"La felicidad del pobre parece la gran ilusión del carnaval, la gente trabaja el año entero por un momento, un sueño para hacer la fantasía de rey, de pirata o jardinero. Para todo acabarse el miércoles". - Vinicius de Moraes
"La felicidad del pobre parece la gran ilusión del carnaval, la gente trabaja el año entero por un momento, un sueño para hacer la fantasía de rey, de pirata o jardinero. Para todo acabarse el miércoles". - Vinicius de Moraes
¡Ay el carnaval! La mirada distante, de ensoñación, levemente los ojos recostados hacia la izquierda; se recuerda, visos de melancolía en la mirada, ese toque de saudade. No estamos tan lejos de los acontecimientos que se sucedieron hace apenas un puñado de lustros. Pero para aquellos que pasamos la barrera de los 50 años, cada encuentro con amigos, cada festejo, cada reunión solemne, o no, termina siendo un viaje sin escalas hacia la nostalgia. Recordar nos hace bien. Medio siglo de vivencias - así suena a mucho- nos parece muy poco como para ponernos en modo añoranza, sin embargo…
Los cambios en las costumbres no se dan de un día para otro, llevan un proceso, por más que nuestros hijos ni se enteren, y no tienen porque; ellos, que son hijos de la inmediatez; del televisor como aparato mueble que está recostado sobre otro mueble o colgado en la pared solitaria y que solo sirve para hacer ruido y a veces para emitir algún contenido; hijos del teléfono celular inteligente, ese que parece atontarles; son hijos del mensaje corto; de siglas que significan un estado de ánimo; de "emojis" que sustituyen la oración y la palabra escrita; de audios que además posibilitan la reducción de tiempo para escuchar más en menor tiempo posible; que usan dispositivos para ver videos cortos de no más de 15 segundos, pero que los lleva a perder horas en el ínterin.
Sus infancias, salvo algunas excepciones, son diametralmente opuestas a las nuestras. Nuestras infancias fueron más parecidas a las infancias de nuestros padres, pero las infancias de nuestros hijos han sido, y son, muy diferentes. Por eso, en este viaje nostálgico que estoy haciendo en estos momentos para poder plasmarlo en este papel (o pantalla) mis recuerdos vagan sin dirección por los carnavales de antaño. No me iré muy lejos en este viaje, pues mis primeras acechanzas carnavalescas orillan los años ochenta. Aunque el primer recuerdo que llega hasta mí es aquel que decían mis abuelos o padres, con la típica frase, ahora convertida en cliché: "¿Carnavales?... ¡Carnavales eran los de antes!"
Desconozco cómo eran esos carnavales "de antes", aquellos de los que uno sabe de contada, o porque quedaron en las gráficas de esos años, en diarios viejos gastados y amarillentos, pero ahora traídos a la modernidad por la digitalización de los contenidos, y por periodistas que con su pluma y sus experiencias ahondan sentimentalmente en las cosas del pasado no pisado.
Los carnavales de mi niñez tienen olor a bombitas, a látex de colores, a siestas estivales silenciosas y calurosas; a baldes cargados de bombitas de agua esperando a la víctima correcta, qué en realidad, eran mujeres jóvenes, adolescentes y niñas, y de vez en cuando algún grupo de chicos de nuestra edad pertenecientes a barrio extranjero a nuestro barrio, que en realidad eran "los de a la vuelta" pero así lo percibíamos, no eran los de la cuadra. Porque era así. Nuestra barra de amigos, era la barra de la cuadra, amos y señores del barrio que delimitaba entre una esquina a otra y el frente con sus esquinas.
Ese era nuestro inmenso mundo infantil. Su cuadra de vereda ancha y poco transitada era nuestro estadio, feroces juegos de fútbol de dos contra dos, o uno contra uno, con la pared para el autopase y el arco que iba de árbol a remera o guardapolvo hechos "bollitos" en el piso. Pistas de autos dibujadas en el cemento liso era el autódromo que incluía chicanas y línea de largada cuadriculada, todo en tiza y diseñada por expertos. La vereda era la cancha de "arrimaditas", "tapaditas", "pisaditas" de las figus redondas de fútbol; la vereda, nuestra vereda, era la zona de basket para el tiro libre con la "pulpito" que entraba justo en el balcón que daba a la calle de "Los Primón".
La vereda fue nuestro reino, cada verano se renovaban los votos de nuestra amistad, sin firmas ni contratos, sin siquiera era preciso hablarlo, era un acto intrínseco firmado con nuestra experiencia y enormes dosis de complicidad. El barrio fue testigo de encarnizadas luchas carnavalescas de agua y bombitas. Era un acto unilateral, éramos nosotros contra cualquier niña, chica o mujer que se atrevía a pisar nuestro reino. Agazapados detrás de un auto, a través de una ventana, y si teníamos la posibilidad y no nos descubrían, nos metíamos en la terraza de alguno de la banda.
Siempre había alguien que hacía de campana, generalmente era el más pequeño de edad y que seguramente era el menor de los hermanos de alguno, con la excitación propia de saber que estábamos haciendo algo casi prohibido, en susurros nerviosos, el susodicho vigilante campaneaba que llegaba la prima de Fede, la hermana de Claudio, o la vecina de la otra cuadra, que generalmente, es regla, era más linda que la de nuestra cuadra (la distancia embellece). Baldes preparados, cargados de "bombuchas" que eran las nacionales y de las mejicanas (seguramente también nacionales) pero que decían que eran mejores y más duras y con el detalle de que si eran de color negro, mucho mejor, nos preparábamos para el ataque fugaz, en cadena, era una lluvia de bombitas y agua, algunas estallaban antes de llegar, otras rebotaban, muy pocas daban en el blanco, hasta había quién se animaba, a pesar de los gritos y hasta carterazos de la víctima, para aplicar una certera dosis de agua en cualquier parte del cuerpo y llevarse los hurras y vítores de la banda de la cuadra.
Ganábamos enemigas y timbrazos en nuestras casas de las furibundas víctimas del carnaval que pedían el castigo y el azote, y de que todos los años lo mismo y que estaba yendo al trabajo y qué éramos unos maleducados e impertinentes mocosos que se creen dueños del barrio y cosas por el estilo. Nos divertíamos, es cierto, el carnaval era ese lapso de felicidad que comprendía los últimos días de vacaciones, donde nos sentíamos libres y envalentonados ante el otro, ante los demás. Nuestras máscaras que igualaban eran esos tres días de libertad pura, de la mirada aparentemente ausente de nuestros padres y abuelos cuya única preocupación era que no dejásemos todo hecho un enchastre. Si hasta cambiaban el pico de la canilla para poder inflar las bombitas o nos daban el balde más viejo y nos regalaban los paquetes aduciendo que estaban en oferta. Ellos vivían a su modo nuestro carnaval, a través nuestro, añorando sus tiempos en la corrida infame y rebelde del pibe que mediante un certero bombazo destruyó todo un trabajo de peluquería de horas. Los carnavales se vivían en la calle, en barra, y todos juntos. Y no importaba si vos tenías un paquete y el otro tres, se compartía, iba todo al balde común y todos compartían la estrategia.
Los últimos retazos del recuerdo se lo lleva una murga. A principios de los ochenta aún se hacían los corsos en la avenida Freyre; creo que arrancaban por calle Vera, o al menos nosotros arrancábamos desde allí. Con machetes de chifle y las recién aparecidas nieves artificiales, rondábamos la avenida en busca de acción, pero todo se paralizaba cuando aparecían ellos, la murga de Patoruzú. Iban todos vestidos con el poncho amarillo de tela brillante, al ritmo de los tambores, con boleadoras, algunos de ellos caracterizando a famosos personajes de la tira. Danzaban y desplegaban la alegría auténtica de sentir en la piel pobre, toda la riqueza del mundo por un puñado de días.
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