Por María Teresa Rearte
Por María Teresa Rearte
La vida de fe no es algo que sea definitivamente logrado. Sino un camino que sabe de momentos luminosos y también de oscuros túneles. De horizontes que se abren ante nosotros y para nosotros. También de senderos ásperos y aún áridos.
De este modo he querido recordar en este tiempo litúrgico que en la Navidad hemos considerado la presencia de los pastores, que fueron los primeros en llegar al pesebre. Y encontraron al Niño recién nacido. En la solemnidad de la Epifanía que la liturgia acaba de celebrar el 6 de enero nos detuvimos a contemplar la llegada de los Magos de Oriente, que representan el inicio de una gran procesión que hasta nuestros días recorre los caminos del mundo y de la historia para encontrar a Jesús.
Si los pastores personificaron a los pobres de Israel, también personifican a las almas sencillas, a las personas humildes que interiormente experimentan la cercanía de Jesús. Por su parte los Magos venidos de Oriente son representativos de los pueblos del mundo que van en busca del Niño de Belén. Que lo honran como Hijo de Dios.
En esta reflexión quiero detenerme en los caminos de la fe con palabras del recordado Papa Benedicto XVI, que en el Prólogo de la encíclica "Deus caritas est", primera de su pontificado, decía: "Nosotros hemos creído en el amor de Dios, así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva".
Destaco la importancia de la cita porque siendo como fue un pontífice que mostró la razonabilidad de la fe, no obstante puso el amor en el centro de esa fe y de la vida cristiana. Y en tal sentido se refiere al evangelio de Juan cuando afirma: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en Él tengan vida eterna" (Cf 3, 16).
A la vez, subrayo el valor de esta enseñanza en la actualidad, cuando asistimos a un mundo con tantas confrontaciones en el interior de las naciones. Y aún de conflictos internacionales. E incluso de sociedades alteradas. Por lo que adquiere especial resonancia la decisión del Papa nombrado al inicio de su pontificado: "Hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás" (oc.).
"Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero" (oc. 18).
No son pocas las objeciones que se formulan en contra de la actividad caritativa de la Iglesia, expresadas por ejemplo por el pensamiento marxista. Para el que los pobres no necesitan obras de caridad; sino justicia. Las obras caritativas serían un modo de eludir la instauración de la justicia. Por el que los ricos silencian las demandas de su conciencia, mientras conservan su posición económica y social, a la vez que despojan de sus derechos a los pobres.
Sin embargo podemos comprobar como la solución de los problemas sociales prometida por la colectivización de los medios de producción no ha concretado los sueños del marxismo.
El orden justo de la sociedad y del Estado es responsabilidad principal de la política. Además, sabida es la distinción que hace el cristianismo entre lo que es del César y lo que es de Dios (Cf. Mt 22, 21). Entre Estado e Iglesia. Lo que en términos del Concilio Vaticano II está expresado en el reconocimiento de la legítima autonomía de las realidades temporales (GS, 36).
Pero ¿qué es la justicia? La respuesta concierne a la razón práctica. La que para realizar su función necesita purificarse de la ceguera ética derivada del interés, la codicia y el poder.
Política y fe no son necesariamente antagónicas. Sino que se encuentran. La fe y su referencia a Dios pueden ser una fuerza liberadora para la razón y el cometido de la política.
La Iglesia no puede ni en modo alguno debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede marginarse de la inquietud y el empeño por la realización de la justicia. Y debe alentar la liberación de las fuerzas espirituales que la hagan posible.
El amor –caritas- siempre va a ser necesario, por más organizada y justa que pueda parecernos una sociedad. No hay orden estatal que torne superfluo el servicio del amor. Desentenderse del amor conduce a la indiferencia por la suerte del hombre. Del compatriota, el hermano.
La experiencia nos muestra que siempre hay necesidades que demandan nuestra solidaridad. Siempre hay sufrimientos que requieren alivio. Y hay soledades que demandan el apoyo social.
No se trata sólo de llevar ayuda material al necesitado, aunque la experiencia argentina muestra en ese sentido la acción caritativa de la Iglesia de diversas formas, desde las más humildes a las formas organizadas. Pero quiero subrayar que se trata también de llevar esperanza al necesitado. De enseñar a compartir. Y de responsabilidad social. La opulencia de unos pocos es un contraste ominoso frente a la miseria de tantos otros.
En la ideología que sostiene que las estructuras justas hacen superfluas las obras de caridad subyace una concepción materialista del hombre. Expresada en la idea de que "sólo de pan vive el hombre" (Cf 4, 4). Pero no menos materialista es la posición de quienes sostienen que la fe está reñida con el progreso. E ignoran la necesidad del desarrollo integral de la persona humana. Y del bien social.
Para terminar me remito al Papa Francisco cuando dice: "La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar" (Cf. Jn 16, 22). Los males de nuestro mundo –y los de la Iglesia- no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que "donde abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rm 5, 20).
La experiencia nos muestra que siempre hay necesidades que demandan nuestra solidaridad. Siempre hay sufrimientos que requieren alivio. Y hay soledades que demandan el apoyo social.