Por Horacio Rosatti (*)
A 30 años de la última reforma constitucional (XIII).
Por Horacio Rosatti (*)
Hay ciudades que tienen, desde su mismo origen o por un avatar posterior, el privilegio -o la desgracia- de estar atravesadas por un signo que las distingue. No conozco una ciudad en el mundo que, sin haber sido capital de país, haya sido sede de la redacción de la Constitución nacional originaria y de casi todas sus reformas posteriores. Salvo Santa Fe. Este hecho puede ser considerado relevante o puede ser ignorado. Depende de cada generación de vecinos. Y, lógicamente, de sus gobernantes.
Hace muchos años visité la ciudad de Filadelfia, que en 1787 fue la cuna de la Constitución federal de los Estados Unidos, todavía vigente, para entrevistarme con sus autoridades locales. Recorrí su casco histórico, el Independence Hall donde se reunieron George Washington, Benjamín Franklin, James Madison y Alexander Hamilton y contemplé la Campana de la Libertad. Presentía que esa comunidad estaría orgullosa del hito histórico que la había tenido como telón de fondo y que aprovecharía esa ventaja con relación a otras ciudades del país. Pero me equivoqué. Frente a mi inquietud, recibida con cierta sorpresa, el alcalde me dijo que la ciudad que gobernaba era conocida por personajes como el pugilista Joe Frazier, la escalinata del Museo de Arte -"la escalinata, no el Museo", me aclaró- inmortalizada por Sylvester Stallone en Rocky -una película que también refiere al coraje de un boxeador- y por ciertos hechos de violencia.
¿Qué ventajas relativas deberían derivar de ser una ciudad constitucional? La identificación con la norma jurídico-política más importante del país debería reflejarse no sólo en la fisonomía de la ciudad, en su simbología, sus monumentos, el nombre de sus calles, la especificidad de sus museos, la denominación de su oferta gastronómica, y varios etcéteras. También debería reflejarse en la conducta de sus vecinos.
El respeto por las normas más sencillas de la convivencia (por ejemplo, reunirse para diseñar pautas de conducta o rutinas de ayuda a los más vulnerables, establecer un día en el que sean los vecinos y no sólo el municipio quienes se encarguen de limpiar calles y plazas, o simplemente sacar la basura en el horario correspondiente) expresarían un rasgo diferencial de cultura cívica propio de una "ciudad constitucional".
Ese signo o sino esparció su magia para que, en un país convulso, constituyentes con distinta ideología hayamos dejado de lado perspectivas sectoriales disímiles por espacio de tres meses construyendo una obra colectiva. Entre tantos ejemplos de superación, recuerdo haber mirado a los costados de mi banca y ver sentados a Raúl Alfonsín y a Aldo Rico (quienes habían protagonizado el episodio que culminó con "felices Pascuas" y "la casa está en orden") a diez metros de distancia, interviniendo sin interrumpirse. Se trató, tal vez, del último acto de política arquitectónica en el país; porque antes de la asamblea constituyente había habido grieta y después también.
A treinta años de haber participado en aquella Convención, en una atmósfera donde no existía internet ni la tecnología de comunicación actual, pero, paradójicamente, había más diálogo, y luego de ser Intendente de la ciudad y ahora juez de la Corte Suprema -que es el tribunal que interpreta y aplica la Constitución- pienso que los santafesinos todavía podemos intentar estar a la altura del signo de nuestra ciudad. Es decir, convertir al sino en destino.
Nunca es tarde para empezar.
(*) Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y ex convencional constituyente en la reforma de 1994. Artículo final de la serie producida por la Asociación Museo y Parque de la Constitución Nacional para El Litoral con motivo de los treinta años de la Reforma Constitucional.
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