Martes 14.5.2019
/Última actualización 10:08
Sobre la puerta del CAF 19, caía el suspiro de un vecino, que miraba tras las rejas, desde lo alto de su balcón. Aunque, aquí abajo, durante la tarde del lunes 6, no había sitio para este tipo de lamentos. Allí, todos los reunidos celebraban el 30° aniversario de la institución.
El CAF n°19 es el de barrio El Pozo. En él vive como uno más, pero cubierto por el característico paisaje de monoblocks y cielo. Late al reparo, en el corazón vecinal, en convivencia con los residentes y custodiado por las torres. A él se acercaron las familias que, apurados por el ocaso de un solcito otoñal, buscaron refugiarse al calor de la celebración. Hubo madres, padres, hermanos, tías; y, ante todo, abuelas atentas a la performance de sus nietos.
Si bien era solo un lunes por la tarde cualquiera, los interiores no daban abasto ante la numerosa cantidad de público presente. Aunque, más que incomodidad, se advertían numerosos gestos de cariño. Por un huequito entre la humanidad, las organizadoras indicaban, mediante señas, un “hacé lugar ahí”. Mientras, una voz en el altoparlante recordaba aquella verdad de que “donde la casa queda chica, el corazón se hace grande”.
Previo a las actividades, existió un pequeño repaso audiovisual sobre los Centros de Acción Familiar. Una política nacida con perfume de protección a los desprotegidos, y continuada al abrigo de espacios de contención física, espiritual y social. En donde niñez y adolescentes pueden seguir siendo niñez y adolescentes. Y a la que, al día de hoy, se abocan muchos jóvenes y adultos del futuro —como lo más de 100 del distrito La Costa. Lo hacen como un intento por acercarse al mundo de las artes (plásticas, visuales, musicales, culinarias), pero con resultados concretos de la convivencia junto a los otros. Así lo demostraba uno de los pibes del fondo que, parado sobre una silla reservada con estrategia, soplaba quiénes eran los de un video institucional. “Ahí está el chuky... esa es la gabi... esa la seño (la rubia)”, decía a otro de gorrita floreada que, tapado por la cabeza de un bebé a upa, no alcanzaba a pispear.
A su turno, llegaban los discursos. Por la garganta de los más sabios —que siempre saben por antigüedad— transcurrían los porqués del nacimiento y la vigencia de los CAF. A ojo de buen cubero, un par de frases bastaron para deglutir una sutil dosis de actualidad. Dos frases distintas en su forma, pero semejantes en su contenido. “En esta tarea hay que honrar el pasado, para valorar el presente y proyectar a futuro”, señalaba, por un lado, la directora retirada, Nilda Acosta. “Trabajar en el territorio es arduo, un camino en donde hay momentos duros, pero plagado de satisfacciones”, continuaba, por otro, Margarita Cascio, encargada actual.
Allá, desde lo alto, el CAF de El Pozo debía verse como un edificio cualquiera; aunque, al interior de sus detalles se encontraba su especialidad. Fueron las puertas abiertas a un par de mascotas del barrio las que alumbraron esta observación. Las de un edificio compuesto de experiencias sencillas, pero reales. Donde no prima la inmediatez sino la prosperidad. Una fábrica de cultura. Y era en esos pormenores —los de la sonrisa tras la indicación, la del trato infantil ante lo diferente y el abrazo entre esa abuela y su nieta— donde la convivencia se movía al ritmo de la de los demás.
Era durante esa tarde de lunes, al interior del CAF 19, donde lo comunitario le ganó al individualismo y la unión al aislamiento. Una sencilla reunión de vecinos, donde un salón colmado de festejos le despertó el suspiro a un vecino, que miraba tras las rejas, de su solitario balcón.