En arte, no se puede transmitir lo que no se siente. Y cuando el sentimiento agita la interioridad del artista, surge el problema de cómo expresarlo, de qué manera darle forma a esa llama quemante que moviliza la inspiración. Es un proceso que no tiene fórmulas ni tiempos establecidos, salvo los de los contratos firmados con los comitentes, plazos que muchas veces se incumplen por razones diversas.
Fue lo que ocurrió, por ejemplo, con el que firmaran Miguel Ángel y Julio II para el desarrollo de una tumba papal tan grande como el ego del pontífice, proyecto que el artista toscano, refinado cultor del espacio, desaconsejó por el impacto físico y visual que tendría dentro de la basílica de San Pedro. Los plazos se prorrogaron reiteradas veces, hasta que el papa Paulo III lo dio por cumplido -40 años después- con la formidable escultura de Moisés (y algunas otras menores, realizadas por ayudantes) que integran un altar lateral de arrime en otra iglesia, San Pietro in Vincoli (San Pedro encadenado), asociada con la familia Della Rovere, a la que Julio II pertenecía. Fueron también cuatro décadas de persecución contra el artista, atormentado por los reclamos de parientes del fallecido pontífice, que exigían el cumplimiento de las cláusulas originarias del contrato, mientras otros papas lo forzaban con nuevos encargos que lo apartaban de la obra reclamada. De modo que, durante casi la mitad de su vida, el extraordinario escultor hubo de padecer las consecuencias de un conflicto que no estaba en sus manos resolver.
Pero hablábamos de sentimientos e inspiración, que son los insumos intangibles que preceden a toda gran obra de arte, las que ponen en marcha el proceso creativo. Luego llega el momento de extraer de un bloque de mármol o de un pedazo de madera, las formas imaginadas, esas que, como decía Miguel Ángel, habitan en el interior de la materia y a las que había que liberar, en su caso, con los cinceles. Además, con conocimiento de la técnica, aun cuando se la pudiera dejar de lado en la búsqueda de nuevos caminos expresivos.
Menciono al genio toscano, porque su figura se erige como el "summun" del escultor, aquel que solía peregrinar a las canteras de Carrara para elegir los bloques de mármol a esculpir, y a través de su ojo radiográfico, con la ayuda de la luz solar y el empleo del agua, pesquisaba las vetas y la estructura interna de la piedra, antes de decidir su compra. Por último, hacía innúmeros dibujos antes de abordar la materia con los cinceles. Es verdad que puede haber ciclos más cortos, nacidos de un avasallador rapto creativo, pero esos casos no dejan de ser excepcionales. En general, una gran obra surge del cumplimiento de los pasos mencionados; del trabajo sostenido, la máxima concentración en el propósito, la agonía creativa, los sueños perturbados por formas que se hacen y deshacen en pesadillas, el deseo de lograr la inalcanzable perfección.
Santa Teresa en trance místico, por Bernini.
Sirva pues esta introducción para abordar dos esculturas; una de mármol, otra de madera, ambas de mediados del siglo XVII, obras que aún conmueven al observador como antes deben haber conmovido a sus autores mientras las hacían. Ambas se relacionan con la agonía y el éxtasis, que, a comienzos de la década del 60, en el siglo pasado, se conjuntaron en el título de la novela biográfica de Miguel Ángel, escrita por Irving Stone. De esos estados del alma vamos a hablar.
La primera es, en rigor, un grupo marmóreo complejo, con complementos de bronce, en el que Santa Teresa de Ávila y un ángel, componen el centro de la escena, observada desde palcos laterales por integrantes de la familia del cardenal Federico Cornaro, el comitente del excepcional trabajo realizado por Gian Lorenzo Bernini, artista de un virtuosismo comparable con el de Miguel Ángel en la talla del mármol.
La obra, de infrecuente belleza, representa la transverberación de la santa, el fenómeno místico en el que siente su corazón traspasado por un fuego sobrenatural. Ese momento de éxtasis, de máxima plenitud, en el que, según ella misma lo dejara escrito: "Vi a un ángel… Debe ser los que llaman Querubines... Vile en las manos un dardo de oro largo, y al fin de el (sic) hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto." Sus palabras ponen de manifiesto que esa oleada de energía espiritual se extendía al cuerpo en espasmos de connotación sexual, fenómeno referido en su momento por el filósofo y psicoanalista alemán Erich Fromm en su libro "El miedo a la libertad" a partir de situaciones experimentadas por algunos religiosos durante trances místicos.
Hace años, luego de contemplar en la iglesia romana de Santa María de la Victoria el altar lateral que aloja este extraordinario teatrillo barroco modelado según los cánones de la Contrarreforma católica, escribí que la maestría de Bernini convierte el mármol en humana carnadura, recreando una persona que parece vivir, una persona en trance, atravesada por los más intensos sentimientos que se pueden experimentar, algo así como una deliciosa sofocación o estremecimiento de amor, de corazón flechado, que hace vibrar el ser de Teresa de Ávila.
Magdalena penitente, de Mena.
Por cierto, estas interpretaciones ofrecen espacio para la discusión, pero en el plano artístico, lo indudable es la potencial capacidad del escultor para despertar en el espectador el denominado "síndrome de Stendhal", otro tipo de sofocación que suele producir en algunas personas la contemplación de la belleza extrema.
La otra figura a la que me quiero referir, es una Magdalena penitente nacida de la gubia de un imaginero fuera de lo común, el andaluz Pedro de Mena, quien la esculpió durante su etapa malagueña para la casa profesa de los jesuitas de Madrid. Hoy pertenece al Museo del Prado, pero se exhibe a préstamo en el Museo Nacional de la Escultura, con sede en la ciudad de Valladolid. Como ocurre con la anterior, también pertenece al ciclo del barroco, pero a diferencia de la exuberante escultura de Bernini, ésta es muy austera, ascética, tanto como el vestido de palma (para cierta mortificación de la carne) que lleva puesto la amiga de Cristo. En este maravilloso trabajo de Mena, todo el énfasis se centra en el estremecedor vínculo visual y afectivo, no desprovisto de sensualidad, entre María Magdalena y el humilde crucifijo que lleva en su mano izquierda mientras la derecha se apoya sobre el corazón de los sentimientos. Es muy difícil plasmar una carga emotiva tan genuina, tan despojada de adjetivaciones gestuales, con la sola acentuación de una mirada amorosa, infinitamente triste y dolida, sin palabras, en un silencio profundo y esencial que se irradia al contorno.