Luciano Andreychuk
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La gente volvió a apropiarse de ese espacio público tras su remodelación.
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Algo así como un caleidoscopio que giró y por efecto de los cristales, hizo cambiar la imagen. Esa imagen representa otra realidad, o un nuevo “ecosistema social” que transcurre a lo largo de 16 cuadras: el Paseo Bulevar, entre el antes y el después de su remodelación, ha sido reinventado por la propia gente que lo usa. La nueva apropiación del espacio público puede volverse atractiva a los ojos del observador atento, ya que aparecen nuevas dinámicas de coexistencia, y hasta tensiones.
El Paseo se abre ancho e impoluto en sus formas arquitectónicas desde San Martín hasta la cabecera del Puente Colgante. Su mantenimiento es casi impecable, huelga decir; las losetas de la senda no han sufrido roturas, ni se han vandalizado los cestos para residuos húmedos y secos, y en cada esquina hay rampas para discapacitados, en la bajada al asfalto y en las veredas opuestas. Los árboles, añosos e imponentes, se alzan intactos. Desde las 9 hasta las 23, la actividad social es intensa.
Han plantado nuevas especies y plantines, y sólo faltaría que el césped contiguo a la senda crezca y reverdezca: los camiones de la Municipalidad lo riegan, pero no llueve y el sol lo quema e interrumpe la fotosíntesis. Las plaquetas indicatorias de “Exclusivo Peatonal” están sobre el piso en cada cuadra, como medallones de color negro y letras blancas que recuerdan el no a la circulación de bicicletas.
Lo que más se ve a diario es una variopinta procesión en dos sentidos de decenas, cientos de personas caminando en forma recreativa o aeróbica, corriendo, paseando plácidamente. O acaso socializando en los bancos, un mate de por medio, bancos que también están en buen estado excepto por algunas pintadas en aerosol o las manchas que quedan de las heces de los pájaros.
La gente va y viene sin parar. El momento más masivo en concurrencia empieza después de las 20. Desde adolescentes y jóvenes hasta adultos mayores, la mayoría va concentrada, con sus auriculares conectados al celular, como un intento de aislamiento mental en medio de un ecosistema social vívido, ágil: ese aislamiento sea tal vez un intento de ausencia entre mil presencias circundantes.
En el playón de El Molino, a veces hay niños que juegan con sus bicicletas. En la otra punta del tramo, ya en la explanada de la Estación Belgrano, hubo durante los días de más calor decenas de mujeres realizando ejercicios aeróbicos, con profesores. Hay de un lado el ocio compartido y feliz de la infancia; y del otro, cierto culto al cuerpo y a la salud.
Y están, también, las gentes que pasean a sus perros de cualquier tipo de raza o de ninguna. Los desechos de los animales quedan ahí, como minas esperando una zapatilla desprevenida. “Es cultural”, dice una vecina mientras chupa su tereré. El desecho escatológico de un perro debiera ser limpiado sólo por su dueño, por razones obvias. Eso no pasa. Hay padres caminando despacio con sus bebés en los cochecitos: la superficie plana es ideal.
Bicicletas
“Acá estamos de 15 a 21: controlamos, decimos que no se puede circular en bici. Pero a veces es imposible que nos hagan caso. Los chicos son muy caphichosos, son de entre 12 y 13 años. Ojo, que hay también adultos...”, cuenta una inspectora municipal. El Litoral calculó al menos seis inspectores en todo el Paseo a la tarde. Hay mucho control, también a la mañana. Pero había ciclistas que circulaban igual.
El ardid a la contravención (notó este medio) es simple: un ciclista es advertido por un inspector para que deje de circular por la senda, baja a una calzada del bulevar pero, a la cuadra siguiente, vuelve a subir.
“¡Eh, vo’! ¡Mirá lo que hago!”, fanfarronea un pibe que va sentado sobre el manubrio de otro que conduce la bicicleta, suelta las manos y alza las piernas. Eran cuatro chicos, cada uno en su bici (más el del manubrio). Ocurre en la senda del Paseo. A pocos metros había un papá con un cochecito. En la esquina siguiente, sentido este-oeste, a los pibes los esperaba un inspector.
Un niño muy chiquito andaba en monopatín a la par de su padre. No sabía que había vulnerado inteligentemente la prohibición de circular sobre dos ruedas: “Todo lo que no está prohibido está jurídicamente permitido”, diría ese niño en su defensa, si fuese adulto y estudiante de abogacía. En la esquina de Bv. y Las Heras, otro niño hace malabarismos con tres pelotitas de tenis, y mendiga. Una mujer sentada en la esquina lo mira, será su madre: a su costado se recuestan la pobreza y el hambre del día.
“El Paseo quedó hermoso para caminar o correr o pasear. Tal vez hagan falta algunos bebederos”, sugiere un corredor que venía embalado en su rutina y sudando la gota gorda. Otra runner, más joven y con los auriculares, coincide en la recomendación. De todos modos, muchos caminantes y corredores aeróbicos llevan una botellita con agua para hidratarse.
La circulación
En la esquina de calle Sarmiento hay un sector delimitado por pretiles para bicicletas y motos. Se les da mucho uso. Un joven de rastas, en cale Alberdi, hace malabarismos y después se mete en el laberinto de autos que esperan el verde del semáforo, buscando la moneda. Hay bares nuevos de cerveza artesanal, cafeterías, heladerías, y de tardecita se empieza a llenar de gente.
Pasando Mitre, un inspector municipal suena su silbato y le advierte a un conductor —en tono de voz fuerte pero con palabras diplomáticas— que está estacionado en un lugar no permitido. El conductor quiere salir con su auto, pero de atrás viene una horda irrefrenable de coches y suenan varias bocinas poco amistosas. Al irse, el conductor hace un gesto maleducado al inspector.
Llegando a Vélez Sársfield, la vía y después. Un auto para en mitad de la mano este-oeste: del baúl se baja una chica embadurnada de harina y llena de espuma. Se escucha música del automóvil, se baja, bailotea un poco: es su despedida de soltera y desde los otros autos que la siguen, sus amigos la filman. En el barullo el flujo de vehículos se interrumpe, empiezan los bocinazos y las puteadas. Como en toda convivencia social, hay tensiones. Pero donde hay tensiones existe un espacio vivo, dinámico y compartido.
Plaza y cuidacoches
Dos vecinas de bulevar Gálvez (una es propietaria de un comercio y está allí todo el día) advierten dos claroscuros en el entorno del Paseo: primero, la suciedad en la Plaza Pueyrredón (vale recordar que se presentó un proyecto para su remodelación). “Voy con los chicos y hay mucha mugre, están todos los puchos tirados en el suelo, qué se yo, este tipo de cosas que no gustan a una familia. De noche, es tierra de nadie la plaza, una pena”, dice una de ellas.
“Y a la noche hay cuidacoches que se violentan a veces. Creo que esto se transformó en un nuevo negocio para ellos; dos noches seguidas se agarraron a trompadas, y te prepotean si no das más de 10 pesos”, se quejaron las vecinas. Pero más allá de esto “el Paseo está bien, está bárbaro”, coinciden.