Con estados de emergencia (sitio) y patrullaje militar arrancó en Perú un proceso de lucha contra la inseguridad, que, pese a ser un clamor popular, genera dudas por posibles riesgos para los derechos humanos. "Se siente más tranquilidad, aunque no suficiente; toca colaborar porque los policías o los militares te pueden pedir documentos en cualquier momento", dijo Stephany Dionisio, comunicadora de 32 años que ha pensado irse del distrito limeño San Juan de Lurigancho por la delincuencia.
Desde el jueves pasado, en los dos mayores distritos entre los 43 de Lima, San Juan de Lurigancho y San Martín de Porres, se observa a militares en posiciones de vigilancia antes reservadas a la Policía.
Esos dos distritos y la provincia de Sullana, en el departamento norteño Piura, fueron declarados en emergencia por la inseguridad, medida anunciada el lunes por la presidenta Dina Boluarte desde Nueva York.
La emergencia, que incluye medidas que aún no se conocen en la totalidad, significa que durante al menos dos meses habrá restricciones en las libertades en esos tres lugares y que los militares dejarán los cuarteles para patrullar.
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La decisión fue bien recibida por buena parte de la población. Incluso, la mayoría de alcaldes distritales del norte de Lima piden que la medida se extienda, entre otras cosas porque temen que delincuentes de San Juan de Lurigancho y San Martín de Porres emigren hacia sus zonas.
"Que se declare cada distrito de Lima norte en estado de emergencia para poder incorporar en la estrategia de la seguridad ciudadana a las Fuerzas Armadas y poder restringir algunos derechos", dijo el alcalde de Los Olivos, Felipe Castillo.
Pero esa aceptación estuvo acompañada por alertas ante un eventual menoscabo de los derechos humanos y por críticas al gobierno por supuestamente echar mano a una medida efectista ante la falta de estrategias.
"Hay una razón (de alerta) que atañe a la vigencia misma de la democracia y el estado de derecho: se trata del riesgo que la figura del estado de emergencia supone para los derechos humanos, la vida, la integridad física, las libertades de la población", reaccionó el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Católica.
"Este es un riesgo permanente frente al cual toda precaución y toda vigilancia son necesarias; pero hay que decir además que, en el Perú de hoy, cuando el Estado parece haber perdido la autocontención en el uso de la fuerza, como lo mostraron trágicamente las (77) muertes causadas durante las protestas de inicios de este año, la alarma es todavía más justificada", agregó el Instituto en un comunicado.
En cuanto a la carencia de estrategia, el exministro del Interior y general retirado de la Policía Remigio Hernani comentó: "No existe ningún plan contra la inseguridad. ¿Qué saben la señora Boluarte o sus asesores de seguridad? No conocen y cuando se les da un punto de vista no les interesa".
"El Plan Boluarte fue una criollada (viveza) del premier ante la pregunta de un periodista", agregó otro exministro y general retirado, Cluber Aliaga, en referencia a conceptos generales que el primer ministro, Alberto Otárola, presentó como una estrategia global.
La criminalidad aumentó notablemente en Perú en los últimos años. En solo un delito, la extorsión, la cantidad de casos creció 50% este año en relación con 2022. Los robos en distintos niveles no dan tregua y los casos de sicariato, antes aislados, se registran ahora en promedio al menos uno cada dos días.
El vaso se desbordó la semana pasada en San Juan de Lurigancho, cuando 10 personas resultaron heridas en un ataque con granadas a una discoteca en la que se iba a presentar una orquesta que se negaba a pagar extorsiones.
San Juan de Lurigancho, el mayor distrito de Perú con más de 1,2 millones de habitantes, es uno de los más afectados. Igual sucede con San Martín de Porres, con unos 800.000 pobladores, y con Sullana, calurosa provincia con cerca de 300.000, cerca de la frontera con Ecuador.
Expertos coinciden en que el incremento de la delincuencia tiene mucho que ver la inmigración, concretamente la venezolana, que incluye al Tren de Aragua, poderosa banda cuya actividad se extiende por varios países.
Además operan en Perú, según la Policía, las bandas venezolanas Copa 905, Malditos del Cono, Dinastía Alayón, Gallegos e Hijos de Dios, la colombiana Bravos del Gota a Gota y la ecuatoriana Tiguerones, que muchas veces se trenzan en guerras entre sí o con las agrupaciones locales, en las que el Tren, por su tamaño, suele llevar ventaja.
Según el exministro del Interior Fernando Rospigliosi, unos 100.000 extranjeros están en actividades delictivas en Perú. En el país hay 1,3 millones de venezolanos, lo que para analistas demuestra que la mayoría están limpios y deben ser protegidos de eventuales políticas discriminatorias.
"Tienen que entender que los buenos somos más; la gente siempre nos mira mal, pero no todos somos malandros, es insoportable", dijo a Télam la venezolana Yuleska, vendedora ambulante de golosinas en el centro de Lima.
El gobierno le pidió al Congreso facultades extraordinarias para legislar por tres meses en la materia y las obtuvo el viernes. Pero eso también genera temores por la posibilidad de que en la especificación de esas medidas se aproveche la coyuntura para introducir medidas de represión.
Eso saltó a la vista cuando un dictamen del Congreso aprobó aumentar castigos en el Código Penal para protestas que deriven en violencia, e incluso para los periodistas que informen sobre ellas, sin que se pongan matices entre movilización política y delincuencia.
También al amparo del tema avanza en el parlamento un proyecto de la ultraderechista Patricia Chirinos que impulsa la autorización del uso de la fuerza letal por parte de los ciudadanos, lo que para expertos aumenta riesgos para los derechos humanos.
Aquellos a los que no convence la emergencia se preguntan qué pasará cuando termine. Para ellos, el gobierno da pasos ciegos ante la que se ha convertido en la mayor preocupación ciudadana y solo estaría pensando en medidas temporales con intención de generar alguna adhesión popular.
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