En el inicio de la tercera temporada de The Crown, a Isabel II, interpretada ahora por Olivia Colman, se le presenta su nueva imagen para los sellos. En una secuencia que además supone un guiño al cambio de actriz —hay un plano en el que vemos el sello antiguo con Claire Foy—, la reina contempla contrariada el fin de su juventud: “He cambiado mucho, pero aquí estoy. La edad raramente es amable con nadie. No se puede hacer nada. Solo aceptarlo”.
Tenés que leerThe Crown: Olivia Coleman conoció a la verdadera Princesa AnaLa madurez que la reina asume con solemne resignación es la misma que cualquier espectador que se siente frente a la monumental tercera temporada de The Crown disfrutará. La de la serie y la de todo el reparto, empezando por Colman, que consigue que no se eche de menos a ninguno de los jóvenes veteranos de las dos anteriores.
En un alarde de humildad, Peter Morgan, creador de la serie, ha explicado que su trabajo consiste en unir puntos. Cuanto más cerca estén esos puntos entre sí, menos posibilidades tendrá, según él, de hacer el ridículo. Como si el ridículo fuera una posibilidad para uno de los mejores guionistas actuales. Con esos puntos se refiere a los acontecimientos históricos y cotidianos de la familia real británica que están documentados. Las líneas las traza su fina imaginación.
El primer punto de esta tercera entrega de la serie es el nombramiento como primer ministro de Harold Wilson en 1964 y el último, el Jubileo de Plata de la reina en 1977. Entre medias asistimos al viaje de la princesa Margarita —ahora interpretada por una extraordinaria Helena Bonham Carter— a Estados Unidos y su encuentro con Lyndon B. Johnson, al desastre minero de Aberfan en el que fallecieron 144 personas —en su mayoría niños—, a la visita que los astronautas que pisaron por primera vez la Luna hicieron al palacio de Buckingham y a la muerte del duque de Windsor –Derek Jacobi–, con una Geraldine Chaplin cuyo parecido a Wallis Simpson hace que uno se cuestione cómo es que no la había interpretado antes. Y esto por nombrar solo los más importantes.
Sin embargo, se hace de menos Peter Morgan cuando habla de esos puntos como si le vinieran dados. El trabajo excepcional que esta temporada de The Crown ha perfeccionado es el de dotar a los acontecimientos históricos de un propósito dentro de todos y cada uno de los episodios y conjugarlos con la dramaturgia y el retrato de los personajes de manera que todas las dimensiones —la histórica, la íntima y la dramática— no solo encajen, sino que se crezcan unas con otras. La visita de Armstrong y compañía no pasaría de anécdota de no ser porque sirve para contar las tribulaciones existenciales del duque de Edimburgo —Tobias Menzes—, por poner un ejemplo. O el horror de Aberfan no adquiriría toda su carga dramática en relación con la serie de no ser porque nos habla de la dificultad de lidiar con las emociones y con la manera de mostrarlas cuando estas son además razón de Estado.
También ocurre al contrario: las relaciones personales se convierten en historia. Ahí tenemos al príncipe Carlos —Josh O’Connor— y el inicio de su idilio con Camilla, donde la princesa Ana —Erin Doherty— tuvo mucho que ver.
En La España de Galdós, María Zambrano señalaba que lo que percibimos que sucede a través de la obra del escritor “es otra cosa, es como un estar en la vida, la de todos y cada uno de los personajes que la pueblan, apresada en la historia. Como si el argumento entre todos fuese este conflicto entre vida personal e historia”. De los plebeyos que pululan por los Episodios nacionales, a través de cuyos ojos vemos la historia de España del XIX, a la familia real británica de la segunda mitad del XX en The Crown no dista tanto. Solo hay que unir la línea de puntos