La foto reproduce una escena de hace muchos, muchos años. Entonces vivía en una planta alta de Cándido Pujato. La escena muestra el living comedor y la inevitable biblioteca. En un primer plano están Darío Macor, Pinky Rodríguez y, dando la espalda, curioseando algún libro, Francisco Robles. Yo estoy con las manos en los bolsillos escuchando a Darío que vaya uno a saber qué cosas me está diciendo. Es probable que la reunión se haya celebrado un domingo, fiel a mi teoría de que la única manera de romper el maleficio del domingo a la noche es transformarlo en sábado, es decir, invitar a los amigos a compartir un asado para aliviar los rigores depresivos de los domingos. Mucho más no tengo para decir de esa foto. En realidad es un pretexto. Un pretexto para hablar de algunas peripecias que compartimos con Darío diez años antes de la foto, es decir, alrededor de 1981 o, para ser más preciso, en los primeros días de abril de 1981, cuando el general Videla terminaba de renunciar y asumía el general Viola.
Pero no nos vayamos del tema. Estaba hablando de algunas peripecias que compartimos con Darío aquellos años. El contexto es el de la dictadura militar en su quinto año en el poder. Con un puñado de amigos estamos organizando en Santa Fe la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos (APDH). Las primeras reuniones las hicimos en un templo de la Iglesia Metodista situado en avenida Urquiza. Recuerdo a Marcelo O'Connor, Myriam Ramón, Mario Pilo, Juan Carlos Adrover, Alberto Tur. No éramos muchos, pero estábamos decididos a hacer algo con el tema de los secuestrados y desaparecidos. En esos días redactamos una suerte de declaración de principios que hicimos firmar por los dirigentes políticos de la ciudad. Los radicales nos acompañaron. Recuerdo las firmas de Aldo Tessio, Changui Cáceres, Mario Pilo, Adolfo Stubrin, Lisandro Villar, entre otros. En el peronismo tengo presente la firma de Ovidio López, entonces presidente del partido. Ricardo Molinas nos acompañó de entrada. Los dirigentes sindicales de Luz y Fuerza nos brindaron sus instalaciones para las primeras reuniones. Importante fue el apoyo de monseñor Zazpe. No estábamos solos, pero tampoco tranquilos. La policía nos vigilaba. Hoy nos queda claro que para 1981 ya no secuestraban y asesinaban, pero entonces no estábamos tan seguros. Para 1981 la dictadura estaba en su esplendor. Como se murmuraba en voz baja: había militares para rato.
Para fines de marzo de 1981 hay una reunión nacional de la APDH. Con Darío viajamos para representar a la flamante delegación de Santa Fe. Fuimos en colectivo y paramos en un hotelito barato de Plaza Once. Llegamos un martes a la nochecita. Nos encontramos con Simón Lázara y Néstor Vicente y cenamos en un restaurante de calle Corrientes. El miércoles a la mañana recorrimos las librerías de "usados" de calle Corrientes. La reunión de la APDH estaba prevista para las dos de la tarde. Almorzamos en Pipo y después nos fuimos a tomar un café en el bar La Academia, casi en la esquina de Callao y Corrientes. Había que hacer tiempo. La reunión concluiría alrededor de las cinco de la tarde. Teníamos previsto asistir a una conferencia que dictaba Jorge Luis Borges en una sala de teatro. Todo bien hasta ese momento. Yo le decía a Darío que el bar La Academia era uno de mis preferidos. En esos comentarios andaba cuando de pronto estacionaron en la calle tres patrulleros, bajaron cuatro o cinco policías que se dirigieron al bar y empezaron a pedir documentos a todos los parroquianos.
Les adelanto que para esos años estábamos tan habituados a los atropellos represivos que una excursión de policías a un bar no nos sorprendía. Los canas entraban, pedían documentos sin demasiadas delicadezas o te paraban en la calle y te ponían contra la pared para averiguar quién eras y qué andabas haciendo. Delicias de las dictaduras. Pues bien, esa siesta los muchachos entraron e hicieron su trabajo. Pidieron documentos y los llevaron hasta los patrulleros. Allí disponían de un dispositivo tecnológico que les permitía reconocer en el acto los antecedentes de los requisados. Una advertencia importa. No detenían a quienes tuvieran pedidos de captura. O por lo menos ese no parecía ser su exclusivo objetivo. Ahora detenían a cualquiera que tuviera algún antecedente, aunque más no fuera por haber sido arrestado por ebriedad en su lejana adolescencia. Y así fue en esa siesta de abril de 1981. En mi caso, apenas insertaron mi documento el dispositivo casi entra en cortocircuito por la suma de mis antecedentes. Varias detenciones, más los dos años de cárcel en Coronda. Inmediatamente al patrullero y esposado. Varios me acompañaron: un veterano que alguna vez había sido detenido por levantar quiniela; un ex boxeador acusado de una lejana riña callejera. La redada incluyó alrededor de quince reos "de extrema peligrosidad", entre los que me contaba. Como el número de presos excedía las comodidades de los patrulleros pararon un taxi para "ayudar" el traslado de los reos. El taxista a las puteadas porque sabía que a ese viaje se lo pagaba la patria, es decir, nadie. Cuando llegamos a la Jefatura un policía le pidió el documento al taxista y le saltó una detención en 1965 por ebriedad. Otro más en cana con el taxi abandonado en la calle. A esos menesteres se dedicaban los mastines de la dictadura en esos años.
Dario no tenía antecedentes y quedó en libertad. Sola su alma entrerriana en Buenos Aires. Se movilizó enseguida. Fue hasta la sede de la APDH y habló con Lázara. Yo mientras tanto cumplía con los trámites de todo preso, trámites que entonces conocía de memoria: sacarse el cinto, prestar los dedos para que te los "pinten", dejar tus pocos pesos en una caja y luego pasar a un calabozo a compartir las horas con tres travestis, un punga y un par de tipos que, a juzgar por la catadura, era mejor no preguntarles por qué estaban detenidos. Yo estaba más o menos tranquilo porque a esa altura del partido en esos menesteres ya era lechuza cascoteada y porque sabía que Darío se iba a mover. Pero hoy les confío que no las tenía todas conmigo. Nunca es agradable estar en cana. Y mucho menos en otra ciudad, y muchísimo menos en tiempos de la dictadura militar. En algún momento un guardia me acompañó a lo que calificó como una "entrevista". Caminé por pasillos oscuros, húmedos, sórdidos y debidamente esposado. En un despacho de ultratumba me interrogaron. Abrieron el debate acusándome de ser uno de los jefes del ERP. Les dije que si fuera así no me estarían interrogando con tanta gentileza. De todos modos no se privaron de algunas verdugueadas estilo "Párese bien", "Saque las manos del bolsillo", "Baje la vista". Todo dicho en un tono más cercano al ladrido de un doberman que al lenguaje de un humano. Como a las diez de la noche me informaron que saldría en libertad. Me devolvieron el cinto, los documentos, la plata y una novela de Marco Denevi. Estaba a punto de salir, pero les juro que no estaba tranquilo. Salir solo de jefatura a las diez de la noche en el Buenos Aires de 1981 no era nada tranquilizante. Recuerdo que salí por una puerta que daba a una calle oscura. Como a cien metros se distinguían las luces de una avenida. Caminé pensando que en cualquier momento se acercaba un Falcon sin patente y entraba en la categoría de desaparecido. Nada de eso ocurrió, pero les regalo el momento. En la esquina de la avenida estaba Darío. Nos abrazamos. Creo que nunca más lo hicimos porque, como bien se sabe, los hombres duros no bailan y no se abrazan. Pero esa noche no estábamos predispuestos a comportarnos como hombres duros.
Después, en un bar, milanesa y jarra de vino de por medio, Darío me contó lo que sucedió mientras yo estaba en cana. Lazara habló con monseñor Jaime de Nevares quien tomó el teléfono y habló a la jefatura. Digamos que cuando un obispo llama hasta un jefe de policía empieza a pensar dos veces lo que está haciendo. Sé que en algún momento el cana le dijo a Nevares: "Perdone monseñor, pero usted está seguro de la catadura del sujeto por el que pide la libertad". Y la respuesta lo asombró a Darío: "Estoy completamente seguro". Antes de las diez de la noche estaba en libertad. Regresamos a Santa Fe al otro día. Yo me había dado una ducha, había dormido y había desayunado como un príncipe, pero como me dijo Darío: todavía seguía oliendo a preso.
No estábamos solos, pero tampoco tranquilos. La policía nos vigilaba. Hoy nos queda claro que para 1981 ya no secuestraban y asesinaban, pero entonces no estábamos tan seguros. Para 1981 la dictadura estaba en su esplendor.
Yo estaba más o menos tranquilo porque a esa altura del partido en esos menesteres ya era lechuza cascoteada y porque sabía que Darío se iba a mover. Nunca es agradable estar en cana. Y mucho menos en otra ciudad.