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Por Estanislao Giménez Corte
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Por Estanislao Giménez Corte estanislaogc@hotmail.com http://blogs.ellitoral.com/ocio_trabajado “A ti también te interesó el mundo. Fue hace mucho tiempo; te pido que lo recuerdes (...) no podías seguir en el campo de la norma; por eso tuviste que entrar en el campo de batalla (...). El liberalismo económico es la ampliación del campo de batalla”. Michel Houellebecq, 1994. I Estimados señores de la industria, esforzados elaboradores de ofertas y de descuentos, prohombres de la publicística y del mercadeo, torturados telemarketers. Quiero dirigirme a ustedes brevemente. Les pido que no entren en pánico, que no desesperen. Sólo quiero decir, con toda calma y con absoluta convicción, de la forma más clara y concisa que puedo, esto: no quiero nada. Repito: no quiero nada. No necesito ni deseo nada. Nada, al menos, que esté dentro de vuestro campo de posibilidades. No es mi intención presentarme ante ustedes como una especie de trasnochada rara avis; no pretendo fingir un romanticismo demodé ni afectar ninguna contracultura ni ideología antimercado. Nada más lejos de mi ánimo actual de “burgués gentilhombre”. Sencillamente, no quiero nada. Digo no. Digo no, gracias. Digo: ¡no, nada!, sin la menor histeria ni violencia alguna. Es sólo esto: una mínima, una microscópica pizca de libertad, una mano que sale a la superficie de entre el flujo de la góndola para decir no. II No quiero ser etiquetado en campañas benéficas para Burundi ni recolectar firmas para salvar a un felino de nombre impronunciable. No quiero colaborar con grupos de ayuda o autoayuda, ni leer supuestas versiones de supuestos evangelios. No quiero convertirme en nada ni a nada. No quiero dejar la carne ni el alcohol. No quiero consumir más carne ni más alcohol. No quiero participar en nada. No quiero comentar nada. No quiero leer frases atribuidas erróneamente a José Saramago o a García Márquez. No quiero escuchar el pretendido programa de pretendidos políticos que saludan anémicamente en una grabación. No quiero participar en ninguna rifa, ni donación. No quiero ir a conferencias ni asistir a seminarios. No quiero ser parte de ningún grupo, de ninguna marcha, de ninguna filiación, de ningún colectivo en reclamo de ninguna causa. Exijo, defiendo, exhorto a los otros a respetar esta pequeña individualidad cerrada sobre sí, que enfrenta como parodia quijotesca la marea atroz de la invitación coercitiva, ya con argumentos sociales, ya solidarios, ya ambientales. No quiero ser corrido por culpa alguna. No quiero sentir la satisfacción fría y distante de algún bien cuyo efecto, si se concretase, no habré de ver. No quiero una tarjeta nueva. No quiero un crédito. No quiero un nuevo teléfono ni una tablet. No quiero un plan de viaje. No quiero un folleto explicativo ni un manual de uso. No quiero ser parte de grupos de running, ni de lectores avanzados de la obra de Foucault. No quiero asistir a ningún evento. Ni firmar ninguna cosa. Ni enviar a ningún lado cosa alguna. No quiero responder encuestas ni sondeos de opinión. No quiero que ninguna red me sugiera ninguna cosa. No quiero comprar electrodomésticos en cuotas. No quiero un televisor más grande. No quiero recibir 200 mensajes por hora en whatsapp. Ni una hamburguesa más grande. No quiero, el espanto mismo, el mismo horror, un vaso de dos litros de la bebida carbonatada. No quiero esta adormecida corrección ni este compartido sentido común ni este infame sentido de pertenencia. III Hay un encanto, una decencia en resistir, desde las paredes de esta casa, el asalto al individuo que perpetra el monstruo technicolor de mueca intimidante; en soportar el embate enfermante del “dale”, del “participá”, del “sé parte”, del “comprá”, del “hacé”, de “comprometete”. Toda mi casa, lo imagino mientras suenan los timbres y las alarmas, está amurallada de tranquilas negativas hasta el propio techo, una suerte de malla metálica del rechazo. Pero sucede, a veces, un día de debilidad de ánimo (es tan grande el asalto) que decimos que sí a algo: la red que nos acoge apenas nos dejará escapar tras un proceso kafkiano. Mientras, la oferta y sus conspiradores, a esta altura todas las personas, ofrecen sus maravillas con mirada estrábica. En una de sus conferencias, el filósofo esloveno Slavoj Zizek sostiene que “el problema hoy es que no está permitido no gozar”. El gozo, claro, estaría en aceptar las ofertas y mostrarnos, luego, disfrutando de ellas a todas luces. ¿Está permitido lo otro? Las ofertas, mancha viscosa que trepa las paredes, pasan por debajo de las puertas en forma de folletos, atraviesan las ventanas en su forma acústica, irrumpen desvergonzadamente a cuatro puntos cardinales, aún dentro de la habitación. La oferta porta a un hombrecito (y no al revés) que repite sin convicción un catecismo con datos. Trato de ser amable. De responder con candor a esa persona que trata de ganar el pan. Digo: no gracias, no por ahora, en otro momento. Pero la retórica del vendedor es impasible y responde, retruca, merced a un sistema matemático, letra que quiere entrar con sangre. El sistema, no obstante, tiene una honda falla: no entiende, no concibe que alguien no quiera nada. Se escandaliza ante quien, como yo, no quiere escuchar sus “extraordinarias ventajas”. ¿Cómo puede ser que alguien no quiera más minutos gratis, una conexión más rápida, un crédito más blando, un sistema de cable con más canales, una heladera con mayor lugar para huevos, unas papas fritas extras? No. Respondo. No. Allí el vendedor, adoctrinado al modo militar, reconoce el abismo a sus pies. Insólitamente se calla, tras la metralla de preguntas en tono ascendiente hacia la ira: siguen unos segundos eternos de tiempo en espera, suspendido. No, gracias. No quiero saber: es más, quiero desconocer las ofertas sentando aquí ¡en pletórica ignorancia! No quiero hacer esos cálculos: es pereza, un aburrimiento fatal, la desesperación repulsiva ante el flujo de datos que se nos vomita en la cara como artificio de seducción y posibilidad al alcance de la mano. Un leve confort silencioso, desnudo y solitario sigue a lo dicho. No.