por Rogelio Alaniz ralaniz@ellitoral.com
Por Rogelio Alaniz
por Rogelio Alaniz ralaniz@ellitoral.com
El 30 de septiembre de 1975, el abogado Felipe Rodríguez Araya y el procurador Luis Eduardo Lescano, fueron secuestrados por una patota parapolicial. El operativo, perpetrado con los clásicos Ford Falcon verdes, se consumó durante la noche. Cuatro o cinco horas más tarde los cadáveres de ambos fueron encontrados en el autopista Rosario-Santa Fe, a la altura del descampado Ricardone, a unos treinta kilómetros de Rosario. Estaban despedazados. El pudor y el respeto a su memoria exigen no entrar en detalles, pero basta con saber que todo el repertorio macabro del sadismo y la barbarie fueron aplicados contra las víctimas. Estas escenas de horror ocurrían en 1975, durante el gobierno peronista presidido por la esposa del general. Por supuesto, ella no era la exclusiva responsable de lo sucedido. El Partido Justicialista había ordenado exterminar a los infiltrados; algo parecido dijo en su momento Ítalo Luder, el presidente provisional calificado como moderado. En aquella célebre reunión con los mandos militares, un dirigente sindical le pidió a los generales que exterminen a los subversivos como ratas. No, el terrorismo de Estado no empezó en 1976, sino dos años antes. Las Tres A fueron una banda de asesinos y mercenarios, pero ellos no actuaron por cuenta propia, sino cumpliendo órdenes de las máximas autoridades políticas de entonces. Si algún dirigente oficialista se sintió en algún momento consternado por la maquinaria de muerte que pusieron en marcha, no lo sabemos. Lo seguro es que, efectivamente, el terrorismo de Estado adquirió después del 24 de marzo una lógica perversa e implacable, pero el huevo de la serpiente anidaba desde 1974 y una genuina política de derechos humanos no debería desconocer ese dato inapelable de la realidad. Lescano era un militante peronista. Docente y procurador, participó en todas y cada unas de las peripecias del “Luche y vuelve” que distinguió a la juventud peronista de los años sesenta y setenta. Militó en la CGT de los Argentinos liderada por Raymundo Ongaro y dictó clases en colegios nocturnos. En 1972 fue detenido y sometido a apremios ilegales. Su preocupación docente era la educación de adultos; como profesional del derecho dedicó sus últimos años a la defensa de presos políticos, la causa por la cual fue secuestrado y muerto. Rodríguez Araya era abogado y uno de los defensores de presos políticos más conocidos en la provincia. Hijo del prestigiado dirigente radical, él mismo se identificó desde muy joven con las banderas de la UCR. Rodríguez Araya estaba identificado con el Movimiento de Renovación y Cambio orientado por Raúl Alfonsín. Rodríguez Araya fue secuestrado en su casa. El operativo se realizó con absoluta impunidad. Hombres armados hasta los dientes llegaron en dos autos marca Ford Falcon. Desde la ventana del departamento, Rodríguez Araya vio a los autos estacionados y a los hombres armados que se dirigían a su casa. La mujer le dijo que se escapara por una puerta de servicio, pero él no era hombre de dejar a su familia expuesta a la ferocidad de los verdugos. Se entregó sabiendo cuál era su destino. Fue su último gesto de coraje. Los hombres que ingresaron al edificio derribando puertas y armados hasta los dientes, eran nueve. Dijeron lo de siempre: que cumplían órdenes, que Rodríguez Araya debía acompañarlos y que en pocas horas estaría de regreso. Felipe les pidió documentos. Uno de ellos sacó una cédula a nombre de Lescano, es decir, la persona que terminaban de secuestrar. La perversidad aplicada hasta en los detalles. Poco importa saber si la familia les creyó o no. Las armas, los rostros amenazantes de los malhechores, no dejaban demasiadas opciones. Cuando la patota se retiró, la señora salió a la calle en el acto. En ese momento se hizo presente un policía para preguntar por qué lo habían llamado por teléfono. En efecto, una de las decisiones de Rodríguez Araya fue llamar a un comando, gesto de una conmovedora e impotente ingenuidad en un tiempo donde las patotas del Estado terrorista circulaban por la calle sembrando el terror y la muerte como señores de la guerra. Según se sabe, esa noche Rodríguez Araya y su esposa habían ido al cine. Algo parecido ocurrirá un año más tarde con el escritor Haroldo Conti. El pasaje de la ficción a la realidad, adquirió para ellos el tono alucinante de la pesadilla. El crimen estaba destinado a la impunidad. El empecinamiento de las instituciones de derechos humanos, el compromiso de la familia de Rodríguez Araya y, muy en particular, su hijo Lisandro, más una pequeña pero decisiva cuota de azar, permitieron que por lo menos algunos de los responsables estén entre rejas. Fueron las declaraciones de un arrepentido, Gustavo Bueno, al fiscal Gustavo Frávega las que dieron las primeras pistas. Allí se supo que Pagano, o Sergio Paz o Wenceslao, se jactaba de los crímenes cometidos, entre los que mencionaba los de Rodríguez Araya y Lescano. Pagano fue personal civil de Inteligencia del Segundo Cuerpo de Ejército. De hecho, fue uno de los perros de presa de Agustín Feced, uno de los psicópatas más siniestros en un tiempo donde el tono de lo siniestro era dominante. Las declaraciones de Bueno ante el juez Frávega se produjeron en los primeros días de abril de 2006. En realidad, todo comenzó en junio de 2004, cuando el juez federal Omar Digerónimo procesó a los represores Guerrieri, Fariña, Amelong y Constanzo por la desaparición de doce personas. Después vinieron las declaraciones de Bueno y el pedido de captura contra Pagano. El 28 de abril de 2006 a la noche, el policía Eduardo Constanzo, hijo de un torturador del mismo apellido, detuvo a Pagano a la salida de la misa celebrada en la Iglesia Nuestra Señora de la Misericordia. No deja de ser curioso que un asesino serial sea detenido a la salida de misa gracias a la intervención de un policía cuyo padre pudo haber sido otro de los miembros del comando que secuestró a Lescano y Rodríguez Araya El juicio contra los represores estuvo a cargo del juez federal Germán Sutter Schneider. Pagano fue condenado a cadena perpetua acusado de diecisiete privaciones ilegales, de las cuales catorce derivaron en homicidios. Un episodio lo describe a Pagano de cuerpo entero. Es el de la muerte de Enrique Imhoff, a quien le quitó la vida con un golpe de karate. El hecho adquiere tonos perversos porque Imhoff tenía en ese momento un año y medio, es decir, era un bebé a quien Pagano asesinó sin inmutarse para probarles a sus aterrados testigos qué clase de persona era. Junto con Pagano fueron condenados Pascual Guerrieri, Jorge Fariña, Daniel Amelong, y Eduardo Constanzo. La banda incluye, además, a Eduardo Rebecci, Walter Pérez Blanco, Ángel Cabrera, Luciano Jaúregui y Tito Oreffice. Más de treinta años demoró la Justicia en condenar a los asesinos. Sobre esa demora se podrán hacer las más diversas interpretaciones, pero más allá de los detalles no deja de ser estimulante para la condición humana y los valores de la Justicia que los asesinos de Rodríguez Araya, Lescano y tantos otros, estén entre rejas.
Rodríguez Araya era abogado y uno de los defensores de presos políticos más conocidos en la provincia. Hijo del prestigiado dirigente radical, él mismo se identificó desde muy joven con las banderas de la UCR.
Lescano era un militante peronista. Docente y procurador, participó en todas y cada unas de las peripecias del “Luche y vuelve” que distinguió a la juventud peronista de los años sesenta y setenta.