La Argentina se ha vuelto un caos: ya no hay carne, la gente pasa hambre. En esa situación límite, las autoridades militares empiezan a enrolar a los varones mayores de edad. Los aíslan en las orillas del Paraná y los obligan a pescar surubíes para alimentar a la población. Un pez gigantesco, casi una leyenda del río, emerge como un trofeo codiciado entre los reclutas. Esa es la sugestiva sinopsis de “El gran surubí”, novela en soneto de Pedro Mairal que se acaba de reeditar a través de Emecé.
El texto, que el autor de “Una noche con Sabrina Love”, “El año del desierto”, “La uruguaya” y “Salvatierra” había publicado originalmente en 2012 por entregas en la revista Orsai, cobra nuevos significados en el contexto de un mundo asediado por el Covid19. “Lo que llamamos civilización, es algo que damos por sentado, pero que puede fallar. Eso era lo que quería mostrar en la novela. Que el caos total está siempre muy cerca. La barbarie es apenas un paso al costado. Vivimos en un delicado equilibrio. La pandemia, por ejemplo, demuestra que todo se puede ir al carajo muy fácil”, aseguró el autor en una entrevista con este medio.
-¿Por qué decidiste, en el momento en que se publicó en Orsai, este formato tan complejo de novela en soneto?
-La verdad es que no me salió de otra manera. Intenté hacerlo en narrativa y no me salió. La narrativa exige explicar muchas cosas, completar muchas zonas. A veces sociales, a veces psicológicas o emocionales. Mucha historia de fondo que a veces no aparece de por sí, pero la narrativa exige cierta presencia a eso. En cambio, la poesía no. Lo que entra en el verso, entra y lo que no, no entra. Eso la vuelve muy esencial. Entonces decidí intentar un aire parecido al Martín Fierro. Lo intenté en versos de ocho y no salió. Sentía que no me entraba nada en ese formato. Más adelante, me dí cuenta de que el verso de ocho no es un verso de ocho, es un verso de dieciséis. “Aquí me pongo a cantar, al compás de la vigüela”, son dos versos de ocho que suman dieciséis. En realidad, tenés que tratar de meter tu fraseo en versos de dieciséis. Hernández lo hace genialmente. Pero manejo el verso de once, había escrito mis “Pornosonetos” con ese formato, entonces decidí intentarlo. Y fluyó como agua de manantial. Fue increíble, muy claro para mí. Inclusive le dio un tono épico a la historia. El formato se prestaba mejor para el tono onírico, pesadillesco. Además, el soneto tiene algo parecido a escribir con un amigo. Pensás una idea y la forma te contesta. Eso te destraba mucho.
-¿Y pudiste, dentro de ese formato, mantener la idea original, que había aparecido antes de ponerte a escribir?
-Es una buena pregunta. Cuando te ponés a escribir algo y realmente sentís que eso está vivo, va produciendo sus propias reglas. Y lo que tenías planeado, va quedando detrás. Tenía una intuición: un grupo de amigos escritores juegan al fútbol los jueves, un día los levantan y se los llevan al río a pescar surubíes gigantes. Tenía una intuición con eso, pero la historia se puso mucho más oscura, más pesadillesca. Había planeado escenas con amigos escritores que conversan bajo los sauces, a lo “Juanele” Ortiz o Juan José Saer. Todo eso no entró. No hubo espacio. Hernández introduce payadas, por eso en el “Martín Fierro” hay grandes digresiones. Pero en mi historia no había espacio para tantas digresiones. No sé bien los motivos, pero era algo más apretado. Una vez que establecí la estructura y pensé cómo iba a ser la historia, supe que no podía ponerme a payar mucho, a que hubiera diálogos, opiniones. De hecho, no hay personajes. Aparecen figuras, pero el único personaje es el que relata.
-Sin embargo, la ubicación geográfica de la historia en el Paraná hace que el río sea como un personaje.
-Tal cual. Una vez que el protagonista entra en el agua, a relacionarse con el paisaje, éste comienza a ser un personaje. El surubí mismo es un personaje. No lo había pensado nunca en estos términos así que me gusta que hablemos de eso. Aparece la velocidad del río, la orilla, la turbiedad, la tormenta. Hay una relación con el agua y con el monte. La naturaleza, de alguna manera, se vuelve personaje.
-Elegiste el Paraná, elegiste al surubí. Esa decisión estética marca una dirección determinada.
-Es eso que Saer llamaba la zona. Me interesa mucho la zona de Entre Ríos. Es una parte de mí, viví mucho tiempo yendo a esa provincia y quedándome veranos enteros. A la zona de Gualeguay. Fue para mí muy formativo. A partir de los 9 años, habiendo sido un chico de departamento, tímido, medio llorón, de jugar en los rincones con autitos, de pronto salí a montar a caballo. Y sentí la potencia de todo eso. La vitalidad, la posibilidad de conocer a la gente, a los trabajadores del campo, a los pescadores. Para mí fue completamente un nacimiento. Y ocurrió en un lugar como el litoral, que tiene un encanto muy grande.
Construcción y destrucción
-¿Cómo fusionaste eso con esa idea distópica de una Argentina sumida en el caos?
-Percibo algo bastante distópico en la Argentina y lo escribo. En realidad, lo exagero. Me entrego a la pesadilla de la Historia Argentina. Desgraciadamente, muchas veces eso termina coincidiendo con muchas cosas. Y la gente me dice “esto es premonitorio”. Con “El año del desierto” pasó mucho. Es que la Argentina nace y muere todo el tiempo. Está todo el tiempo en ciclos de construcción y destrucción. Invento, exagero, pero también hay algo que flota, que está presente.