Lía Masjoan / [email protected]
Twitter: @lmasjoan
De la góndola vacía al supermercado lleno. De comer una vez al día una dieta casi vegana a elegir los alimentos que sirven en la mesa. De caminar con miedo por la calle, a pasear con sus hijos en bicicleta. De no tener dinero, a cobrar un sueldo mensual que cubre casi todas las necesidades.
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Decir que Venezuela vive por estos días sus horas más críticas es una frase hecha. Los venezolanos la vienen pasando mal hace rato. Persecuciones, violaciones de todos sus derechos, hambre, escasez de medicamentos, humillaciones... cada vez son más los que se animan a decir “basta” y se van. Cómo pueden, a dónde pueden, cargados de angustia y con un signo de preguntas enorme.
Según datos de setiembre de 2018 de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la cifra de venezolanos viviendo fuera de su país asciende a 2.6 millones. Argentina es el cuarto país latinoamericano en cuanto a la magnitud de la comunidad venezolana, luego de Colombia, Perú y Ecuador: 99.435 venezolanos se radicaron (en forma temporaria o permanente) en el país desde 2006 hasta agosto de 2018. Los cálculos para inicios de este año se ubican en aproximadamente 130.000, de acuerdo a los datos arrojados por la Dirección Nacional de Migraciones (DNM) de Argentina.
En la ciudad de Santa Fe, la comunidad es pequeña. Ellos mismos estiman que son unos 150. Pueden ser más, no lo saben, pero el año pasado comenzaron a ponerse en contacto y crearon un grupo de whatsapp.
Con la libertad que tienen ahora, a miles de kilómetros del régimen de Nicolás Maduro, escuchar sus historias en primera persona es una buena manera de entender lo que pasa en Venezuela y por qué emigran multitudes.
“Sacar el chip del desabastecimiento”
Cuando salieron de Venezuela, en octubre de 2016, Alfredo Graham (36) y Zujhairi León (37) tenían dos trabajos cada uno y una hija de dos años. “Cuando llegamos, nos preguntaban si habíamos escapado. No, nosotros nos organizamos y vendimos todo para venir”, explican. Desde que tomaron la decisión, les llevó dos años subir al avión y emigrar. “La pregunta que nos hacen todos los argentinos es si es tan así como se ve, si es cierto que está tan mal la economía... les decimos que es mucho peor de lo que se ve”. Y les sobran las historias.
“Hace dos años, siendo los dos profesionales (él es Lic. en educación física y ella psicóloga) y teniendo dos trabajos cada uno, dos autos y un departamento propio, y la niña en el colegio, ya no nos alcanzaba para pagar la cuota de la escuela de la nena, nos la pagaba nuestro cuñado que vive en Bogotá, Colombia. Entre los dos podíamos pagar las expensas del apartamento y ya no nos alcanzaba para pagar las reparaciones de los autos, entonces salíamos en uno sólo auto hasta que tuvimos que vender uno porque no podíamos mantener los dos”.
“Era muy difícil conseguir pañales y leche, y desde el momento en que quedé embarazada tuve que empezar a comprar pañales porque sólo se podía comprar por terminal de cédula (últimos números del DNI), un día a la semana. Entonces armé un grupo de personas que iban y me compraban. Cuando nació, ya tenía alrededor de 10 paquetes RN (recién nacido) y unos 18 talle M, sin saber si le iban a quedar o no, no podíamos elegir, así comenzó la situación”, recuerda Zujhairi.
“Luego se empezó a agravar más”, aporta Alfredo. “Ibas a comprar un paquete de pañales o una leche y tenías que llevar la partida de nacimiento y te sellaban; si íbamos los dos, como éramos matrimonio, nos daban sólo uno. Hacías una fila y siempre había de los que compraban para revender en otro lado, entonces llegó un momento en el que te marcaban el brazo con una fibra”.
“Hace dos años ya no nos alcanzaba para comprar pollo y carne, o era pollo o era carne. Y era sólo para la bebé que arrancaba a comer sólido, nosotros ya no estábamos comiendo carne. Nos volvimos casi veganos”.
Eso que desde acá cuesta creer, las góndolas del supermercado casi vacías, ellos lo sufrieron: “Miles de veces hicimos filas interminables de hasta 10 cuadras en supermercados para poder comprar a bajo costo. Teníamos que pedir permiso a nuestros trabajos para faltar porque había que ir a las 4 ó 5 de la mañana, lo hicimos muchas veces para poder entrar. Ahora, si entrabas, no había garantías de que compraras porque se acababa todo. Estabas, por ejemplo, en la posición 50 de la fila y ahí te enterabas qué había -harina, huevo, y algo más, pero cuando ibas por la posición 30, ya quedaba sólo una cosa. Y muchas veces veíamos cómo la guardia nacional o la policía nacional entraban en convoyes de 20 hasta 40 personas a hacer sus compras y teníamos que esperar a qué ellos compraran para que nos toque. Si tenías un familiar que era guardia o policía veías que en su casa tenía de todo. Llegó un momento que los intercambios de regalos en Navidad eran jabones, harina o cuatro rollos de papel”.
Pero no fue sólo la escasez de alimentos, lo que los motivó a emigrar. La inseguridad y el miedo a perder la vida fue determinante: “Cada Venezolano tuvo su click para salir. Un día salí a trabajar, ya se nos habían dañado los dos autos, y fui a la parada de colectivos y se armó un saqueo, empezaron a disparar y quedé en el medio, congelado, me olvidé de ir a trabajar, regresé a la casa y le dije a mi esposa ‘nos vamos de aquí’”, relató Alfredo. “Cuando llegó, me encontró en medio de una crisis de llanto porque yo estaba viendo todo desde la ventana y pensaba que si le pegaban un tiro no iba a regresar, porque esta gente te dispara, te mata y no les importa nada, a ese nivel estábamos hace dos años, y las cosas se han agudizado. Entonces, cuando lo veo entrar, me dice eso y le digo: ‘No quiero vivir más acá, no puedo vivir más acá”, recuerda. Y ahí comenzó el proceso: “El venezolano siempre tiene esa sensación de que no te van a dejar salir.
Y cuando llegamos a Argentina creemos que no nos van a dejar a entrar. Te sientes perseguido. Y te vas con la sensación de ¿qué va a pasar ahora, en este país que desconozco? Porque nosotros no pudimos venir, visitar y decir, sí, aquí es donde yo me quiero quedar. Nosotros veníamos con dos maletas, y una cantidad de preguntas sin respuestas en la cabeza, porque además teníamos una hija ¿si se nos enferma? ¿si algo sale mal? ¿y si esto no funciona? ¿cómo me vuelvo, sin dinero, sin casa, sin trabajo?
Eligieron Santa Fe porque ya había familiares viviendo en la ciudad. “Y aquí hay oportunidades. Comencé limpiando y después conseguí trabajo como representante de ventas de alimentos para mascotas cubriendo la zona litoral y la del NEA”. Ella inició el proceso para revalidar su título, aún en trámite. “Poder salir a caminar con mi hija en bicicleta, no lo cambio por nada. Y si me preguntan ahora si regreso a Venezuela si se arregla la situación, digo no, doy lo que sea por tener a mi hija y a mi esposa en un lugar donde yo salga a trabajar y no piense que se van a meter en la casa, las van a robar afuera, llegamos a ese proceso de que además que tenías que matarte por buscar la comida, ya no podías ni vivir. Así que cuando a mi me dice un argentino: ‘¿por qué te viniste?’ les digo: ‘Para mi esto es Suiza’. Estamos aquí y lo que necesitamos es trabajar y ser honestos, y dar una mano... yo de aquí no me voy a ir”.
Es que las realidades de uno y otro lugar son muy contrastantes: “Cuando llegas hay como una desintoxicación, primero tenés que sacarte el chip de la escasez: llegué a una farmacia para comprarle una medicina a la niña y mi esposa me dice ‘¿y si no hay?’, ‘no estás en Venezuela’, le digo. O llegas a la panadería a ver si hay pan, y siempre hay. Y cuesta quitarse el miedo a la inseguridad: tomaba el colectivo y veía que todos sacaban sus teléfonos y ¡yo tenía el mío metido en el zapato!”, ríe.
“No es fácil deslastrarse, es un proceso de reeducación porque son cosas que no te han hecho bien y que no te hace bien conservarlas. Es de a poco. Yo todavía voy al supermercado y digo ‘qué bueno que hay comida!’, ríe también Zujhairi. “Ya con el tiempo que llevamos aquí hemos podido controlar eso, pero la primera compra que hicimos no cabía la comida en la casa”.
“Comí arroz con huevo durante un mes”
Juan Carlos Álvarez Hostos tiene 33 años. Es Ingeniero Metalúrgico, Magíster en ingeniería química, mención materiales, y Doctor en Ciencias de la Ingeniería. En Venezuela era profesor adjunto de la Universidad Central, donde dictaba cursos de pregrado y postgrado. Su sueldo era de 8 dólares al mes: alcanzaba para un kilo de arroz, uno de carne y 24 huevos. “Durante el último mes antes de venir, con todas esas credenciales y títulos, tuve que comer arroz con huevo sólo una vez al día, eso lo viví yo”, cuenta “sin vergüenza, porque es lo que nos pasó”. Ese fue su click. Dicen que todos los que se van, tienen su click, lo que les da el impulso en medio de la incertidumbre.
Llegó a Argentina el 29 de marzo del 2018, tras haber concursado y ganado la única beca postdoctoral latinoamericana en ingeniería que se otorgó ese año. Su válvula de escape fue el Centro de Investigación de Métodos Computacionales (Cimec), en Conicet Santa Fe, donde trabaja junto al profesor Víctor Daniel Fachinotti. “Me recibió con un asado y me procuró un lugar donde hospedarme los primeros meses”, en un edificio residencial para becarios al lado de la estación de trenes Belgrano, cuenta agradecido. Pudo viajar en avión gracias a “unos ahorros que tenía escondidos en dólares y que nunca toqué”.
“Me amenazaban y perseguían”
Ronelson Gutiérrez (26 años) se define como un activista político del partido Voluntad Popular que lidera Leopoldo López, y como tal participó de muchas marchas contra Maduro y militó su verdad en los barrios más pobres. Por ese motivo, fue perseguido, amenazado y hostigado por las fuerzas de seguridad del régimen de Maduro: “Llegaban a mi casa, le tocaban la puerta a mi mamá, le decían que me iban a secuestrar. Tenían gente de inteligencia, militares cubanos, que sabían todos mis horarios y me buscaban siempre a la salida de la universidad. En un momento dije ‘basta, me tengo que ir de aquí’. El partido nos daba un seguridad privada, pero no alcanzaba. Esos grupos me amenazaban, me decían que no querían que siga haciendo lo que hacía y que iba a desaparecer un familiar. Fui uno de los pocos a los que no le pasó nada, ni a un familiar”, agradece. Nada grave, porque se fue sin decirle nada a nadie, ni a su madre, sin maletas y por carretera para que no quede su nombre registrado en los aeropuertos. Llegó primero en Ecuador, a fines de 2017, donde estuvo durante 6 meses y pudo ahorrar para el pasaje en avión hacia Argentina. Llegó el 1° de junio del año pasado.“Cuando me fui empezaron a preguntarle a mi mamá dónde estaba, pero ella no sabía, sólo le decía que estaba bien, en otro país, y que no podía decirle dónde”.
Ronelson tenía un terciario en Administración y trabajaba en Recursos Humanos en una aerolínea donde ganaba 14 U$ D mensuales. Con esto podía hacer una compra para 15 días en el supermercado, costear el transporte y pagar los impuestos.
Eligió Santa Fe porque el padre de su mejor amigo era de aquí y había emigrado a Venezuela en la época del proceso militar de Argentina. “A mi amigo lo mataron en una de las manifestaciones contra Maduro y traje sus cenizas a Santa Fe porque él ya no tenía familiares allá”, contó Ronelson. Al llegar, se alojó en una pensión del centro de la ciudad, trabajó de mozo durante cuatro meses, hasta que consiguió un puesto como vendedor en una tienda de ropa, lo que le permite, como a todos, enviar dinero a su familia que resiste en Venezuela: “Todas las familias en Venezuela tienen al menos un familiar que se ha ido y por eso pueden comer hoy más de una vez al día”.
“Tenemos una escuela en saltar obstáculos”
Urbano Alvarado tiene 34 años y “una escuela en saltar obstáculos”, como él define al principal aporte que pueden hacer los venezolanos que emigraron. “Venimos de un país donde había obstáculos por todos lados, somos generadores de soluciones porque es lo que hacíamos allá constantemente, venimos con un entrenamiento especial”.
Llegó el 20 de septiembre de 2018, con su pareja, tras haber intentado de todo para subsistir en su país natal. Como Técnico Superior en Radiodiagnóstico y Licenciado en Administración de Empresas montó, primero, una fábrica de alimentos pero las falencias en los servicios públicos afectaron la provisión de gas y de luz y, por ende, la producción. Se capacitó en corretaje de seguros y, en paralelo a la pequeña empresa, abrió una oficina, “pero la venta cayó porque un seguro era un lujo que pocos podían pagar”. La situación se agravó aún más, hizo unos cursos de electrónica y comenzó a reparar bombillas. Además tenía un cargo de coordinador de servicio de radiología en un centro de salud público. “Ni siquiera con esos cuatro fuentes de ingreso era capaz de comprar comida para un mes. Primero porque no había, segundo porque el ingreso no representaba nada, la capacidad adquisitiva era prácticamente nula. Nos comenzó a pasar de no saber qué íbamos a comer al otro día. Salía a trabajar rogando conseguir plata para poder comprar la comida del otro día. Ganaba 8 dólares mensuales me alcanzaba para 2kg de carne”.
Fue ahí cuando comenzaron a considerar la posibilidad de emigrar. Evaluaron opciones y decidieron que lo mejor era Argentina. Con muchas dificultades, gestionaron sus pasaportes y documentos y se pusieron en contacto con amigos que vivían en Santa Fe. Una pareja aceptó recibirlos en su casa, Urbano vendió el auto, pidió ayuda a su padre y a su hermana, juntó el dinero y compró los pasajes desde Bogotá hasta Asunción. El resto del trayecto lo hicieron en autobús. “Así salimos, celebrando, con miedo de que cerraran la frontera, y con unos dólares escondidos porque la guardia nacional les había robado a varios amigos”.
Al llegar repartieron varios CV. El primer mes no salió nada firme, ella trabajó de cocinera y él de pintor de techo y paredes, pero al poco tiempo consiguieron formalizar la situación laboral: él como gerente de ventas y comunity manager independiente y ella como asesora de servicio al cliente mayorista de altas de Sube. Todavía usan las frazadas y colchones que les regaló la Fundación Cáritas apenas llegaron.
“Dejamos todo lo conquistado y a nuestras familias y vinimos a ayudarlos desde acá, a prosperar y ser felices. En Venezuela nos vimos obligados a ser creativos, a optimizar la distribución del tiempo, a ahorrar recursos al máximo y a automotivarnos a diario para poder sobrevivir. Pero ese ritmo es desgastante y fue imposible a pesar de todos los esfuerzos, las condiciones eran inhumanas. Pero como detrás de cada crisis hay una oportunidad, ahora los Venezolanos somos gente entrenada para triunfar en cualquier lugar”.