El Litoral / Rogelio Alaniz
El Litoral / Rogelio Alaniz
Acordar con el FMI no es una tragedia, pero tampoco se lo puede presentar como una buena noticia. Los argumentos que brinda el gobierno para dar este paso son atendibles por la sencilla razón de que toda lógica de poder, toda decisión que se toma desde el poder, es habitualmente razonable.
Como se dice en estos casos: “No quedaba otra”: o el acuerdo con el FMI o el caos. En el caso que nos ocupa se afirma que es una medida preventiva para evitar males mayores. No es la primera vez que escuchamos esta frase. Y ojalá los hechos posteriores no se repitan, porque hasta la fecha cada vez que se han usado estos argumentos, lo que vino luego fue peor.
Imagino las refutaciones: esta vez será diferente. Ojalá. Y lo digo sin ironía. Pero admitan conmigo que la situación algo se ha complicado. Soy de los que creen que la historia no necesariamente se repite. Y en este caso formo parte de la legión de los que no queremos que se repita. Pero así como no está escrito que los hechos se repitan, tampoco está escrito lo contrario. Y al respecto recordemos que los hombres, y los argentinos en particular, damos cátedra en el arte de tropezar dos y tres veces con la misma piedra.
Como ya se ha repetido en estos días, no volvemos al FMI porque nadie vuelve de donde no se ha ido. Desde 1956 la Argentina está en el Fondo y en estos sesenta años transcurridos acordó 26 veces con esta institución.
Para tener presente. De esos 26 acuerdos firmados, la fuerza política que más veces firmó con el FMI fue el peronismo: nueve veces. Un dato a tener presente cuando los vemos a sus dirigentes rasgarse las vestiduras por el supuesto atropello a la soberanía nacional “de la banca usurera internacional”.
Se sabe, de todos modos, que así como la historia no tiene la obligación de ser coherente mucho menos la tienen los políticos. Y mucho menos aún los políticos populistas. Por lo tanto, desde un punto de vista, si se quiere fáctico, no está mal tomar una línea de créditos disponible a una tasa de interés muchísimo más baja que la que, por ejemplo, nos cobraba Venezuela en los tiempos de Chávez y Néstor.
No está mal que que se tomen medidas financieras preventivas, sabiendo de antemano que nuestros prestamistas razonablemente nos van a solicitar que cumplamos con algunas exigencias que, según lo que se comenta, no serán las de los tiempos de Anne Krueger, pero van a ser exigencias al fin, porque nadie en el mundo presta plata sin condiciones.
Esperemos por lo pronto que no sean muy lesivas. Se dice que el FMI ha cambiado y tal vez sea cierto. El problema es que los que pareciera que no queremos cambiar somos los argentinos. El señor Duhalde insiste, por ejemplo, en que estamos condenados al éxito, aunque yo me temo que corremos el riesgo de estar condenados a los Duhalde de siempre, lo cual es, si se quiere, una fatalidad o una desgracia.
Con Duhalde o sin Duhalde, el acuerdo con el FMI avanzará porque, según se dice, el mundo que nos importa, nos mira con simpatía. Si bien esta empatía existe, tengo dudas respecto al alcance de estas afinidades. El mundo de las finanzas y de los intereses se mueve atendiendo a su propia lógica. Que nadie se asombre después o nos venga con la letanía al estilo “les hablamos con el corazón y nos respondieron con el bolsillo”... ¿Acaso se puede esperar otra cosa? Dicho con toda sinceridad y con algo de pena, los que están equivocados en este duelo no son los amigos del bolsillo sino los partidarios del corazón.
Repasemos. El acuerdo con el FMI hay que hacerlo sí o sí porque al ajuste hay que hacerlo sí o sí, con el Fondo o sin el Fondo.
¿Es tan así? Los números no dejan mentir. Todas las cifras que explicitan las variables económicas de la nación nos dicen que estamos fundidos. Gastamos más de lo que ganamos, importamos más de lo que exportamos; debemos más de lo que podemos pagar. Un país con catorce millones de planes sociales, más de dos millones de jubilados y pensionados sin aportes y una cifra parecida de empleados públicos, no tiene destino.
Después está el muerto que nos dejó el kirchnerismo. Es mentira que eso ya pasó. Quienes así hablan violentan las más elementales reglas de la historia. Como dice el refrán popular: “De aquellos polvos estos lodos”. Y no le demos más vueltas: si todas las cifras están en rojo es porque estamos fundidos. El problema es que una cosa es reconocer algo que es casi obvio y otra muy diferente es hacerse cargo de lo que hay que hacer para salir de esa situación. La palabra “ajuste” no le gusta a nadie. Pero en la vida privada como en la vida pública no siempre estamos obligados a hacer las cosas que nos gustan.
La demanda social de Argentina es la más alta de América latina. Por los motivos que sea, nos hemos acostumbrado a vivir por encima de nuestras posibilidades. Poner en orden esa realidad es además de una exigencia económica, una exigencia cultural, un cambio en nuestra manera de vivir y de sentir lo público. Setenta años de populismo conspiran contra este cambio. El mito, el prejuicio, la mala fe, de creer que por razones mágicas o por la magia del líder todo se arregla, sigue siendo fuerte y se robustece mucho más cuando ese populismo está en la oposición.
Los hechos no dejan mentir. Si el gobierno decide achicar la deuda reduciendo el gasto social, ponen el grito en el cielo; si aumentan los impuestos, se escandalizan; si emiten pesos, se disfrazan de liberales ortodoxos; si el dólar baja, exigen -como ya lo hicieron- un dólar recontra alto; si el dólar sube, ladran porque perjudica el poder adquisitivo; si se solicita ahorrar, se persignan y aseguran que no se le puede pedir ahorro a un pueblo extenuado; y si se pide plata prestada, denuncian el desvergonzado endeudamiento. Pasando en limpio, digamos que haga lo que haga, Cambiemos siempre estará equivocado, porque para el populismo Cambiemos es un execrable error desde su origen.
En este escenario, está claro que el acuerdo nacional que muchos reclaman con la oposición se hace por lo menos muy complicado cuando no, imposible. Nadie se puede oponer a un acuerdo alrededor de ciertas políticas de Estado; pero para que ello sea posible es necesario que los participantes jueguen con reglas claras. Y esto es lo que no ocurre hoy, por la sencilla razón de que no es posible un acuerdo con una oposición que lo que aspira no es a un acuerdo sino la derrota del gobierno.
Presentadas así las cosas, el gobierno de Cambiemos debe saber que no está condenado al éxito pero sí condenado a tomar decisiones antipáticas esperando que la confluencia entre medidas acertadas y buena suerte le permitan asegurar la gobernabilidad. Los riesgos son indisimulables. Las razones que nos asisten para firmar el acuerdo con el FMI son diferentes a las razones cotidianas de una sociedad que es la que legitima con su voto a los gobiernos y que debe soportar la cantinela demagógica de un populismo que se desentiende de las responsabilidades
De todos modos, importa insistir que con este gobierno -o con otro- de la crisis estructural no se sale sin esfuerzos y sin tiempo. En estos temas no hay magia. Y mucho menos magia populista. Los países que han logrado superar estas dificultades lo hicieron con clases dirigentes responsables y sociedades decididas a acompañar la tarea. No es lo que hoy tenemos. O no es lo que hoy nos sobra. Pero seríamos injustos si no dejáramos abierta una posibilidad a la esperanza.
En lo personal, le sigo teniendo más confianza a este gobierno que a cualquiera de las variantes que se ofrecen desde la oposición. “Entre el dolor y la nada, no tengo dudas, elijo el dolor”, escribió alguna vez un señor llamado Faulkner. Y si Cambiemos es el dolor, la oposición es la nada. O algo peor. Lo cual no deja de ser una ironía, porque tal vez la fortaleza más consistente de Cambiemos es precisamente la ausencia de una oposición creíble. O, para decirlo de otro modo, la presencia de una oposición cuyas versiones más visibles y más repugnantes se han expresado esta semana golpeando a un periodista y prometiendo matarlo cuando regresen al poder. Una vez más lo malo conocido se impone no a lo bueno por conocer sino a lo pésimo por venir. La fiesta del monstruo, como alguna vez escribieran con inspiración excelsa Adolfo y Jorge Luis.