curación, la Intendencia solicitaba una sala en el hospital, y se destinaba un local especial para esa mujer, la cual, claro, no podía seguir ejerciendo la prostitución. De no dar aviso de su enfermedad venérea, una meretriz estaba sujeta a pagar 50 pesos moneda nacional.
Es interesante analizar la expresión “Casas de Tolerancia”, o los prostíbulos en una ciudad lejana, que ya yo existe, pero que se deja ver por los entresijos de la historia. ¿Tolerancia a qué? ¿Al adulterio legitimado socialmente? ¿Tolerancia a contraer una infección de transmisión sexual? ¿Tolerancia a una expiación de culpas por una infidelidad?
Esa “tolerancia”, ¿aludía acaso a la mirada complaciente de la sociedad conservadora de aquel entonces, que aceptaba en algún punto que una persona “consumiera” prostitución? ¿Era esa expresión la forma de cuidar, proteger las formas, usos y costumbres de la “moral pública”?
Podría verse desde el anverso. Aquella prostitución regulada, normativizada, era el resguardo a la prostitución clandestina, que hoy cunde en la Argentina. Según datos actuales del Ministerio Público Fiscal de la Nación, la mayoría de las sentencias con condenas firmes -un 72%- fueron por explotación sexual. La prostitución lleva a la trata de personas, y a un círculo vicioso de la cual una mujer explotada sexualmente termina siendo esclava.
Existe la letra de un tango nuevo que describe desde un prisma diáfano esto último, y que alude a las prostitutas: “Vírgenes rotas, molidas a palos, muchachas cansadas de tanto llorar. Mil y una noches le rezan a un santo, que nunca las quiere escuchar. Vírgenes rotas, muñecas esclavas, ‘garpando’ la cuota de su soledad, Un Dios Cafisho les tiene la mano, y con ella esa trampa de brillo mortal”.
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