La escritora Flavia Catella Zancada, desde la ciudad de Málaga, comparte las páginas más entrañables de su primer libro “Entre dos lunas” con Santa Fe, su ciudad natal, recordando los devenires de un reencuentro con sabor a querencias, abrazos e infortunios.
EL 30 DE ABRIL EL AGUA HABÍA LLEGADO AL CASCO DE LA CIUDAD. Foto: Néstor Gallegos.
TEXTO. FLAVIA CATELLA ZANCADA
“(...) Nos acostamos tarde y nos levantamos muy temprano. Dormimos en la casa grande de calle Patricio Cullen y amanecimos con las facturas con dulce de leche sobre la mesa y con Schumacher corriendo el Gran Premio de Hungría. Marta y Alejandra nos esperaban con los canelones de espinaca en el horno. Marta seguía viviendo en su pequeño piso (...), con sus particulares vecinos, en donde nuestro hijo vivió su primer año de vida y Alejandra tenía una hermosa casa en la ciudad de Santo Tomé, junto a la ciudad de Santa Fe, con un gran patio lleno de perros y un asador enorme que se encargaba de reunir a los amigos junto a él. Pero ese mediodía no hubo asado porque habíamos vuelto a reunirnos, tantos años después, para seguir con la tradición gastronómica de degustar los exquisitos canelones caseros de nuestra amiga Marta. Fue una tarde tranquila de fotos y recuerdos, de confesiones y relatos sobre los avances y los retrocesos de nuestras vidas. Ellas seguían trabajando (...) y tenían mucho que contarme al respecto pero sobre todo nos relataron hasta romper en llantos los devenires trágicos de la última inundación que habían padecido en la ciudad hacía solo unos meses atrás. La ciudad de Santa Fe se encuentra ubicada entre dos ríos, el Paraná y el Salado, pero aunque naturalmente su emplazamiento geográfico se sitúa en un área susceptible de ser afectada por inundaciones en aquella ocasión hubo muchas omisiones políticas, además de los fenómenos naturales, que permitieron el desencadenamiento de la catástrofe. El día 28 de abril de ese año 2003, por la noche, se desbordó violentamente el río Salado. Lluvias muy intensas causaron una creciente extraordinaria del río y sumado a la imprevisión oficial, a las obras inconclusas, ya que hacía más de diez años que no se medían las alturas y los caudales de los ríos por falta de presupuesto, a la desidia, porque el gobernador provincial y el intendente municipal habían dicho que no habían recibido ninguna alerta de la catástrofe mientras que la Universidad Nacional del Litoral y otros institutos dedicados al estudio del agua y a la tecnología agropecuaria aseguran haberlo hecho y a la inoperancia de los organismos competentes, un tercio de la superficie de la ciudad quedó bajo el agua y en pocos minutos las calles de Santa Fe se convirtieron en una maratón demoledora, con dramáticos resultados. Más de cien mil personas debieron huir precipitadamente de sus hogares y muchas no pudieron hacerlo, encontrando la muerte en la creciente que arrastraba sus casas, sus animales y su vida, en el destino de un pueblo amenazado por el agua de los ríos que la rodean y por la inoperancia de sus gobernantes, siempre atentos a otro tipo de litigios que no conciernen al bienestar de la población y a su dignidad de vida. Esa tarde Carlos, el marido de Alejandra, se dejaba vencer por los recuerdos de esos días en la sobremesa de su casa de la ciudad de Santo Tomé contándonos los pormenores de la inundación que había sucedido sólo unos meses antes de nuestra visita. - Los vecinos le avisaban a aquella anciana que venía el agua-, decía con emoción mientras se aferraba al mantel para contener las lágrimas. -Le pedían que corriera, que saliera de su casa, que el agua estaba llegando. Pero ella no lo vio y el agua se la llevó ante los ojos de sus vecinos-, contó Carlos con un hilo frágil de voz, abatido por el dolor. - El error de aquella anciana había sido, simplemente, estar de espaldas a la masa de agua que se acercaba como una garganta hambrienta, devorando todo a su paso-, nos comentaba Carlos entre llantos mientras Alejandra abrazaba a su marido desde la parte posterior de la silla, pretendiendo que nada de lo que habían vivido fuese cierto. Que ella no quedó inmovilizada varios días en la otra esquina del puente que la cruzaba a la ciudad de Santa Fe, que no habían visto a tanta gente deambular por las calles, perdida, sin destino aparente, con el rostro invadido por la preocupación y los ojos ciegos de impotencia, que no habían visto los telediarios mostrando las calles de la ciudad transformadas en ríos, a los vecinos cargando con sus hijos y sus animales hacia ninguna parte y a los habitantes de las casas morir dentro de ellas, en el abandono de sus fuerzas; que no sabían nada de las escuelas que permanecieron cerradas a los estudiantes para transformarse en albergues temporales de espíritus desesperados y abandonados a su suerte. Alejandra consolaba a su marido mientras Marta lloraba en la otra esquina de la mesa abrazada a los álbumes de nuestras fotos en las montañas prósperas de Málaga, convenciéndonos de que no sólo habíamos hecho bien en volver unos días sino que habíamos hecho mejor en irnos, antes de que la profecía devastadora se cumpliera y de que los políticos (...) no pudieran impedir que se cerraran las cuentas de los bancos con todo el dinero de los trabajadores dentro y antes de que los gobernantes de la ciudad de Santa Fe permitieran que se ahoguen los últimos latidos de un pueblo desesperado, un pueblo humedecido más por las lágrimas que por el galope arrogante del río Salado que había golpeado su furia sobre las espaldas de tantas pequeñas ilusiones que ese abril del año dos mil tres morían solas en el barro abandonado del silencio (...)“. (*) Fragmento de “A orillas de otra luna”, en “Entre dos lunas” (Editorial Vértice, Málaga, 2011).