DyN
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por Marcelo Bátiz
En la noche del 28 de octubre de 2011, cinco días después de que la presidenta Cristina Fernández consiguiera su reelección, el Banco Central daba a conocer su Comunicación A 5239, por el que creaba el ‘Programa de Consulta de Operaciones Cambiarias‘, que entraría en vigencia el lunes 31.
Así comenzaba lo que en poco tiempo el ingenio popular bautizó como ‘cepo‘, la medida que tomó el Gobierno de entonces para frenar el continuo drenaje de divisas que los ingresos por exportaciones ya no podían neutralizar. Todavía los particulares podían adquirir dólares y otras monedas extranjeras en las casas de cambio, pero con una novedad como era el debut de la AFIP en cuestiones cambiarias.
El organismo recaudador no solo era el encargado de autorizar al interesado sino que también le fijaba el tope para comprar. Un tope que en los primeros meses de 2012 se redujo a cero. La opción de actuar sobre las cantidades antes que el precio se evidenció como errada en poco tiempo.
La fuga de divisas no se detuvo, la depreciación del peso tampoco y la actividad económica acusó el impacto de inmovilismo que representaba la medida, con caídas en los depósitos en dólares, dificultades para cerrar las operaciones financieras más elementales y, en especial, un derrumbe del mercado inmobiliario que en la actualidad se encuentra en niveles similares a los de ocho años atrás.
Como primera consecuencia de la prohibición de la compra de dólares en el mercado formal, la reaparición de ‘cuevas‘ y ‘arbolitos‘ más allá del microcentro porteño hizo despertar más interés en la cotización del dólar paralelo o ‘blue‘ que en el oficial, al compás de un ensanchamiento de la brecha entre ambos que llegó a casi el 100 por ciento en mayo de 2013.
Las explicaciones oficiales eran tan variadas como contradictorias, al punto de negar la existencia del cepo y al mismo tiempo anunciar su flexibilización o, más cerca de las elecciones de 2015, adelantar las consecuencias catastróficas de la eliminación de algo que, en definitiva, no era más que ‘un invento mediático‘, según palabras de la propia presidenta.
A partir del 27 de enero de 2014, la AFIP inició una flexibilización parcial de las restricciones, al permitir a los interesados adquirir dólares para tenencia personal o para viajes al exterior, aunque con ciertas condiciones: deberían ganar un sueldo equivalente a por lo menos dos salarios mínimos y no podrían comprar más del 20 por ciento de sus ingresos declarados.
Aquellos que tuvieran la fortuna de acceder a un sistema que se caía en situaciones críticas, tenían dos opciones: pagar el precio del dólar formal y dejarlo inmovilizado durante un año en una cuenta bancaria, o retirar la suma autorizada abonando un 20 por ciento adicional.
La brecha con el paralelo era tan amplia que más del 90 por ciento de los clientes preferían hacer el pago extra y muchos de ellos vendían lo obtenido en el mercado informal. El mismo ingenio popular que bautizó a las restricciones como ‘cepo‘, denominó ‘puré‘ a este mecanismo que recreaba, a su manera, la bicicleta de los ’80. Una estrategia especulativa que lleva hasta el momento operaciones por unos 9.800 millones de dólares, a un promedio de poco más de 630 dólares por caso.
El monto de cada operación da la pauta del nivel de los inversores: pequeños y medianos ahorristas que se vuelcan al ‘verde‘ para resguardarse de la permanente depreciación del peso. Y ante la persistencia de un mecanismo de restricción al acceso de la única opción de ahorro confiable, cabe preguntarse si el cepo no fue, en realidad, un corralito cambiario.