"Versiones", impecable publicación de CR Ediciones (Rosario, 2024), es el cuarto libro de poesía de la poeta rosarina Antonia Taleti. Esperada entrega que se suma a la ruta poética iniciada en 2004 con el poemario "La voz que nunca alcanzo", al que siguieron "Río de Paso" en 2007 y "Cómplice en la mirada" en 2014.
Portada de "Versiones", obra de Antonia Taleti. Gentileza
Si el mundo físico que vemos y tocamos se construye sobre las ruinas de las ciudades del pasado, si los materiales cansados se reversionan, si se restaura un mueble o se cambia de lugar, si la escritura que llega al libro es la cristalización de una serie de tanteos y modificaciones sobre el cimiento que cavó el origen; si no es igual escribir a los veinte que a los cuarenta o sesenta o más, cuando ya la vida dejó sus marcas tatuadas en cuerpo y alma; siguiendo el hilo de esa misma lógica, inferimos que el título "Versiones" sugiere una nueva traducción de la mirada de su autora, una "versión otra" de su subjetividad.
La invitada es la línea del tiempo, ese intangible que tanto adhiere o modela, como erosiona o lija. Todo cambia pero nada se pierde, sino que se transforma. Una buena ilustración de esta idea es el poema "Antonia", reflejo de una historia familiar que no se dejó perder en las esquinas del tiempo. La abuela que llegó de Italia con una Singer bajo el brazo pervive hoy en la nieta que conserva la máquina, y en la poeta que lleva su nombre.
No es casual que el yo poético afirme en el primer poema de la primera parte, "Arroz con leche": "No bordo ni zurzo/ ni siquiera tejo, ignoro/ las tramas de este oficio", aludiendo a la canción infantil que refleja mandatos ancestrales destinados a las mujeres. En esos versos brevísimos hay una toma de posición, un temprano acto de rebeldía, son otras las tramas que sí conoce y le dan entidad: las de la casa habitada, por ejemplo, ese núcleo que guarda todo lo que importa: las historias vividas, los muertos queridos, los sueños, el pasado, el presente, la idea de futuro. Gastón Bachelard, en su "Poética del espacio", ha escrito: "(…) las diversas moradas de nuestra vida se compenetran y guardan los tesoros de los días antiguos (…) no somos nunca verdaderos historiadores, somos siempre un poco poetas y nuestra emoción tal vez solo traduzca la poesía perdida".
"Mi casa tiene garras", se afirma en el primer verso de "Espejo", imagen poderosa que describe ese espacio cuya intimidad, como un minúsculo aleph, revela el afuera. Durante la pandemia, la casa se convirtió en un búnker semejante al castillo que en "La máscara de la muerte roja" de Edgar Alan Poe, le hizo creer al príncipe que encerrarse allí lo salvaría de la peste. A fuerza de permanecer en interiores protegidos, la casa parece haber desarrollado garras que la retienen en su interior. En su calidad de espejo, guarda todas nuestras imágenes, nuestras versiones, nuestra historia.
La dialéctica establecida entre el interior y lo exterior, justifica el enunciado: "A mi casa entra el mundo". Y no es para menos, los relatos -rebeldes a los mandatos de "El orden (que) quisiera desoír/ la fuerza tenaz de lo persistente"-, resisten ovillados en sitios recónditos como podría ser incluso el cajón de los cubiertos. Interpelada por puntuales recortes de vida, la poeta "ordena" el verdadero paisaje, no se deja cerrar la boca, no permite que el polvo del tiempo borre los vestigios, no olvida y rescata. La serie cierra con "Adiós mamá", poema que es clausura, evocación de un día aciago en el que la casa -como alguna vez lo hizo el útero materno-, contuvo a la poeta.
Así como en el comienzo de la primera parte se afirma desconocer las tramas que implican bordar, zurcir y tejer, la segunda parte abre con una suerte de reclamo al ojo que, aunque es capaz de mirar, se muestra incapaz de ver, un ojo que "¡No ve nada!", se dice. ¿Qué cosa –nos preguntamos- deja fuera de su campo visual ese ojo que plantea una carencia? Porque sí puede demorarse en la contemplación fascinada. El sentido de la vista como forma privilegiada de la percepción, "ve" lo que sí quiere mirar. Los reflejos en un fondo de agua (otro espejo), los colores del jazmín del Paraguay junto a la verja: "bello misterio/ y su permanencia"; el aire emplumado de flores amarillas como "lagrimitas de ángel" en la floración del tilo, la luz que emiten los zefirantes, esos "lirios que persisten, blancos, floreciendo". El ojo no cesa de absorber: "Ante la gracia de su belleza/ no hay margen que dilate la mirada", se dice.
En su libro "Prosas", Hugo Gola escribió: "(…) los sentidos liberados traen un esplendor que trastorna y amplía la experiencia, la vuelve imprevisible e inagotable". Algo de eso se siente al recorrer ese territorio en flor que no olvida lo pequeño casi invisible: existen jerarquías en el jardín de la poeta; frente a la soberbia belleza de los agapantos y como quien reclama su derecho a la visibilidad (y aquí, aunque se ha dicho que no ve nada, es el ojo el que dicta los versos): "En un rincón indómito/ yergue un yuyo/ su florcita amarilla". Vuelta de tuerca, énfasis del asombro conmovido ante un escenario que renueva su versión cada vez.
En la tercera parte asistimos a la evocación de paisajes que fueron cotidianos: el río, el chasquido del agua que carcome el muelle (metáfora del paso del tiempo, recuerdos que merodean entre papeles en desorden). Memoria e imaginación juegan su posibilidad de ser en la página. El parque Independencia, "…esa geografía con lago, montañita / rosales y arboleda donde cantaban pájaros", la infancia compartida, el adiós al hermano, la clausura de la infancia. Los paisajes familiares también entablan su dialéctica con el resto del mundo cuando el poema dibuja la imagen de un tren alejándose de Tianjin, ciudad china que despide a la viajera con la visión desde la ventanilla, de dos barriletes elevándose.
La última sección, "Versiones" (justamente), evoca una estadía en Roma, tanteos de un mismo recorrido por el barrio judío: el reverso de lo que se creyó era un destello de felicidad, transmutado en tragedia en tanto la mirada registra una de las tramas más oscuras del siglo pasado en la placa que da cuenta de los datos de una de las víctimas de Auschwitz. "En Roma, también sucedía", dice el poema, unificando tragedias. Y es allí, en esa sensible y precisa esquina del libro, que al dar vuelta la página, el ritmo de una cumbia sacude al lector ensimismado. Abrupto cambio de clima, el poema incorpora un cierre musical y escapista, como si una voz interior que viniera de lejos, de tambores atávicos, nos dijera: no podemos absorber más; bailemos, que el mundo se derrumba.
El libro "Versiones" habla de intemperies compartidas, de un conjunto de fragmentos o mosaico de visiones que definen nuestros frágiles pasos de baile en el mundo que habitamos. Un ojo que no ve y sin embargo capta, un no saber que sin embargo absorbe y entiende, un espejo que no cesa de reflejar y de ser reflejo en otros espejos. "Solo tenemos versiones precarias del mundo", escribe Sonia Scarabelli en la contratapa. Honda y diáfana, la poesía de "Versiones" capta el sonido de un mundo que a pesar de sus recortes de belleza se siente a punto de derrumbe. Y entonces, como una forma de placebo, irrumpe la cumbia: "Y se suda, se huele y no se piensa". Tal vez, en un mundo que deviene absurdo, la salida sea marcar el compás, no detenerse, los pies ligeros. Al fin y al cabo, el baile es arte y es ritual. Nos aparta de toda forma de barbarie.
Dejanos tu comentario
Los comentarios realizados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de las sanciones legales que correspondan. Evitar comentarios ofensivos o que no respondan al tema abordado en la información.
Dejanos tu comentario
Los comentarios realizados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de las sanciones legales que correspondan. Evitar comentarios ofensivos o que no respondan al tema abordado en la información.