Esta es una historia imposible. Cuando un sin nombre, cabizbajo y subterráneo, arropado de pasiones, excesos y sueños que nunca llegan, toca el cielo con las manos. Un milagro. Sustentado en la magia del número 10, el 10 de mayo de 1987, en un San Paolo desbordado por 90.000 fanáticos, logró el primer “scudetto” en 61 años. Napoli, en las alturas. Diego Maradona lo hizo. El ídolo nacido en el barro.
Casi desnudo, con un micrófono en la mano, desbordado por el éxtasis, se disfrazó de periodista en un vestuario regado en champagne, en carne viva. Afuera, en los huecos del estadio, un mar de lágrimas recorren las calles con las banderas del pobre, el olvidado, el que derriba a los gigantes; a Inter, a Juventus. “Cuando fui campeón del mundo juvenil, en Japón, estaba lejos de mi patria y mi familia. En 1986, en México, pasó lo mismo. En cambio aquí, en Nápoles, me siento como en mi casa. Me siento un hijo de esta ciudad”, contó Maradona, artista y demonio, pasional, quien llegó a decir: “La pelota es lo más lindo de la vida. Para mí, fue la salvación”.
Maradona convirtió a Napoli en un nombre mundial. Se acabaron las banderas desplegadas en las tribunas de la ofensa, cuando jugaba en el norte, lejos de casa: “Bienvenido a Italia”, rezaban. Napoli convirtió a Maradona en una estatua invencible, más allá de la clase del 86. También, explotó sus peores fantasmas. Jugó partidos con tres días sin dormir. Excesos, vicios, mafia, fiestas, mujeres. “Destrozábamos la plata, le perdimos el respeto al dinero. Nos divertíamos”., contó, años más tarde, Guillermo Cóppola, que en octubre de 1985 se convirtió en su nuevo representante, en reemplazo de Jorge Czysterpiller.
En casi 7 años (además, logró el Calcio de 1989-90, la Copa Italia en 1987, la Supercopa de Italia 1990 y la Copa UEFA 1989), Maradona, allá abajo, allá arriba, fue más Maradona que nunca.
La tarde de la consagración, por la penúltima fecha de la temporada 1986/87, con un gol de Andrea Carnevale, el artillero, Napoli igualó 1 a 1 frente a Fiorentina, que tuvo como titular a Ramón Díaz; Roberto Baggio, otro crack, marcó para el equipo violeta, que ese día se salvó del descenso. Inter perdió por 1 a 0 con Atalanta y quedó a cuatro puntos de la cúspide. Fundado en 1926, Napoli sólo había sido subcampeón en dos ocasiones, en 1968 y 1975. El mundo en sus manos, con el 10, el único extranjero, con el pelo enrulado, el capitán que en casi 7 temporadas jugó 259 partidos y marcó 115 goles. No habrá otro igual.
La efervescencia en la ciudad era tan grande, que hasta en las iglesias se hablaba el idioma de Diego. “Elevamos nuestras oraciones para que el Señor ayude a Maradona y a su familia y a todos los demás integrantes de Napoli en esta esperada cita con el scudetto”. Así se dirigió en su homilía de ese domingo el Padre Alberto, durante la misa oficiada en la iglesia de Santa María Della Catena. El sacerdote, tiempo después, envuelto en los festejos, declaró: “Durante muchos años Nápoles ha sido víctima de una cierta arrogancia por parte del norte de Italia. Y este sentimiento de revancha y de orgullo regional lo comprendo”. Mientras, Diego lloraba abrazado a Hugo, su hermano, sobre el círculo central.
El 1ro. de julio de 1984, el diario El País, de España, escribió estas líneas, frente a la sorpresa futbolera mundial: Maradona dejaba un Fórmula 1 para tomar el volante de una bicicleta playera. “El Barcelona, finalmente, traspasó al jugador argentino Diego Armando Maradona al Nápoles de Italia, por la cantidad inicialmente pactada de 7,5 millones de dólares (1.185 millones de pesetas)”. Después del fugaz y exitoso paso por Boca y antes del genio del Estadio Azteca, Maradona fue una luz intermitente en catalán. Nápoles lo esperaba como Nápoles: con la ropa colgada de los balcones y la inocencia en los ojos de los que siempre miran desde abajo.
La presentación en sociedad había sido el 5 de julio de 1984, frente a 86.000 personas en el San Paolo. Había 240 periodistas y fotógrafos. El ingreso del túnel fue mitológico. “¡Napolitanos, voy a ganar el campeonato para ustedes!”, exclamó, más emocionado que cerebral. Napoli se había salvado del descenso en la temporada anterior por un punto, por lo que los aficionados mostraron euforia por la llegada de Diego. Su debut en la Serie A fue el 16 de septiembre, contra Verona, en una derrota por 3 a 1. Diego ya era indomable, no sólo por el pique corto, las gambetas y la zurda sobre el campo de juego. Dirigido por Ottavio Bianchi, tuvo como compañeros a Ciro Ferrara, Salvatore Bagni y Fernando De Napoli: figuras de segundo y tercer orden.
Los diarios italianos, en su mayoría en formato sábana, le dieron un despliegue extraordinario: ocho páginas a la epopeya del humilde que derriba al gigante, al Inter. “Para los napolitanos, yo era el capitán del barco. Podían tocar a cualquiera, pero a mí no. Es que cuando empezamos a armar el equipo, llegaron los resultados: venía el Inter, lo goleábamos, venía el Milan, le ganábamos, así a todos. Los pobres del Sur nos llevamos un pedazo de la torta que antes se comían los ricos del Norte. ¡Y el pedazo más grande! Y la gente aprendió que no había que tener miedo, que no ganaba el que tenía más plata sino que el más luchaba, el que más buscaba”, relató en “Yo soy el Diego”, el libro que cuenta su vida y su obra.
Ya era un mito, endiosado hasta la borrachera. Ya no podía salir a la calle: las gambetas en Fiorito fueron el prólogo de los autos de carrera, los vuelos privados. Maradona ya era un déspota. También, un elegido. En las calles, en el estadio y en el vestuario, todos cantaban la misma canción. Decía así: “Mamá, ¿no sabe por qué me late el corazón? Mamá, ¿no sabe por qué me late el corazón? Y sabe porque enamorado estoy: Ho visto Maradona”. La cantaba Diego también, que después vivió múltiples vidas dentro de una sola vida. “Estoy pensando que este título no lo ganó ni el equipo ni la ‘sociedad’. Lo ganó la ciudad entera: es el triunfo del pueblo”. Irrepetible.