E.G.C.
La formación de los músicos académicos se ha contrapuesto tradicionalmente al talento intuitivo de los autodidactas. Lo maravilloso del arte es que, muy a menudo, músicos sin más formación que la autoinflingida han creado hermosas y grandes obras, mientras que músicos con gran formación se han vistos imposibilitados de semejante hallazgo; o han elegido el (complejísimo y arduo) trabajo de la interpretación.
Durante décadas, hemos absorbido las miradas punzantes entre folcloristas y tangueros, o la brecha con los puños llenos de recelos entre rockeros y clásicos, o la apostura pedante de los jazzeros frente a lo que sea. El cultivo de un género, su defensa acérrima y, sobre todo, la denostación de cualquier otro, parecían ser -hasta ayer nomás- las credenciales de presentación para que un músico cualquiera militara en un género determinado: una suerte de sello de pertenencia, un código cifrado. Desde hace un tiempo, bastante largo por cierto, esta tendencia parece haberse invertido. No sólo eso, sino que, como si se tratara de una actividad lúdica más que de cualquier otra cosa, y como en una suerte de dominó, ahora sucede que rockeros incorporan tangueros, que éstos convocan a artistas clásicos y a su vez éstos invitan a folcloristas, que a su vez hacen versiones libres del tal o cual estilo, registro o género. De tal forma, superados en parte los recalcitrantes preceptos o dogmas propios de cada género en sí, pareciesen haberse abierto las compuertas para una más relajada convivencia.
Para horror de los puristas, que los hay y tienen también sus sólidos argumentos, una especie de melange descontracturada parece haber definido los últimos tiempos, con resultados irregulares, que van del logro propio o en conjunto al desastre. El trabajo de Guillermo Di Pietro abre un campo por demás interesante: la lectura desde la música clásica o desde el jazz de obras de diferente extracción. La obra de artistas como Charly García, Fito Páez o Luis Alberto Spinetta fue, casi desde sus comienzos, idénticamente alabada, reconocida, elogiada, amén de sus erráticos caminos o de sus discos desparejos. Pero siempre parecieron vistos desde lejos, o desde lo alto, por el mundo de la música clásica.
La obra de Di Pietro parece funcionar como un pequeño homenaje de reivindicación a aquellas composiciones: una lectura que atraviesa la composición en sí y es asumida por el intérprete, dándole una fisonomía a veces diferente pero siguiendo el hallazgo creativo del autor. Despojadas de letra y voz, las creaciones de tres de los artistas más celebrados del panorama nacional suenan puras, bellas, como piezas mínimas sin irrupcción de artificio alguno, sumamente agradables al oído. Entonces sí, en estas pequeñas grandes versiones, sólo con la música presente -presente sólo el piano del intérprete-, uno se convence de cuánta estupidez hay en las rencillas de géneros, formaciones y demás nimiedades. Se entiende entonces que algo de razón alojaba aquella frase de la inventiva popular, que rezaba que menos importante que entender es ser capaz, sencillamente, de percibir la belleza.