I
I
Dudar es legítimo, pero no es justo que el destino, los dioses o nuestra singular condición de argentinos nos hayan condenado en estas elecciones a arrastrarnos en los fangos de la duda, hasta el momento mismo de ingresar a la penumbra del cuarto oscuro y emitir el voto. Además, nunca me ha pasado contar con amigos que con idéntica resignación declaran votar por Sergio Massa, por Javier Milei o en blanco. Nadie lo hace con pasión o entusiasmo. Lo que predomina es la resignación, algo parecido al conformismo y a una cierta sensación de angustia por el presente argentino y, sobre todo, por el futuro que nos aguarda. Por supuesto, no hablo en nombre de todos los argentinos. Hablo de mis amistades y de mis conocidos. De un puñado de gente unido por el afecto, pero también por las diferencias políticas, porque, bueno es saberlo, a veces, cuando predominan las razones del corazón, las diferencias políticas en lugar de dividir, unen. Hablo, además, como integrante de ese decisivo treinta y tres por ciento de votantes que en la primera vuelta no votó ni por Massa ni por Milei, aunque ahora, con su voto, y por esas extrañas paradojas de la política, decidirá quién será el nuevo presidente.
II
Alguna vez, hace ya más de cuarenta años, los muchachos y las chicas del "Mayo francés", escribieron en la pared de la esquina de una de las barricadas del Barrio Latino: "Es preferible un final espantoso que un espanto sin fin". ¿Por qué regresa a mi fatigada memoria esa frase? No lo sé. O lo que sé es que llega, como suele ocurrir con los recuerdos, con ciertas variaciones. La frase que se me ocurrió la repetí en voz baja y ahora la escribo. Pero no pretende ser verdadera, es apenas un pálpito, una advertencia o una señal de alarma. Milei, me dije, nos promete un final espantoso; Massa, un espanto sin fin. Como se dice en estos casos: ojalá me equivoque, pero ya es inquietante que esta premonición se me haya ocurrido o se me haya cruzado. No es la primera vez que dudo en una elección. Pero es la primera vez que mi duda es absoluta, es decir, alcanza a los dos candidatos. En 1983 voté por Oscar Alende, pero me hubiera gustado votar por Raúl Alfonsín. En 1989 tenía mis objeciones con Eduardo Angeloz, pero ni ebrio ni dormido hubiera votado por Menem. En 2000, Fernando de la Rúa no me derretía de gusto, pero ni mamado hubiera votado al señor que contribuyó de manera decisiva a transformar el Conurbano en un antro mafioso. En 2003 voté convencido por Lilita Carrió y estaba decidido a votarlo a Néstor Kirchner para impedir que Menem fuera presidente. Nobleza obliga: agradezco a Menem su huida, ese feliz brinco de comadreja, porque jamás me hubiera perdonado votar al responsable, al autor, con su esposa, del régimen cleptocrático que venimos padeciendo los argentinos desde hace dos décadas. Lo que quiero decir, es que en todos los casos voté dominado, es verdad, por ciertas vacilaciones, pero convencido de que el otro candidato era peor. Equivocado o no, voté de buena fe, convencido y sin culpas.
III
De todos modos no está de más insistir en que Milei y su entorno son responsables por las cosas horribles que él dice o promete; incluso por aquello que promete y sabe que no podría o no lo dejarán hacer. Confieso que en algún momento hice algo así como un ejercicio mental para justificar el voto. Imposible. Imagine todas las posibilidades, busqué todas las coartadas posibles, me esforcé por hallar un argumento que justificara mi voto por él. Y lo logré. Siempre es posible justificar lo peor. Lo logré, pero acto seguido me dije: no puedo. No puedo votar a mis verdugos; no puedo votar a un populista de extrema derecha, reaccionario fóbico y con visibles desequilibrios mentales. Me puedo equivocar, pero no puedo, a sabiendas, traicionarme a mí mismo. Acerca de Massa, no me dominaron las mismas dudas. Este descalabro que es la Argentina, este país con pobres, con indigentes, con jóvenes que lo abandonan, con bandas mafiosas alentadas desde el poder; este país cada vez más empobrecido y decadente, ha sido modelado desde que se inició el siglo XXI por el mismo poder que ahora, de manera discreta pero eficaz, proclama a Massa presidente. Massa mismo es la encarnación de la política devenida en farsa, manipulación, trampa, cinismo, insensibilidad, excusa para enriquecerse. Massa es, para decirlo sin eufemismos, el peronismo en su perversa plenitud.
IV
Hace muchos años un viejo frondicista que ya no está con nosotros me contó que en cierta ocasión Arturo Frondizi llamó por teléfono a John F. Kennedy para quejarse de la presencia de agentes de la CIA en la Argentina. La respuesta de Kennedy fue concluyente, incluyendo ese tono de humor que distinguía a quien fuera uno de los mejores presidentes de Estados Unidos: "Frondizi, lo que usted me pide es imposible; y lo es porque yo no puedo retirar a la CIA que sospecho que opera a quince metros de mi despacho y usted me pide que retire a la CIA de la Casa Rosada, que está a quince mil kilómetros de la Casa Blanca". Kennedy sabía muy bien que el espionaje interno operaba en Estados Unidos como un doble poder o, en algunos casos, como el poder real, el poder que circula por las cloacas del estado. Su expresión más genuina era John Edgar Hoover, el hombre que extorsionó, chantejeó, espió a presidentes, ministros, secretarios de Estado y políticos desde 1924 hasta 1972; desde Calvin Coolidge a Richard Nixon, pasando por Frank D. Roosevelt, Dwight Eisenhower, el propio Kennedy y Lyndon B. Johnson. Si esto ocurre en la primera potencia del mundo, no resulta difícil imaginar lo que puede ocurrir en un país como la Argentina con instituciones más débiles y pulsiones de poder liberadas a su propia lógica y arbitrio. El espionaje es una faena que los estados invocan en nombre de la seguridad nacional o para conjurar la hipotética conspiración de enemigos externos, pero nosotros sabemos que de hecho su objetivo es la vigilancia interna, cuando no la muerte, como lo confirma el asesinato del fiscal Alberto Nisman. Se dice que este tipo de espionaje se despliega en los sótanos del poder, pero quienes lo financian y lo activan suelen estar en la superficie, suelen salir en las pantallas de la televisión, en las páginas de los diarios y ser votados por "la gran masa del pueblo". En la Argentina esta faena se "profesionalizó" durante las dictaduras militares. Los primeros pasos se dieron después de 1930, pero donde adquirieron eficiencia y calidad fue después del golpe fascista perpetrado por los coroneles en junio de 1943. A decir verdad, a Juan Domingo Perón y sus colaboradores -pienso en Lombilla, Visca, Velasco, Apold- les fascinaban estas labores "patrióticas". Ni qué decir de personajes como Villar, Margaride, Osinde y toda la ralea criminal dedicada a acumular información de opositores, pero también de "compañeros", un oficio que fue adquiriendo vida propia y en más de un caso llegó a escapar del control de sus propios promotores.
V
Valgan estos antecedentes para admitir que los hechos que en estos últimos días salieron a la luz acerca de las faenas de espionaje destinadas a vigilar jueces y fiscales, en un operativo que muy bien podría calificarse como un lawfare al revés, en tanto nos venimos a enterar de que no son los jueces de la Corte los victimarios de un gobierno que no vacila en calificarse -contra toda evidencia- en "nacional y popular", sino las víctimas de, entre otros, ese personaje siniestro nacido de las entrañas del kirchnerismo que se llama Rodolfo Tailhade y preside en el Congreso la Comisión de Juicio Político contra la Corte. Toda esta runfla de funcionarios visibles e invisibles hace rato que viene perpetrando labores canallas y miserables al amparo de un gobierno que tiene mucho para ocultar, empezando por sus jefes y muy en particular su jefa. Todos los países padecen de este flagelo que atenta contra las instituciones democráticas y libertad de sus ciudadanos. Lo que diferencia a uno de otros es la mayor o menor extensión y la mayor o menor impunidad. En la Argentina "Vigilar y castigar", no es solo el título de un libro de Michel Foucault, sino la práctica preferida de los detentadores del poder, por lo menos de algunos de sus más calificados titulares entre los que se incluyen destacados funcionarios del gobierno anterior. Las cloacas nunca terminan de limpiarse y los sótanos siempre están en penumbra, pero un gobierno que pretenda denominarse democrático no puede sumar a la oscuridad más oscuridad y a la mugre más mugre.
Dejanos tu comentario
Los comentarios realizados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de las sanciones legales que correspondan. Evitar comentarios ofensivos o que no respondan al tema abordado en la información.