Sobre la institucionalidad y la centralidad de la política
El día en que no sea tan trascendental elegir presidente
La Argentina ha tenido líderes que, en ejercicio de la presidencia, establecieron un régimen político y jurídico diseñado a partir de sus ideas, creencias, intereses, antojos y caprichos, sin respetar la Constitución y las leyes.
Una descripción del régimen político y jurídico de la República Argentina podría consistir en la explicación sistematizada de la Constitución nacional y las leyes que conforman su Estado de Derecho. Pero enseguida advertiríamos que es una exposición formal y que ese anhelo vertido en las normas ha sido desmentido constantemente por los hechos. Un abismo separa a la letra de la Constitución del funcionamiento real de los poderes del Estado.
La distinción entre lo formal (escrito) y lo material (real) suele ser frecuente en el análisis constitucional. No sólo se observa si se cumple o aplica, sino que se busca advertir -además- si hay otras fuentes que generen contenidos fuera de lo escrito (como el derecho consuetudinario y espontáneo, el derecho judicial, etc.). En esta dimensión sociológica, puede observarse, tal como enseñó el constitucionalista Germán Bidart Campos, dos ámbitos: uno, referido al poder, sus órganos, sus funciones y las relaciones entre ellos (la "sala de máquinas de la Constitución", el núcleo básico de la organización de poderes, en la denominación y sentido dado por Roberto Gargarella); y, el otro, la situación política de los hombres en el Estado, ya sea las relaciones de las personas con el propio Estado, como también entre ellas (el reconocimiento de su libertad, derechos y garantías).
Ante el evidente desfasaje entre las normas y la realidad, cabe dar especial atención a un aspecto que constituye la causa principal de ese contraste, en tanto tiene una incidencia y un peso mayor que las otras fuentes que también lo generan. Es la preponderancia en la vida pública argentina del líder político cuando está en ejercicio de la Presidencia. La Argentina ha tenido líderes que establecieron un régimen político y jurídico diseñado a partir de sus ideas, creencias, intereses, antojos y caprichos, sin respetar la Constitución y las leyes.
Situación que hasta desdibuja la categoría de constitución material, acercándose más a una fuente generadora de un nuevo orden, a modo de un "poder constituyente" de hecho. La distancia entre la estructura formal y la material, en este caso, excede de la que surgiría del ejercicio hermenéutico aceptable que se hace de las normas al aplicarlas. La historia nos enseña, una y otra vez, que se adoptó la organización nacida de la mera voluntad del líder político a cargo del Ejecutivo.
Liderazgo que es nocivo para la salud de la democracia republicana, no en tanto que exista sino porque logra quebrantar los principios de aquella. Su voluntad de poder los doblega, pero si la institucionalidad quedara indemne de sus embates, nunca sería un problema la existencia de líderes con esas características. Esta circunstancia necesita, indispensablemente, de la conjunción de tres factores: la voluntad de poder del líder que desconoce los límites de la Constitución; el apoyo masivo e incondicional de una enorme cantidad de ciudadanos; y, a su vez, que las instituciones no contengan, ni eviten o subsanen los excesos, agresiones y desbordes desde el ejercicio de la presidencia.
En una sociedad con esta idiosincrasia, entonces, deviene fundamental la persona que encarne al líder político que obtendrá el respaldo popular suficiente para gobernar. En él queda depositado, en definitiva, tanto el destino del país como los proyectos de cada uno. Quien supo analizar con lucidez en dónde radica la dificultad de una cultura del poder con estas características, fue el filósofo Karl Popper en su obra "La sociedad abierta y sus enemigos" (año 1945).
Este intelectual austríaco advirtió que había una seria confusión al expresar el problema de la política a partir de la pregunta: "¿Quién debe gobernar?", adjudicándole a Platón haber iniciado esa confusión. Popper observó que si se formula esa pregunta, resulta inevitable que se responda "(...) 'el mejor', 'el más sabio', 'el gobernante nato', 'aquel que domina el arte de gobernar' (o también, quizá, 'La Voluntad General', 'La Raza Superior', 'Los Obreros Industriales', o 'El Pueblo')". A nadie, expresó el filósofo, se le ocurriría sostener "el principio opuesto, es decir, el gobierno del 'peor', o 'el más ignorante' " . Pero por más convincentes que puedan ser aquellas respuestas, se preocupó por demostrar en dónde radicaba el problema que generaba ese erróneo planteo inicial.
Quienes creen en esa pregunta, a criterio de Karl Popper, "descuentan que el poder político es, en esencia, soberano". Y, siendo eso así, también "suponen tácitamente que el poder político se halla 'esencialmente' libre de control". Además de explicitar los presupuestos que importa tomar ese punto de partida, luego expuso sus consecuencias. Es que al concebir la política de esa manera, sigue como derivación lógica que el "el único problema de importancia será, entonces, el de '¿Quién debe ser el soberano?' " . Pero los que postulan esa posición, señaló el filósofo, incluso admiten que no siempre los gobernantes son "buenos" o "sabios". Hasta él mismo consideró que es una constatación que enseña la historia que "rara vez se han mostrado los gobernantes por encima del término medio, ya sea moral o intelectualmente, y sí, frecuentemente, por debajo de éste". Ello le permitió preguntarse en su ensayo: "¿por qué el pensamiento político no encara desde el comienzo la posibilidad de un gobierno malo y la conveniencia de prepararnos para soportar a los malos gobernantes, en el caso de que falten los mejores?".
Toda esta circunstancia lleva –según Popper- a tener a realizar otro enfoque del problema de la política, a reemplazar la pregunta de "¿Quién debe gobernar?" por otra distinta: "¿En qué forma podemos organizar las instituciones políticas a fin de que los gobernantes malos o incapaces no puedan ocasionar demasiado daño?". En ese sentido, concluyó que debemos organizarnos para esa finalidad, a través de un "control institucional de los gobernantes mediante el equilibrio de sus facultades con otras facultades ajenas a los mismos".
La Argentina posee una Constitución que establece un régimen donde el control, el juego de "frenos y contrapesos" y la división de poderes, coadyuvarían a evitar ese posible daño, pero –lamentablemente- en el ejercicio efectivo las instituciones que tienen esos roles están eclipsadas o fagocitadas por el líder que preside el Poder Ejecutivo. De esa manera, la sociedad queda pendiente y sujeta, en todo momento, a sus decisiones, cuando -en cambio- si el régimen efectivamente se asentará en instituciones consolidadas, habría continuidad de políticas de Estado con racionalidad, orden, seguridad jurídica, justicia y otros rasgos que alejan la posibilidad de daño en la arbitrariedad ejecutiva. El poder concentrado en la voluntad de una persona, acrecentado y sostenido por su grupo cercano de acólitos como de otros semejantes que ocupan el resto de las instituciones, hacen que el esquema constitucional escrito sólo sea una quimera.
Esas circunstancias, a su vez, conllevan un problema no menor. Ubican a "la política" en un lugar destacado en la vida de cada persona, constituyéndola en una de sus principales preocupaciones. La política queda de esa manera fuera de quicio y en perjuicio del ciudadano. Una institucionalidad fuerte y consolidada, por el contrario, permitiría poner en su lugar a la política, en tanto las personas no estarían pendientes de ella, al detalle y en todo momento, liberándose el espacio y tiempo necesarios para dedicar los mejores esfuerzos en realizar sus proyectos.
En tiempos normales, explicó José Ortega y Gasset, la política para el hombre no debe situarse "en el plano último y definitivo de su preocupación", porque ella –por su naturaleza- "sólo penúltimo y previo puede ser". Es que constituye un "orden instrumental y adjetivo de la vida", que intenta la articulación de la sociedad (en su escrito "Democracia morbosa", año 1917). La política es un instrumento, nunca un fin en sí mismo. Como tampoco todo lo que sucede en la vida es un hecho político, otra extravagancia en la que se suele incurrir. Entonces, si ubicamos a la política en el sitio que le es propio, expresó el filósofo español, le quedará "al individuo un margen cada vez más amplio donde dilatar su poder personal". Sólo en ciertas situaciones graves por la que pueda atravesar una sociedad, aceptó Ortega, la política puede ser la brecha donde se deba movilizar las mejores energías.
Habrá que esperar que se inicie el camino hacia una institucionalidad sólida y duradera, para poder vislumbrar que la política ocupe el lugar adecuado lejos de la impostura de su protagonismo. Requerirá que quienes estén en los cargos públicos asuman cabalmente sus funciones, sin dejarse absorber por el voluntarismo del que está a cargo del Ejecutivo. Pero, a su vez, debe haber una ciudadanía con madurez y educación cívica que quiera y exija ese comportamiento a sus representantes.
El camino a transitar ya está previsto en la Constitución nacional, sólo cabe iniciarlo y no detenerse hasta arribar al día en que no sea tan trascendental elegir Presidente, síntoma de una democracia republicana saludable. Cualquiera que sea quien salga electo, entonces, no implicará para el ciudadano argentino estar a su merced, capricho o arbitrariedad, porque existirán instituciones que garanticen la vigencia de un régimen basado en el contrato social que la misma sociedad se dio. De esa manera, con la política en el lugar preciso, cada uno podrá dedicar su tiempo, atención y esfuerzo a lo que más le importe, sean sus afectos, la vocación o el proyecto de vida que deseen conformar.
Dejanos tu comentario
Los comentarios realizados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de las sanciones legales que correspondan. Evitar comentarios ofensivos o que no respondan al tema abordado en la información.
Dejanos tu comentario
Los comentarios realizados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de las sanciones legales que correspondan. Evitar comentarios ofensivos o que no respondan al tema abordado en la información.