El hallazgo de un bebé en la catedral abre una vez más el debate sobre la salud perinatal, o sobre las expectativas y los temores del tiempo perinatal, o sobre qué se espera o qué se teme del recién nacido.
El hallazgo de un bebé en la catedral abre una vez más el debate sobre la salud perinatal, o sobre las expectativas y los temores del tiempo perinatal, o sobre qué se espera o qué se teme del recién nacido.
De edad indeterminada y de pequeñez llamativa, el bebé en cuestión apareció una soleada mañana de principios de febrero, hacia el mediodía, en la pila de mármol que hay entrando a la izquierda.
La señora que lo encontró había entrado a la catedral con el objetivo de conocer tan emblemático edificio, y lo hizo con la devoción y el respeto que impone el recinto y todo aquello que representa.
Traspuesto el umbral, estando así en el atrio, entró por la puerta de la izquierda y de inmediato quedó sorprendida, admirada por la magnificencia de piedra de las paredes y columnas, y por el altar notablemente barroco.
Sin ser demasiado grande ni esbelta, la catedral es espléndida, y estaba llena de aquel elocuente silencio que interpela, que reclama, luego grita, que a nadie deja indiferente, que reina en los recintos eclesiásticos.
Tenue, una luz multicolor resultaba de los rayos del sol atravesando los vitrales, en especial el gran rosetón que preside el edificio.
En esta curiosa penumbra policromática, que tanto habrá impresionado a generaciones, la señora buscó con la mirada la pila de agua bendita para humedecer allí los dedos de su mano derecha y con ellos persignarse. Allí estaba, adosada a la pared del fondo, justo a la entrada de la catedral.
Con forma de lavatorio, es una pila grande, profundamente cóncava, y el mármol rosa con que está hecha presenta irregulares vetas blancas y un tallado de características marítimas, crustáceas, todo un prodigio de un anónimo artesano. Contenía un dedo de agua previamente bendecida.
Y el bebé estaba allí, como flotando en la pila de agua bendita de la catedral. Todo un símbolo que habla por sí mismo. No era más que un bebé de juguete, minúsculo, de un tamaño que hubiera cabido más o menos cómodo en una cáscara de nuez.
Pese a tanta pequeñez, extendía los brazos como quien pide que lo alcen, y mantenía las piernas flexionadas como suelen hacer los bebés.
No parecía recién nacido, a juzgar por la redondez de sus manos y sus pies, sino que debía tener mes y medio, o mejor dos, pues en su rostro de bebé feliz era fácil percibir el esbozo de una sonrisa y esa mirada tan característica de los bebés de esta edad, que miran furtivamente y sólo fijan la mirada en aquello que valga la pena, y de manera efímera.
La señora que lo encontró quedó profundamente impresionada. Se dió inmediata cuenta de qué es lo que representaba ese bebé, que alguien sin duda había puesto allí.
Con todo cuidado, de la manera más maternal, lo subió a la palma de su mano, tal vez para protegerlo, puesto que parecía desvalido, vulnerable. Tal vez para ofrecerle el calor, el cobijo de una mano abierta. Era evidente que alguien lo había dejado allí de manera deliberada y con un objetivo concreto.
Convertido así en plegaria, el bebé que encontró esa señora, y no viene a cuento ahora saber quién es esta señora, en esa catedral, y no viene a cuento ahora saber de qué catedral se trata, expresaba con toda probabilidad el sentimiento de preocupación de una mujer embarazada, o el de la madre de un bebé pequeño.
Una u otra, quien fuese, había dejado expresamente ese bebé minúsculo, pero a la vez gigante, para pedir, para rezar por su propio bebé, ya fuera por temores durante la gestación, ya fuera por una enfermedad del recién nacido.
Ese bebé de juguete simbolizaba el bebé por nacer o nacido ya, y al dejarlo allí, en la catedral, en la pila de agua bendita, se dejaba expresa la voluntad de confiarlo a la protección divina.
También debía confiarlo a los servicios médicos y de enfermería, porque la protección divina, aunque siempre necesaria y recomendable, no suele ser suficiente para ofrecer las mejores posibilidades de salir adelante.
Esta historia, verídica en todos sus detalles, ilustra el sentimiento que tienen los servicios médicos y de enfermería que se dedican a la muy alta tarea de velar por la salud materno-infantil, o perinatal, o de la embarazada primero y del bebé después.
Ellos atienden mucho más que a una mujer embarazada y preocupada por el devenir del bebé, o a una madre preocupada por el estado de salud o enfermedad de su recién nacido. Es mucho más.
Pronto comenzará otra vez el problema que insisten a definir como falta de médicos, o más en concreto el problema de la supuesta falta de médicos de pediatría para atender la alta demanda de pediatría de los hospitales.
Ahora sería un buen momento para debatir la cuestión y proponer soluciones realistas, porque en pleno invierno, con la guardia de pediatría extenuada y llena la sala de espera, ya será tarde para lamentarse, tal lo que suele pasar.
Con toda probabilidad, la solución para este problema, y antes de que pasen cosas peores, está en reforzar los servicios públicos de salud.
Estos son los hospitales y los centros de salud periféricos, ambos pertenecientes a la salud pública, muy distinta de la privada. Por privada entiéndase aquí a la que atiende por obra social o pagando, o ambas cosas a la vez.
En este contexto puede ser interesante saber que el gobierno español está negociando con los sindicatos un cambio en el marco legal que regula la vinculación de los médicos con las instituciones públicas de salud.
Este cambio legal que se propone tiene al menos dos puntos principales. Uno de ellos establece que el médico que termina su residencia, y gracias a la cual pasa a ser un médico especialista, estará obligado a permanecer en la sanidad pública (en un hospital o en un centro de salud, o en ambos) durante los cinco años siguientes a la residencia.
Se entiende que este médico debe contribuir al buen hacer del sector público puesto que éste le permitió formarse como especialista. Las guardias médicas, sin excepción, ya no pueden ser de 24 horas.
Otro punto establece que, en los hospitales, un jefe de servicio no puede trabajar también en el sector privado, sino que debe dedicarse por completo y exclusivamente al hospital. Se pretende evitar que pueda caer en la tentación de desatender horas de atención en el hospital para dedicarlas a la privada.
El mismo criterio se le aplica al director o gerente del hospital, y a los diversos cargos intermedios.
En Canadá, por ejemplo, está prohibido que un médico de hospital trabaje también en la privada.
En Irlanda, un médico de hospital sólo puede atender pacientes privados si lo hace en el hospital y con las normas que para ello se le determinen. La mayoría de los médicos que ejercen en el territorio español lo hace sólo en la sanidad pública; quienes lo hacen sólo en la privada son un 5% del total.
La cuestión es compleja y provoca tantas urticarias como esperanzas. En definitiva se busca que la atención en los hospitales y centros periféricos de salud esté en todo momento garantizada, y que todas las horas de atención médica estén cubiertas, y que todos los profesionales cumplan todas las horas que tengan contratadas.
Las puertas están abiertas, ya se sabe, y tanto para salir como para entrar.
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