Hace exactamente un mes, con la preocupación de quien disfruta del fútbol, y mucho más de un mundial de fútbol –hay que dar gracias que, por nuestros debilitados corazones, sucede cada cuatro años-, escribía con inquietud, casi desazón, sobre el tropiezo inicial de nuestra selección de fútbol. Con todas las expectativas puestas en el mejor jugador del mundial, que gracias a poderes superiores pertenece a nuestra nacionalidad, asistíamos a una derrota que llenaba de dudas y miedos ulteriores.
El derrotero no se presentaba nada fácil. Los fantasmas del pasado, los de las finales perdidas y las despedidas anticipadas, volvían a materializarse en nuestros ansiosos corazones futboleros; corazones que ansiaban ver la foto de nuestro capitán levantando la copa. Un sueño que no solo era el de todos los argentinos sino también, por lo que pudimos ver después, el de muchísima gente de diferentes nacionalidades, que igualmente deseaba ver a Lionel Messi con la copa más linda del universo en sus manos. Pero la mirada perdida y angustiada de Messi en la final perdida en el recordado mundial de Brasil 2014 era una postal imborrable de la mochila emocional que arrastraba desde que se puso la albiceleste.
El comienzo no fue fácil, y fue solo una muestra de lo que sucedería después. Como siempre, como dice el tango, como característica principal de nuestra personalidad y del drama diario de ser argentino: primero, hay que saber sufrir. Y los argentinos sabemos de sufrimiento, en todo metemos el alma, el corazón, nos chocamos; nos damos de frente con los mismos problemas, repetimos errores; protestamos (se dice que la sociedad argentina es la más quejosa del mundo), exigimos, sacamos pecho, nos enorgullecemos y con la puteada a flor de piel, seguimos adelante, como si nada hubiera pasado.
Lo mismo sucede con nuestro fútbol mundialista, porque sabemos, el mundial es otra cosa; el mundial involucra a todos, hasta a aquellos que no les gusta este maravilloso deporte. El mundial es una ola que va arrastrando a cada una de las almas argentinas, va subiendo en interés y envolviendo a cada integrante de la familia. Levemente, primero de soslayo, luego comprometidos, y finalmente imbuidos y defendiendo cábalas y repartiendo banderas y rezos, insultos y cuernitos; los personajes de la familia que al principio protestaban por la cantidad de partidos, se fueron convirtiendo en expertos sabelotodo de la ley del offside, de cuándo debía o no intervenir el VAR, y hasta de la belleza de los jugadores de la selección y el nombre de sus esposas e hijos. El mundial en la Argentina se vive así. No debería sorprendernos, pero siempre, siempre, vamos a terminar sorprendiéndonos.
Un apartado especial, que se fue dando a lo largo del campeonato, se merece el tan arraigado uso de las cábalas. El fútbol argentino, que tuvo a uno de los mayores exponentes del uso de las cábalas en el Dr. Carlos Salvador Bilardo y la selección campeona del 86, se fue acostumbrando a rituales personales auto impuestos y a la vez exigibles a otros del ámbito familiar y político (como si tal o cual fueran mufa), por creer que se pueden modificar con nuestra conducta las decisiones de la suerte. Convencidos de que la selección ganará si la bandera está acomodada bajo el televisor; si el abuelo pone la dentadura en remojo; si hay que abrazar el oso de peluche durante todo el cotejo, o si todos -absolutamente todos- los integrantes de la familia ocupan el mismo lugar y ven con la misma ropa cada partido.
Acuerdo tácito e irrompible. Contrato no verbal entre los hinchas sentados frente al televisor, o con la oreja pegada a la radio, entre los once jugadores que se debaten contra otros once. La cábala es fundamental. No se discute. Se aplica o se corre el riesgo de llevar el cartel de mufa para toda la futura vida mundialista. Apasionados hasta en la superstición, cada uno de los "cabuleros" debe llevar íntimamente el orgullo y la certeza de saber que esa copa levantada el 18 de diciembre, tiene la marca de su energía cabalística. Si bien no es exclusivo de nuestra argentinidad, estudios realizados han demostrado que al menos uno de cada cuatro argentinos lleva a cabo diferentes rituales en pos de la ayuda extra para la selección. Crease o no, como decía mi abuela: "Que las hay… ¡las hay!"
Lo empírico es que nuestra selección, con cábalas o no, demostró con el paso de los partidos, que siempre fue de menos a más; que aquel fatídico comienzo frente a Arabia Saudita fue solo un traspié, un engendro de la naturaleza deportiva que, como puse en mi escrito anterior, actuó como un balde de agua fría, pero que a su vez funcionó como un baño de humildad ante egos inflamados (por los medios) y por la impresionante estadística de 36 partidos sin conocer la derrota. Rendido a los hechos, funcionó.
Esta selección de fútbol nos identificó; nos dio mucho más de lo que nos han dado otras. Quizás por el hecho de que ahora, con la proliferación de la información, con la inmediatez de las redes sociales, con la calidad de la emisión y con todo lo que rodeó a este megaevento que sucede cada cuatro años, teníamos al instante las imágenes, las emociones, las repeticiones, todo con cobertura oficial y con historias mínimas que se iban sucediendo cada milisegundo. Así conocimos sus historias personales, sus luchas individuales, sus fantasmas, sus objetivos y hasta a su familia.
Pero este proceso se empezó a vivir allá por el 10 de julio de 2021, en plena pandemia, con la Copa América en Brasil; con la final soñada en el lugar soñado. Entonces elegimos creer. Ellos eligieron creer. Y vimos a nuestro capitán, tan dios de carne y hueso, tan héroe y tan humano, desplegar toda su sonrisa. Y vimos en su barbado rostro infantil toda la emoción y el liderazgo henchido de humildad. Tanta felicidad en un año en que solo había tristeza. Y la alegría venía de tierras brasileras.
Hoy el mundial ya es historia. El Mundial de Fútbol Qatar 2022 pasó a ser estadística; fríos números que quedarán para analizar cada mundial venidero, para desmenuzar cada partido, para analizar cada gol y que servirá de apoyo para el que viene. Pero para nosotros, los argentinos, no fue un mundial más. Fue el mundial que todos esperábamos ver, fue una película de acción y de amor con final feliz. El guion parecía por momentos el de una película de terror, con sus tantos clichés y monstruos reconocibles, con la propia tensión de aquel que se involucra directamente con el argumento y sus personajes.
No fue un mundial más, fue el mundial en el que vimos a Lionel Messi levantar su máximo trofeo. Vilipendiado, rechazado, cuestionado por muchos, él no se dejó amedrentar. A sus 35 años nos regaló la copa que hacía treinta y seis años no se ganaba. No fue un mundial más, repito, fue un mundial histórico, multitudinario, donde en un abrazo el pobre fue rico y el rico fue pobre. Fue el mundial en donde la camiseta o el ideario político no mermaron el beso, la emoción, el disfrute pleno. Fue el mundial donde Argentina se pobló de argentinos. Fue el mundial en el que por un mes fuimos Messi, Scaloni, el Dibu… todos. Fuimos camiseta, gorra, bandera; fuimos millones y fuimos uno. Fuimos pelota. Fuimos campeones…