Qué misteriosos nombres atesora en su historia la laguna Setúbal. Junto al Puente Colgante, es el símbolo de la ciudad de Santa Fe. Al igual que el río, su nominación transcurre, fluye y cambia con el paso del tiempo, hasta llegar a su nombre actual.
Cuando Santa Fe era el nombre liso y llano de la ciudad fundada por Juan de Garay en 1573, en tierras contiguas a la actual Cayastá, la laguna ubicada unos 80 km. al sur de aquel enclave era habitada por aborígenes llamados Quiloazas. De allí la primera denominación que se le conoce: laguna de los Quiloazas o Quiloazas, a secas. Los historiadores cuentan que, durante las expediciones realizadas para definir la mudanza de la ciudad a un sitio más apropiado para sus comunicaciones comerciales, se relevaron, entre otras, tierras aledañas a la laguna en cuestión.
“Los Quiloazas eran una parcialidad del grupo chaná-timbú, indios canoeros cuyo hábitat tenía epicentro en nuestra laguna; y por supuesto navegaban todos los cursos de agua de este subsistema del Paraná: los Saladillos, el Colastiné, su tramo superior, que creo que se llama San Antonio, y, más al norte, el río San Javier, cuyo nombre anterior, según consta en el acta de fundación de la ciudad en 1573, era río de los Quiloazas”, cuenta Gustavo Vittori, autor de numerosos artículos sobre la historia de la ciudad y del libro “Santa Fe en Clave” (Ed. UNL, 1997).
En una carta de 1556, los oficiales reales Felipe Cáceres, Antonio Cabrera y Juan de Zalazar, le pidieron al Rey de España “licencia para descubrir y poblar” un río “que entra por la laguna los Quiloazas”, según consta en el libro “Historia de la Ciudad y Provincia de Santa Fe”, de Manuel Cervera (UNL, 1980), el cual recoge dicho testimonio de la Colección Garay. Quizá sea aquella carta una de las primeras referencias documentadas del nombre original de la laguna.
También existen otros documentos que la nominan como laguna Lencinas, ya que la zona donde se habrá de asentar el casco de la ciudad trasplantada —con el complemento de tierras para labranza—, se encontraba dentro de la estancia de Juan Lencinas, bañada en partes por la laguna.
El reducido núcleo urbano se implantará en un sector de la estancia que tenía —y tiene— la forma de un triángulo romo, que en aquella época recibía el nombre de rinconada o rincón de Lencinas. La razón es que esa “punta” de tierra penetraba, a la manera de la proa de un barco, entre dos cuencas fluviales: la de la laguna y el río Santa Fe, al este; y la del río Salado, al oeste. A partir de ese momento, el caserío cambiado de lugar por decisión del Cabildo, pasará a llamarse Santa Fe de la Vera Cruz. Y el que quedaba parcialmente despoblado a 80 km. al norte, agregará a su primitiva denominación el calificativo de “la Vieja” como recurso diferenciador, cuenta Vittori.
“El acta capitular del 12 de abril de 1651, deja constancia de la decisión del Cabildo de Santa Fe, de trasladar la ciudad al lugar denominado Rincón de Lencinas, caracterizado vecino y propietario de la mencionada estancia sobre la antigua laguna de los Quiloazas. El pedido de mudanza de la ciudad lo firma el procurador Juan Gómez Recio, y al lugar lo propone el alcalde Mateo Lencinas, supongo que hermano, o al menos pariente de Juan, el titular de la estancia”, dice Vittori. Algo más de este aporte está documentado en su artículo “Santa Fe y el agua, de las rogativas a los terraplenes”, publicado en la Revista América N° 25, del Centro de Estudios Hispanoamericano.
También las crónicas de época del expedicionario alemán Ulrico Schmidel (siglo XVI), utilizadas para sus investigaciones por el geólogo Carlos Ramonell (FICH UNL), dan cuenta de ese nombre, cuando en uno de sus relatos narra: “Navegamos hasta una nación que se llama Quiloaza”, y describe luego: “Estos viven junto a una laguna que tiene unas 6 leguas de largo y unas cuatro de ancho”. Este apasionante relato es parte de la crónica de la sub expedición al Paraguay, parte de la expedición principal comandada por don Pedro de Mendoza, de la que Schmidel formaba parte. Y fue publicada en el libro “Viaje al Río de la Plata” (Ed. Cabaut, 1903).
Tras los primeros años de Santa Fe en su nuevo asentamiento, la laguna inicia “una secuencia de mutaciones nominativas”, menciona el artículo de Vittori en la Revista América. “Pronto reemplazará el apellido Lencinas por un dato físico: se denominará “Grande” (en obvia referencia a su extensión)”.
También se la nombra como “Grande de los Saladillos”, según indica un antiguo plano “de tierras de labranza” de la ciudad de 1653 publicado en el —antes mencionado— libro de Cervera. Eso es debido a que es en la laguna donde desembocaba toda la cuenca de los Saladillos Amargo y Dulce. Mientras que, tras la inundación de 1983, la laguna comenzó a recibir mayor cantidad de agua del Paraná, debido al ensanchamiento natural del Arroyo Leyes, convertido en un río hecho y derecho. De allí que a veces se ven dos tonos de marrones, producto del fluir de limos y arcillas.
Retomando la cuestión central del nombre de la laguna, en el transcurso del siglo XVIII, su nombre será cambiado por el de Setúbal (apellido del portugués Juan González Setúbal, propietario de una chacra en el lado oeste de la laguna)”. También aparece como Estubal (se deduce que por error), según consta en libro de Cervera (pág. 32).
En el mismo sentido, otro historiador que documentó a fines del siglo XIX el nombre de Setúbal fue Domingo Silva, quien firmaba bajo el seudónimo de Gonzalo González. Silva había nacido en San José del Rincón y al escribir la historia de dicha localidad abordó el nombre de la laguna. En “Mi terruño” (obra de 1910, reeditada por C. de Diputados en 2010) cuenta también cómo Rincón se fue consolidando en el tiempo como la última fortaleza de defensa de la ciudad. Y un dato curioso es que se sembraba la vid para abastecer de vino a parte del Virreinato del Río de la Plata.
Finalmente aparece un nuevo nombre, el de Guadalupe, esto se debe a que en los terrenos pertenecientes a los González Setúbal, “el ermitaño Francisco Javier de la Rosa erigirá en el siglo XVIII una capilla (hoy Basílica) que tomará el nombre de la virgen guadalupana de los mexicanos a partir de una estampa que despertará un progresivo fenómeno de devoción popular que llega hasta nuestros días”, señala Catalina Pistone en su artículo “El río en la historia de la ciudad de Santa Fe”, publicado en el año 1984 en la Revista de la Junta Provincial de Estudios Históricos (N° 64), citado, a su vez, por Vittori en la Revista América 25.
A partir de ese momento, la historia convalida esos dos nombres alternativos para una misma laguna; nombres que, por otra parte están muy vinculados ya que Juan González de Setúbal le había cedido a Francisco Javier de la Rosa el terreno para que levantara la ermita, que luego se ampliará a capilla y, finalmente, será reemplazada por una basílica. Ese incremento volumétrico se correspondía con el vertiginoso crecimiento de la devoción popular hacia la virgen de Guadalupe, fenómeno iniciado por una estampa de la versión originaria de la virgen guadalupana aparecida al indio Juan Diego en el cerro mexicano de Tepeyac. Así, las procesiones anuales desde el sur de la ciudad hasta la campiña de Guadalupe, contorneaba la laguna Setúbal, proceso en el que fue impregnándose del nombre de la virgen. Hoy, los santafesinos emplean indistintamente ambos nombres para referirse al gran espejo de agua, que evocan tanto a la virgen mexicana como al portugués que sumaba a su patronímico (González) el topónimo de su lugar de procedencia (Setúbal), ubicado en el sur de Portugal.
Y si se profundiza un poco más, se encontrará que la denominación de esa región portuguesa puede estar relacionada con el nombre del río Sado que baña ese pueblo, según explica el geógrafo Muhammad al-Idrisi, ya que Xetubre (o Chetubre) es la raíz árabe de ese curso de agua, nombre que, con las mutaciones fónicas características de las historias seculares, terminó cristalizándose en la voz Setúbal luego de la expulsión de los moros del reino de Portugal.
No obstante, la historia siempre deja abierta las puertas para nuevas indagaciones y hallazgos. Sabemos que en el tiempo documentado su primer nombre fue “de los Quiloazas”, porque eran ellos quienes la habitaban, tanto como ocurre con los Corondás, o los Timbúes, que también han dejado sus topónimos grabados en la geografía fluvial de la provincia. Sin embargo, hacia el futuro queda abierto un interrogante: ¿se mantendrán en el tiempo los nombres actuales, o la laguna lo cambiará en el futuro como ha acontecido varias veces en el pasado?
Entre tanto, pese a contar con esta rica historia nominal, quien pasea hoy por la laguna, ya sea un vecino o un turista, no encontrará en toda su extensión ningún cartel que indique su nombre, y menos aún su historia. Esto es algo que muchos países y ciudades del mundo han rescatado, y que a nuestro histórico espejo de agua le sumaría potencia cultural a su belleza de patrimonio natural. Nombrar, es otorgarle significado a una cosa; dotarlo de un sentido identitario y un propósito educativo. En este caso, Setúbal, o Guadalupe, o los dos, que vienen juntos desde el siglo XVIII. Y, por qué no, Quiloazas
Setúbal, todos sus nombres
-Grande de los Saladillos
El presente artículo aborda los diferentes nombres que tuvo a lo largo de la historia la laguna Setúbal. El primero de ellos fue Quiloazas, en relación a los primeros habitantes de sus orillas. Dicho nombre deviene de las interpretaciones que los colonizadores realizaban de la comunicación y los nombres que poseían los indígenas. Incluso es sabido que antes de los Quiloazas hubo otras comunidades que habitaron la zona donde hoy está la laguna. En el Museo Etnográfico de la provincia existen huellas arqueológicas de hasta 2.500 años atrás. Ahora bien, intriga entonces saber cómo habrán llamado, en su lenguaje, aquellos aborígenes a su precioso espejo de agua marrón, del que se nutrían y al que navegaban.