Estanislao Giménez Corte
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Ganador del premio internacional de cuento Juan Rulfo 2009, el santafesino Mariano Pereyra Esteban (32) se impuso entre 4.723 aspirantes de todo el mundo -con “El metro llano”- y viajó a París, en diciembre, para la ceremonia de premiación. En diálogo con El Litoral, el joven narrador se refiere a su trabajo, que sólo puede desarrollar “físicamente” de noche, cuando la labor diaria ha concluido y sus hijos duermen. Considera el galardón como un “elixir para la voluntad” pero reafirma que escribe “por necesidad”.
El concurso internacional es organizado por Radio Francia Internacional (RFI) y otras importantes instituciones, y tiene una dotación económica de 5.000 euros. Pereyra es Lic. en Ciencias de la Comunicación, docente e investigador de la Universidad Católica de Santa Fe. Hizo diversos cursos de posgrado en Flacso, la UCSF y la UBA. Y trabaja en el Ministerio de Educación de la Nación, en Buenos Aires. Entre sus obras inéditas se encuentran: las novelas de la trilogía Hotel Calipso -“El Retador”, “Perros Naranja” y “Catorce Nueve” y la antología de cuentos “Pastiche”.
Aquellas narraciones
—¿Cuál es el primer recuerdo que tenés de tu acercamiento a la literatura?
—“El que acecha en el umbral”, de Lovecraft, narrado en forma oral por mi abuelo (Mario Esteban), cuando era un chico. Todo recuerdo iniciático en relación a la literatura se vincula con él. Era un tipo de una memoria prodigiosa. Y el primer recuerdo de abordaje literario es “Robinson Crusoe”, de Defoe. Lo empecé a leer como un desafío, porque me lo había regalado...
—Lo cual implicó una especie de contrato moral...
—Aparte fue un desafío. A mi edad, nunca creí que un tipo podía contarme la historia de un hombre solo, y entretenerme. Eso, de alguna manera, me inició en el afán de escribir.
—Haciendo una suerte de salto temporal ¿cuál es el primer recuerdo “adulto”: la primera lectura adulta y la primera vez que te planteaste escribir algo?
—La primera lectura adulta es sin duda Edgar Allan Poe. Con él perdí la inocencia literaria. Me di cuenta de que todo lo escrito está elucubrado con trampas, aporías, juegos (...) aprendí a leer sin pasividad.
—Más allá del recuerdo de tu abuelo, en tu casa había libros y tus viejos leían...
—Mis viejos leían y tenían gustos cambiantes. Pero, además, los libros estaban ahí. Esa presencia era mucho más significante que el hecho de motivar la lectura.
Esa necesidad
—¿Llegás a desarrollar, en la adolescencia, una práctica lectora sistemática?
—No, lo mío es completamente asistemático. Guiado por recomendaciones, pero también por resentimientos, presunciones y prejuicios. Hoy te puedo decir que, por una cuestión casi de conocer el famoso y mal llamado Canon Literario, uno se sistematiza para conocer más, pero en realidad siempre leí lo que tenía ganas...
—Esos prejuicios u omisiones que todo lector tiene ¿te hicieron pensar en algún momento “cómo no voy a leer a...”?
—Sí, claro. Hay autores a quienes si no leía, pensaba que me perdía la mitad de mi vida. Y al mismo tiempo, esos prejuicios eran completamente equivocados (...) pero el prejuicio es la única vía de lectura, no hay otra forma de elegir.
—¿Y la primera vez que intentaste escribir?
—Fue jugando a tener un diario. De chico armé un pequeño periódico, pero cuyas noticias se basaban en poesías, poesías infantiles, lógicamente. Con el paso del tiempo me di cuenta de que la poesía era complejísima e inalcanzable para mí, y empecé a contar historias (...).
—¿Qué formas van tomando esos primeros intentos, te volcás más a lo narrativo, escribís más regularmente?
—El principio fue prueba y error, de todo. Lo de escribir regularmente quizás lo hacía desde siempre, pero de manera inconsciente. Siempre tuve la necesidad de escribir, de contar cosas. Lo mío siempre fue “narrativo”, con mucho trabajo en la descripción, a partir del aprendizaje de mirar, aprender a volcar lo visto, pero eso fue inconsciente y asistemático.
—Digamos que esa tendencia o pulsión viene desde hace mucho; ahora, el hecho de haber obtenido este premio ¿es para vos una suerte de confirmación de algo que vos sentías, viene a legitimar algo, a confirmar, de alguna manera, tu trabajo de escritor?
—No lo siento específicamente así. En realidad, este premio es sin duda un orgullo -que un cuento mío pueda generar algo distinto-, en eso sí es una confirmación, y es un elixir mágico para la voluntad, que es lo que necesita todo escritor, fortalecer su voluntad (...), pero respecto a lo otro, un escritor no necesita confirmaciones porque el escritor (o en mi caso, que escribo por necesidad) nunca está preparado para recibir un premio, ningún tipo de premio, uno nunca se prepara para tener éxito editorial con nadie, ni ser aceptado por nadie. Si no, el escritor no escribe. El ego del escritor está adentro de una caja fuerte; si no, no hay forma de escribir. Una vez hice el ejercicio de imprimir todos los correos de rechazos que tuve a lo largo de mis intentonas de concursos, editoriales, agencias literarias, y llené el escritorio. Entonces, si ésa es la medida de confirmación, yo tendría que haber renunciado hace mucho tiempo, y el escritor escribe por necesidad, no por otra cosa.
Un camorrero “narrativo”
—De modo que esto también es una consecuencia de ese tesón o de esa emergencia de la voluntad.
—Claro, tampoco podemos ser ingenuos. Uno manda a concursos o editoriales porque tiene varios proyectos paralelos a la literatura, que tienen o no que ver con la literatura. Económicos, por ejemplo: vivir de la literatura, una utopía nacional. Quizás también tiene el proyecto de ser leído por mucha más gente. Yo no tengo miedo de exponer lo que escribo, al contrario, soy un camorrero literario. Acepto la crítica, incluso la feroz, o la busco.
—¿Qué pasa cuando uno manda y manda y no pasa nada?
—No pasa nada (risas). El tipo que escribe se va a terminar acostando igual a las tres de la mañana (...) Lo que se posponen son cuestiones ajenas a la literatura, pero que beneficiarían a la vocación. No tienen que ver con la literatura, ni con la creación ni con la lectura. Tienen que ver con otras capacidades...
—Puede decirse que tu literatura se inscribe en una línea “narrativa”, que pone el énfasis en el argumento, en el hecho de contar una historia, y no tanto en el hecho de detenerse en las cuestiones estilísticas o formales?
—Yo estoy en eterno proceso de aprendizaje. Me siento más cercano a los tipos que cuentan historias, y que el fuerte de la historia es la acción, lo que ocurre, el acontecimiento, el argumento. Son historias más egoístas, más mandonas, porque no permiten participar tanto al lector. No estoy en la línea de tipos que admiro, como Raymond Carver, Salinger, que son tipos que transmiten ambiente. Y cuya literatura está en la atmósfera, y en lo que está latente. Siempre parece que algo terrible está por pasar y no pasa, pero te lo transmite. No tengo esa capacidad, sí tengo la de contar historias, desde perspectivas retorcidas, con estrategias extrañas. Sí, estoy más en lo narrativo.
—En esa línea ¿a quién encontraríamos, además de Poe?
—Hay muchísimos, pero te nombro algunos al azar: Guy de Maupassant, Ambrose Bierce, Poe, Lovecraft, Cortázar, Borges. Todos maestros geniales, a quienes uno apunta, para aprender de ellos. Chéjov, Dostoievski. Lo que pasa es que la pregunta que me hacés es apelar a la injusticia de la memoria...
—¿Cómo es tu rutina de vida en relación a la literatura?
—La literatura, físicamente, sólo existe de noche, pero la real está permanentemente. Todo el tiempo estoy resolviendo historias que voy a contar (...) la rutina es: cuando los chicos se duermen, después de un día de trabajo, cuando cerré algunas ventanas de... la cotidianidad, tengo que tomar algún tipo de infusión, para vencer al cansancio; una vez derrotado, puedo ponerme a plasmar cosas que tengo que resolver, porque si no pasan y se escapan. Tengo una libreta donde tomo apuntes y anoto ideas. Pero el mundo se calla de noche, es el momento más cómodo.