Se equivocan los dirigentes de la oposición si suponen que al kirchnerismo lo van a derrotar con cacerolazos o promocionando escándalos reales o supuestos cometidos por la señora y sus colaboradores. A un gobierno de la textura del kirchnerismo se lo desplaza cuando la oposición es capaz de convencer a la sociedad de que ellos son las personas indicadas para gestionar el poder. Los errores del oficialismo ayudan a ganar posiciones; las crisis internas suelen ser excelentes auxiliares, pero si no hay una estrategia de poder expresada en una red extendida de solidaridades y acuerdos, estos requisitos no alcanzan.
Los caceroleros deben saber, además, que un gobierno elegido democráticamente no se va ni debe irse porque miles o cientos de miles de personas salgan a la calle. Si las experiencias vividas nos dicen algo, hay que aceptar que en democracia los gobiernos se van -deben irse- cuando concluyen su mandato. Entonces, ¿para qué sirve salir a la calle con una cacerola? Para manifestar, para advertir, para expresarse, pero el poder no se gana con cacerolas, la tarea es más ardua, más amplia y exige de requisitos más complejos que una manifestación callejera.
Los gobiernos se van cuando cumplen su mandato, una verdad que vale para una oposición a veces demasiado apresurada, pero también para un oficialismo que no vacila en recurrir a ardides, trampas y astucias para perpetuarse en el poder contra viento y marea. Jugar limpio en democracia significa cumplir con la ley, una verdad que vale para todos, oficialistas y opositores. Unos tienen la obligación de gobernar, los otros de controlarlos y de prepararse para hacerse cargo del poder en el turno siguiente. A la oposición no le está permitido el atajo del golpe de Estado, pero al oficialismo no le debería estar permitido las maniobras ilegales para eternizarse en poder
¿Cómo se construye el campo opositor? Un ejemplo ilustrativo a mano fueron las recientes elecciones presidenciales en México. El PRI ganó el día de la votación, pero en realidad ganó cuando más de la mitad de los Estados llegaron a ser gobernados por ellos, cuando los principales grupos de poder admitieron que ellos eran los señalados para gobernar y cuando el más común de los mortales entendió que votar al PRI era votar a la carta ganadora o, para ser más preciso, la carta que ante sus ojos se presentaba como garantía de la victoria, un objetivo que -dicho sea de paso- se logra cuando todos los otros requisitos de poder están asegurados.
En términos teóricos debería decirse que el poder no se toma, sino que se ocupa y se ocupa a través de una extendida y consistente labor molecular en el tejido de la sociedad. Alguien dijo alguna vez que a los gobiernos democráticos no los derroca nadie, se derrumban solos. El refrán pretende destacar que en la pérdida de poder de un gobierno influyen más sus propios errores que las críticas de sus adversarios. Sin embargo, los errores no alcanzan para asegurar la victoria de la oposición. Los Kirchner se han cansado de equivocarse y cometer torpezas, pero si no existe una oposición con capacidad de capitalizar esos errores, un gobierno, cualquier gobierno, en algún momento se estabiliza.
Las sociedades, incluso las revolucionarias, son por definición conservadoras. Rechazan el salto al vacío, no soportan la incertidumbre, prefieren el lugar común de malo conocido que bueno por conocer. Y cuando deciden cambiar lo hacen porque sus miembros están absolutamente convencidos de que el cambio representa estabilidad, previsibilidad, orden, ese orden que el viejo gobierno, el “anciene régime”, ya no es capaz de garantizar.
Puede que a veces un accidente histórico, una crisis sorpresiva, derribe a un gobierno y se haga del poder alguna fracción política opositora. Por la general, cuando ocurren estas cosas lo que se abre hacia el futuro es un período incierto de desestabilización, donde se suceden gobiernos de diferentes signos, hasta que se constituye un sistema de poder lo suficientemente sólido como para asegurar el orden, orden que para ser eficaz necesita ser, simultáneamente, político y social.
Es lo que hizo Kirchner en el 2003. Llegó al poder con pocos votos, sin una imagen consolidada, aunque bueno es observar, en esos meses difíciles, inciertos, siempre dispuso de un amplio y generoso paraguas protector brindado por Duhalde, Lavagna y el régimen de poder que había abonado el terreno para que él llegara a la Casa Rosada. Después su talento, reforzado por una coyuntura excepcionalmente favorable hicieron el resto. La primera presidencia de Kirchner fue exitosa, tan exitosa que nunca necesitó recurrir a esa palabra porque una amplia mayoría social sabía que era así. Al respecto, habría que observar que pertenece al ciclo de decadencia de un gobierno cuando sus titulares comienzan a agitar la consigna del éxito. Es lo que hacía Menem en 1999 y es lo que hizo la señora en Harvard o en cada lugar donde la dan la oportunidad de hablar del tema.
Todo gobierno suele atravesar por períodos de estabilidad y momentos de incertidumbre. Como en los viajes, no siempre la ruta está en buenas condiciones, no siempre el sol brilla en el cielo y no siempre el auto responde a todas las órdenes. En los momentos difíciles es cuando se pone a prueba la pericia del chofer o el talento del gobernante, aunque a veces el camino es tan peligroso y los riesgos tan altos, que no hay pericia o talento humano que alcance para evitar lo peor. Para nuestra tranquilidad, no es ése nuestro caso. Por lo menos, por ahora.
No hay gobiernos perfectos. Esta es otra de las grandes verdades que hay que asumir. No hay gobiernos perfectos, pero las sociedades tienen derecho a reclamar lo mejor. Asimismo, aceptar que los gobiernos son imperfectos no significa resignarse ante lo peor. En todo caso, lo que importa destacar es que la perfección no sólo que no existe, sino que hay que desconfiarle a los gobiernos que pretenden presentarse como los mensajeros del Paraíso o los interlocutores de Dios. A Felipe González se le atribuye haber dicho que la perfección es fascista, una afirmación que importa tener en cuenta sobre todo cuando se deben soportar a gobiernos que dicen ser los abanderados de la felicidad del pueblo.
Los gobiernos aciertan y se equivocan. Se trata de una verdad de Perogrullo que la sociedad suele admitir con más facilidad que los gobiernos, quienes suelen ser dominados por la tentación de presentarse como infalibles. Las circunstancias difíciles pueden provenir de diferentes causas. A veces son consecuencia de la torpeza, a veces de los efectos u ondas de la economía mundial. El Estado de derecho asegura que el gobierno se mantenga en el poder por el tiempo asignado por la Constitución.
Es la misma Constitución, sin embargo, la que prevé alternativas de cambio cuando la situación de ingoberrnabilidad es absoluta. Raúl Alfonsín o Fernando de la Rúa algo saben de eso. Un gobierno que perdió el control social puede renunciar o puede ser destituido a través de procedimientos legales previstos y que reclaman para consumarse de una mayoría calificada, a fin de impedir que un presidente sea depuesto a través de una maniobra. Estas no son las situaciones deseables democráticamente, pero son estas soluciones posibles las que impiden males mayores.
En el 2008 los Kirchner estaban, como se dice en jerga pugilística, en la lona o a punto de que le tiren la toalla. Contra lo que se cree habitualmente y a contramano de los insultos oficiales, Cobos con su “voto no positivo”, le prestó a los Kirchner un servicio político inestimable. Luego la incapacidad de la oposición para constituir una alternativa confiable hizo el resto.
Valgan estas consideraciones para plantear a continuación que si los argentinos queremos una gestión superadora a la actual, debemos prepararnos para ir construyendo desde el llano esa alternativa. El verdadero triunfo de una oposición se efectiviza cuando demuestra ser capaz de tender en el campo de la sociedad civil una red de solidaridades y entendimientos. El día de la elección, las urnas confirman lo que se hizo antes, lo que ya está latente en la sociedad. En ese sentido no hay milagros. La batalla política se gana en el territorio escabroso, complejo y conflictivo de la sociedad civil; los votos no son más que la frutilla del postre o la consecuencia más o menos lógica de lo que se hizo antes.
Las alternativas se tejen en la sociedad, pero para ello es indispensable la actividad política que le da forma orgánica y ambición de poder. Los caceroleros deben saber que sin una expresión política que canalice sus aspiraciones, están condenados al fracaso, a diluirse en el aire o en el tiempo. La experiencia del 2001 debería haberles enseñado que la movilización, la agitación, el estado de asamblea, pueden ser muy meritorios, pero nunca son más que un punto de partida, punto de partida que si no se articula con expresiones políticas eficaces, carece de futuro.