Cipriano Reyes en la Convención Constituyente de 1957, en Santa Fe. Fiel a su trágico destino reclamó la vigencia de la Constitución de 1949.
Por Rogelio Alaniz
Cipriano Reyes en la Convención Constituyente de 1957, en Santa Fe. Fiel a su trágico destino reclamó la vigencia de la Constitución de 1949.
Foto: Archivo El Litoral
por Rogelio Alaniz
Los torturadores de Reyes son un anticipo de los futuros sicarios de las Tres A. Maniobras tácticas geniales del Viejo, dirán los muchachos. Cipriano Reyes lo desafió a Perón y fue derrotado. Creyó que podía ser el padre de la criatura y se equivocó en toda la línea. Supuso que las masas movilizadas a partir del 17 de octubre respondían a ideales o aspiraciones que podían ser canalizadas orgánicamente por el Partido Laborista. Sobrestimó la gravitación de un partido y subestimó el carisma de un caudillo. Las masas no eran laboristas, probablemente nunca lo fueron; eran peronistas o empezaban a serlo. Dicho de una manera más directa: los votos eran de Perón, no de Reyes y, mucho menos, del laborismo, un partido que al momento de iniciarse el conflicto tenía meses de vida. Visto en retrospectiva, Reyes nunca tuvo chances de ganarle a Perón, pero en 1946 él pensó que la resistencia a la concentración y personalización del poder tenía sentido. El laborismo era joven, pero Perón también estaba haciendo sus primeros palotes en el poder. No estaba tan claro que el liderazgo de Perón iba a ser tan avasallante. El ajuste de cuentas a Reyes y a ese otro dirigente laborista que se llamó Luis Gay, puso en evidencia que, efectivamente, el poder de Perón era absoluto y no se discutía. A decir verdad, la decisión de Perón de ordenar la disolución de las estructuras partidarias que habían apoyado su candidatura en febrero de 1946 no era del todo descabellada. Las refriegas internas por la distribución de cargos eran insoportables. A ello se sumaba, por supuesto, la concepción militarizada del poder por parte de Perón. Cuando llegó la orden de unificarse, el acatamiento fue mayoritario. Los radicales de Hortensio Quijano y los conservadores de los Centros Cívicos hicieron cuerpo a tierra y se sometieron. También lo hizo la mayoría de los laboristas, salvo Reyes y un puñado minoritario de dirigentes. Perón se propuso en un primer momento controlar al dirigente sindical. Una de sus primeras movidas fue la de designarlo presidente de la Cámara de Diputados. Reyes rechazó esa oferta con palabras despectivas. Era una personalidad fuerte, tenía ambiciones de poder, se tenía confianza y empezaba a desconfiar de la sonrisa seductora del jefe. Decididamente no era Cámpora. O alguno de los posteriores dirigentes sindicales de entonces -Espejo, Vuletich- cuya exclusiva virtud era la mediocridad y la obsecuencia. Cuando Perón se convence de que con Reyes no hay arreglo posible, decide recurrir a otros expedientes. El 4 de julio de 1947, el dirigente sindical viajaba en taxi desde Buenos Aires a La Plata, cuando un auto se pone a la par y desde allí disparan una ráfaga de ametralladora. Las balas matan al taxista y Reyes es herido. Nunca se supo el nombre o los nombres de los asesinos, pero nadie dudó de dónde venía la orden, como nadie dudó de lo que Perón era capaz de hacer para saldar diferencias internas. Reyes debería haber tomado nota del enemigo que tenía enfrente, pero no fue así. Redobló la apuesta que incluyó la amenaza de que él personalmente lo iba a matar a “ese hijo de puta”. Se dice que Perón se preocupó. Conocía a Reyes y sabía que era capaz de cumplir con su amenaza. Lo había visto en Berisso pasearse con la pistola en el cinto. Después estaban las propias exigencias del poder. Para 1948 la oposición arreciaba con sus críticas. Perón necesitaba ejercer su autoridad y decidió hacerlo con Reyes. En enero de 1948, el laborismo fue despojado de su personería legal. Reyes estaba cada vez más solo y sin ninguna posibilidad política. A la hora de eliminar enemigos, Perón era un maestro en la organización de la puesta en escena. Aniquilar a Reyes no debía entenderse como una venganza personal, sino como una epopeya contra los grandes intereses imperiales vigentes. Los pasos se dieron con una prolijidad encomiable y siniestra. El 8 de septiembre, en un acto celebrado en la ciudad de Santa Fe, Perón convoca a la multitud a hacer justicia por su propia mano. Es la primera vez que lo hace en un acto público, pero no será la última. El discurso concluye con una frase intimidante, agravada en este caso porque la pronuncia un presidente de la Nación. “A mí, que me han pedido paz y orden, no me va a temblar la voz el día que tenga que ordenar que cuelguen a todos”. Para liquidar a Reyes, Perón va a inventar una conspiración norteamericana. Por aquellos días, la Argentina estaba recomponiendo sus relaciones con EE.UU., pero en estos temas para Perón la verdad o la mentira no son cosas dignas de tenerse en cuenta. Como para que el culebrón sea completo, se apalabra a algunos jefes militares leales para que tienten a Reyes en alguna asonada golpista, anzuelo que Reyes muerde sin vacilar. El 24 de septiembre los acontecimientos se precipitan. La policía detiene a Reyes y a algunos de sus colaboradores y los acusa de conspirar con los yanquis para asesinar a Perón. No terminan allí los atropellos. Reyes es conducido a la tenebrosa Sección Especial y allí los sicarios de Perón lo someten a los rigores de la picana. Reyes no abre la boca y no delata a nadie, pero el precio a pagar son sus testículos, definitivamente destrozados por las descargas eléctricas de la policía peronista. Perón concluye su movida con una concentración multitudinaria en Plaza de Mayo. Allí el líder se descarga contra los yanquis ante una multitud aullante que amenaza con salir a quemar los bancos norteamericanos. Mientras tanto el jefe de la Policía le dice al embajador norteamericano que no tome a mal los excesos verbales de Perón, porque todo esto se hace para resolver algunos problemas internos y lograr el apoyo de la clase obrera. El peronismo está aprendiendo a ser peronista. Los torturadores de Reyes son un anticipo de los futuros sicarios de las Tres A. Maniobras tácticas geniales del Viejo, dirán los muchachos. Reyes va a ser juzgado y condenado. Eduardo Colom, una de las primeras espadas del peronismo político, calificará al juicio como una monstruosidad jurídica. Nada de ello impedirá que vaya a la cárcel y que recién recupere la libertad en 1955. No deja de ser una paradoja humillante que sea la odiosa Revolución Libertadora la que le devuelva la libertad a uno de los primeros peronistas. Reyes no será el único laborista que aprenderá en carne propia la lección de lealtad al jefe. Luis Gay, dirigente sindical aceptó la orden de Perón de disolver el laborismo, pero desobedeció la orden de someter a la CGT al Estado o, para ser más preciso, a la voluntad del líder. ¡Pobres laboristas que confiaron en Perón o se creyeron los más vivos del mundo cuando, pisoteando sus viejas creencias, decidieron arreglar con un militar de sonrisa fácil y abrazo ruidoso! En pocos meses Gay aprenderá que con Perón no se juega. Sobre estos temas el “Primer trabajador” es hasta previsible. Cada vez que hay que liquidar a un disidente que molesta, se inventa alguna conspiración yanqui. En el caso de Gay, se lo acusa de haber acordado con las centrales sindicales de Estados Unidos que en esos días visitaban a la Argentina invitados por la Casa Rosada. Hubo reuniones, abundaron las sonrisas, los abrazos, pero también las amenazas veladas. En algún momento Perón convoca a todos los dirigentes sindicales de la CGT y acusa a Gay de traidor y de estar involucrado en una conspiración contra la Argentina. Los dirigentes sindicales le piden pruebas, pero Perón no da ninguna. Considera que su acusación debe ser admitida como un acto de lealtad. A Gay la única alterativa que le queda es decir que Perón es un mentiroso, paso que no se atreve a dar. La CGT queda en manos de Perón y del alcahuete de turno: José Espejo, un personaje irrelevante e insignificante. ¿Y la conspiración norteamericana? Bien gracias. Lo que importaba era el control de la CGT y Gay, lo demás, como dijera otro dirigente sindical, circo para la gilada. Bien por Perón y su magistral lección de peronismo de primera clase.
Aniquilar a Reyes no debía entenderse como una venganza personal, sino como una epopeya contra los grandes intereses imperiales vigentes.