Se levantó con dolor de cabeza. No obstante, se vistió despacio, tomó un café bien caliente y decidió salir a caminar para despejar su mente. Bajó por una senda abrupta y se dirigió hacia el río. El ambiente continuaba impregnado de rastros nocturnos y en la nubosidad opaca del cielo parpadeaban algunas estrellas su confusión trasnochada. Las luces de las casas estaban aun apagadas, las chimeneas dormían, el silencio era quebrantado solamente por el aullido lejano de un perro. El frío le golpeaba la cara, pero la tibieza que emanaba de su cuerpo y el aire puro que entraba por sus pulmones la llenaban de vigor y de paz. Avanzó por la costa empedrada. La irregularidad del suelo le incomodaba en los pies. Una liebre saltaba mas allá del viejo tronco gris que adornaba la rivera. La claridad comenzaba a atenuar las sombras y optó por girar hacia la pasarela para cruzar el caudal generoso del Azul. Perfiló hacia el cerro y tomó el sendero áspero que lleva al refugio. Los árboles enormes amparaban su andar a medida que subía. Intentaba desenredar sus ideas y no abrumarse con cavilaciones negativas, pero la sensación amarga del desafecto volvía a astillar su interior, la carne ardía y la respiración se cortaba.
En una piedra se sentó a descansar. Desde esa altura se podía divisar el valle con toda su hermosura a pesar de los matices melancólicos del invierno. Un pitío con su plumaje bataraz rompía el sosiego picoteando la gruesa rama de un ciprés. El movimiento de las espinosas varas de una rosa mosqueta le llamó la atención. Una diminuta ave amarilla jugaba entre los frutos rojizos y arrugados. En la tierra helada, esquivando el follaje muerto, un hongo lucía su sencilla osadía por la vida creciendo en soledad. Ella a veces se sentía así… silvestre y serena. Desde la densidad nublada asomó un tímido y solitario rayo solar y rasgó la telaraña de su abstracción. La mañana había desperezado su encanto de luz y debía regresar. Cerró los ojos un segundo y agradeció estar ahí, haber encontrado su lugar en el mundo. Retomó el empinado pasaje esmerando una sonrisa en los labios. Recordó que hacía días que no hablaba con su amiga y extrañaba su voz.
La certeza de que la distancia no lograba amedrentar los cariños verdaderos, acompañó sus pasos en los tramos finales del recorrido. Al llegar a la última curva se encontró con un vecino que le resultaba particularmente insoportable pero lo saludó con amable alegría. Seguro cree que estoy loca, y tal vez no esté muy equivocado, pensó divertida, mientras siguió tranquila hasta la tranquera de su chacra. En la puerta santiguó sus culpas y sus llantos. Adentro, la estufa mantenía el esplendor de los leños encendidos y la calidez era una delicia difícil de explicar. En la mesa de la sala estaba la libreta donde le gustaba bosquejar historias, registrar palabras y garabatear formas y perfiles. Preparó unos mates y se puso a leer sus apuntes. Las marcas de la tinta abrían surcos en su intimidad y la invitaban a trasponer los esteros profundos de la memoria.
Un murmullo de agua delató el inicio de una mansa lluvia. Salió al jardín y fue a revisar el invernadero. A pesar de las bajas temperaturas, algunos brotes surgían fuertes y victoriosos. Notó que se le habían enfriado las pestañas y las gotas granizadas se pegaban a su pelo. Inesperadamente comenzaron a caer blancos capullos, que iban dejando en el paisaje su filigrana glacial.
Entró apurada en la casa. Se abrigó con un negro sacón y estridentes medias de lana fucsia. El mediodía congelaba su flemático diapasón y era un momento especial para renovar energías. Prendió un sahumerio de salvia y lavanda y repitió un mantra sagrado o tal vez un poema. Un sigiloso bienestar comenzó a invadir los rincones de la habitación y también los del alma.
La placidez de concebir la existencia con amor le transmitía una sutil armonía. Por la ventana contempló la suave muselina blanca que cubría el bosque y toda la pureza mojando su calma. Percibió que la jaqueca matutina se había esfumado y su estómago le reclamaba sabores humeantes para festejar la nieve. El mutismo de esa espuma alba sumergía su corazón en un estupor plagado de ensueños y quimeras. En instantes como ese le parecía estar viviendo dentro de alguna de las leyendas antiguas de la niñez. Ella comprendía que el final era incierto, pero la historia estaba plagada de misterios, de algunas tristezas y de soplos de una humilde felicidad como la que iluminaba sus ojos mientras controlaba que las llamas siguieran ardiendo fraguando su ilusión.