La pampa tiene el ombú y el Museo Güiraldes, como persistentes referencias de la cultura criolla. Éste se alza en un campo bonaerense, pegado al casco histórico de San Antonio de Areco, pueblo que remonta sus orígenes al siglo XVIII.
La pampa tiene el ombú y el Museo Güiraldes, como persistentes referencias de la cultura criolla. Éste se alza en un campo bonaerense, pegado al casco histórico de San Antonio de Areco, pueblo que remonta sus orígenes al siglo XVIII.
La casa que lo aloja fue erigida entre 1936 y 1938, a instancias del Ing. José María Bustillo, amigo de la familia Güiraldes, propietaria de campos en la zona. Más aún, por entonces, el intendente de Areco era José Antonio Güiraldes, hermano de Ricardo, autor de Don Segundo Sombra, uno de los clásicos de la literatura argentina.
El complejo cultural se erigió en una de las décadas más complejas de la Argentina constituida. El decenio en el que las instituciones se salieron de cauce con el primer golpe de Estado y los efectos nocivos de recurrentes fraudes electorales. También, el del agotamiento de una larga asociación con el Reino Unido de Gran Bretaña, alimentada por los capitales y las tecnologías del país de las brumas, y la recepción política de idearios autocráticos y facciosos provenientes de Alemania e Italia, tendencias que serán absorbidas, entre otros, por grupos cultores de un conservadorismo aristocrático y nacionalista.
En ese marco de referencia, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Manuel Fresco, notorio exponente de estas corrientes políticas, apoyará la iniciativa de su ministro de Obras Públicas, el ya citado José María Bustillo, para concretar la construcción del Parque Gauchesco y el Museo Güiraldes en un predio de 90 hectáreas.
En este reservorio de tradiciones criollas, el único edificio genuino es el de la antigua pulpería "La Blanqueada", levantada en la primera mitad del siglo XIX, lugar en el que Ricardo Güiraldes ambienta el ficcional encuentro del veterano Don Segundo Sombra y el joven Fabio Cáceres, protagonistas de su famosa novela. Por allí se entra al complejo, que expone interesantes elementos camperos. Pero el centro de todo es el Museo Gauchesco, en el que, dentro de un edificio inspirado en la antigua quinta de Pueyrredón (partido de San Isidro), se luce un criterioso montaje museográfico con una magnífica selección de piezas criollas, desde ponchos de distintas geografías a cuchillos de variado tipo, monturas completas, cabezadas, pecheras, estribos, chifles, y prendas diversas enjoyadas con la labor de plateros seguros de su oficio.
Pero para quien escribe, urbano al fin, lo más llamativo es la formidable colección de pintura que puebla varias de sus salas. La sorpresa mayor se produce en el espacio que contiene numerosos cuadros del artista uruguayo Pedro Figari (por añadidura, político, filósofo y abogado que dejó huella en su país). Se trata de un autor único, que empezó a pintar a los 60 años, y logró incluir su nombre en el Parnaso de las artes latinoamericanas.
En 1886, este uruguayo sensible y singular hizo su primera incursión en Europa, donde asistió a la gran transformación del arte pictórico, que ya comenzaba a transitar el posimpresionismo. Atrapado en las redes sensoriales de las formas y los colores, hacia 1921 se afincó primero en Buenos Aires, donde fue bien recibido por integrantes de la revista Martín Fierro, entre ellos, Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Manuel Güiraldes y su hijo Ricardo. Y, en 1925, se trasladó a París. Poco a poco, su línea personalísima, figurativa pero no realista, con intensos acentos de color y el tratamiento de las figuras como manchas en movimiento, tuvo buena aceptación en distintas exposiciones, acompañadas de críticas favorables. Allí recibió la visita de otro gran artista uruguayo, Joaquín Torres García, cultor de líneas modernas, geométricas, sígnicas, que también lograba un significativo reconocimiento internacional.
Luego de exponer en la Galería Druet de la capital francesa, Figari logró un éxito que superó sus expectativas. Al punto que fue visitado en su taller por personajes de altísimo vuelo, entre ellos, escritores como Paul Valéry, James Joyce y Alejo Carpentier; y pintores de la talla de Pierre Bonnard, Édouard Vuillard, Pablo Picasso y Fernand Léger. Antes, durante su paso por Buenos Aires, se había hecho muy amigo de Manuel Güiraldes, hombre de fortuna, formado intelectualmente en Europa y coleccionista de arte, tal como lo habían sido sus antepasados (por la rama materna Guerrico), quien con buen ojo le había comprado un conjunto de cuadros que luego donará al Museo Gauchesco que lleva el nombre de su hijo Ricardo.
Coches de caballos, casas bajas, patios antiguos, ombúes en medio del campo abierto, horizontes, cielos nubosos, bailes de negros y criollos, son imágenes típicas de la paleta de Figari. Pintor intuitivo, de espíritu libre y mano suelta, sin duda recibió alguna influencia de los impresionistas y posimpresionistas reunidos en Francia, pero sus figuras imprecisas, sus manchas cargadas de energía, transmiten con naturalidad los sones del candombe uruguayo y las cadencias del pericón, músicas que resuenan espontáneas dentro de quienes contemplan sus cuadros. Esa es su magia.
En la antesala, el espíritu campero se refuerza con los trabajos de Alberto Güiraldes, primo de Ricardo, revalorizado artista autodidacto, ilustrador de "Don Segundo Sombra" y el "Martín Fierro", cultor de lo gauchesco, que dibujó a nuestros reseros y sus caballos en las más diversas tareas del campo, atreviéndose, incluso, con algún cuadro al óleo.
En el ala opuesta, entre tanto, otras dos salas exhiben trabajos de otro campero de ley: Florencio Molina Campos, artista de características únicas (como Figari). Gran caricaturista, verdadero sociólogo de la pampa bonaerense, don Florencio le ha legado a la posteridad imágenes y expresiones del habla gaucha que en su conjunción humorística invitan a la sonrisa cómplice. Pero también suscitan admiración por la capacidad del artista para registrar la esencia de ambientes camperos en proceso de progresiva desaparición -el rancho solitario, la carreta, los bichos, la pulpería, los juegos, la pulseada, la guitarreada- junto a las interrelaciones de antaño entre los pobladores, hombres y mujeres, de nuestro campo.
Sombras, al fin y al cabo, de un pasado del que queda muy poco, casi nada, y al que Güiraldes evoca en su novela desde el mismo título, a través del nombre simbólico asignado al paisano Segundo Ramírez, síntesis de los atributos de los mejores gauchos de la región de Areco. Antes que él, otro escritor y estanciero, Rafael Obligado, había plasmado en verso su réquiem para la tradición campera en su duelo inútil con el avance de la modernidad. Lo hizo en su poema "Santos Vega", donde otro gaucho, payador imbatible del siglo XIX, arderá como brizna luego de perder su desafío con el Diablo, encarnación de un nuevo tiempo. Aquí, sus versos iniciales: "Cuando la tarde se inclina/ Sollozando, al occidente./ Corre una sombra doliente/ Sobre la pampa argentina./ Y cuando el sol ilumina/ Con luz brillante y serena/ Del ancho campo la escena./ La melancólica sombra/ Huye besando su alfombra/ Con el afán de la pena."
Sombras metafóricas, que ahora se ciernen sobre el país todo.