"¡Soy un pelotudo!"... Leyó Raúl Bianco en una de las hojas que acababan de aterrizar sobre el suelo de su dormitorio.
"¡Soy un pelotudo!"... Leyó Raúl Bianco en una de las hojas que acababan de aterrizar sobre el suelo de su dormitorio.
A tres años de jubilarse, él se propuso cumplir con el reiterado pedido de Guadalupe: ¡Por favor, tirá todo ese papelerío que ya nadie va a leer!
Por eso, la tardecita del 1 de enero de 2025 encontró al viejo médico parado sobre la silla más confiable, bajando las cajas que ocupaban los estantes superiores del placar. Recipientes repletos de revistas, actas de congresos, borradores de trabajos científicos y libros de pediatría.
Apenas Bianco alzó una deteriorada caja de cartón, esta se descuajeringó dejando caer su carga de bibliografía obsoleta.
Durante esa acción, escondido entre las páginas de una antigua edición del Texto de Pediatría de Nelson, se desprendió un manuscrito en donde el jubilado reconoció su letra. Para desazón de su mujer, Bianco postergó una vez más la limpieza del placar, para sumergirse en la lectura de aquellas amarillentas hojas escritas con birome azul…
(¡Soy un pelotudo! ¿Quién me mandó a contestar que sí?) El calor no afloja. El de ayer fue un día infernal; no se podía respirar. En horas de la siesta el aire no alcanzaba ni para que vuelen los panaderos. Por la noche, la lluvia trajo alivio. (¿Con qué nos encontraremos?) Después de meses de sequía, por el agua que se juntó a los costados de la ruta se nota que llovió con ganas.
(¿Qué carajo haré cuando llegue?) Son las seis de la mañana del jueves, hace media hora que salimos de Ceres y la camioneta Chevrolet del 67 conducida por el maestro Abel Baroni, avanza hacia San Justo a no más de noventa kilómetros por hora, sin embargo se me hace que viajamos rápido; demasiado rápido.
Llevamos una hora de viaje y ya pasamos San Cristóbal. En la cabina, la única voz que se escucha es la del locutor de LT 9, de Santa Fe. Ni Abel ni yo somos locuaces pero hoy enmudecimos.
La preocupación frunce el ceño, aprieta el estómago y seca la lengua. Ayer, miércoles 10 de enero, poco antes de las dos de la tarde, un tornado destrozó la ciudad de San Justo, en el centro de la provincia de Santa Fe; a unos cien kilómetros al norte de la capital y a doscientos treinta kilómetros al sureste de Ceres.
La voz del locutor informa: "En apenas minutos, el viento furioso arrasó con casas, vehículos, silos de granos. Ya se llevan contados cuarenta muertos y cientos de heridos. Habría más personas bajo los escombros (…)"
Continuamos en silencio. Desde hace años Abel trabaja en colegios de Ceres y cada tanto viaja a San Justo, su pago, el lugar donde viven la mayoría de los Baroni.
Por eso el desasosiego del maestro cuando en la tarde de ayer le llegaron noticias sobre la catástrofe y fue hasta mi casa para compartir su preocupación: "No puedo comunicarme con nadie de mi familia. Mañana temprano viajaré a verlos". Sobre el pucho propuso: "Hay que arrimar el hombro… ¿Venís?"
Fue imposible negarse. Saqué del bolso azul el short de baño y la toalla, para poner el baqueteado guardapolvo de prácticas hospitalarias y un estetoscopio a estrenar.
Apenas tres semanas atrás, con un nueve en Legal había completado los seis años de Medicina en la Universidad Nacional de Córdoba. Luego viajé a mi pueblo para festejar con la familia. Ya no era un estudiante, tampoco un médico.
Transitaba por ese limbo que transcurre entre haber aprobado la última materia y la entrega del título; algo programado para el próximo otoño. Mis viejos no se detuvieron en esos detalles y orgullosos contaban a los vecinos: "Con veintitrés años ya es doctor".
Por primera vez en mucho tiempo tenía varias semanas de vacaciones. En marzo me esperaban las fechas de exámenes para ingresar al sistema de Residencias Hospitalarias.
Dudaba entre ser especialista en enfermedades infecciosas, cirujano o quizás, médico de niños. La residencia era la vía para conseguir cama, comida, un modesto sueldo y lo que más me importaba: aprender la medicina real.
Los primeros días de enero de 1973 me hallaron disfrutando de las comidas caseras y de los encuentros con los amigos en la pileta de Central de Ceres.
El Día de Reyes, desde Córdoba llegó Guadalupe y la felicidad fue completa. Al verla bajar del ómnibus me sentí ¡Gardel, Lepera y los tres guitarristas! Todo se derrumbó por culpa del viento de mierda que me estrelló contra la realidad: como médico, soy un inútil con buenas calificaciones.
Superamos Gobernador Crespo; quedan pocas leguas hasta el destino. Por la ruta nacional 11, pasamos camiones, tractores y palas mecánicas que se dirigen hacia la zona del desastre. La Chevrolet avanza cargada de alimentos en la caja y de dudas en la cabina.
San Justo nos recibe con una llovizna cálida. A medida que avanzamos lo que vemos es peor de lo que habíamos imaginado; sólo tierra arrasada. Se parece a las imágenes de la ciudad alemana de Dresde, después de que mil aviones descargaran sus bombas durante la Segunda Guerra.
Los árboles quedaron desnudos, otros arrancados de cuajo. Por todos lados se ven chapas de cinc retorcidas, vacas destrozadas, un silo enorme tirado como si fuera un juguete y un auto incrustado en la habitación del primer piso del Hotel California.
Soldados y bomberos buscan sobrevivientes. Los rescatistas conversan con voz apagada pues tienen que aguzar el oído para bajo las paredes derrumbadas escuchar algún pedido de auxilio, un quejido, una respiración ronca…
Hombres y mujeres con caras cubiertas de polvo y los ojos hinchados, caminan lento entre los despojos de lo que hasta ayer fueron sus casas. No pueden gritar su rabia. Conmueve tanto silencio.
Tres cuadras de ancho por doce de largo son las manzanas arrasadas por el viento. Una asombrosa línea recta separa de un lado, las casas en pie, del otro, pilas de escombros. Como si el viento hubiese trazado un gigantesco corte quirúrgico. A propósito de cirugía, durante mi paso por la facultad apenas si aprendí a suturar.
La camioneta se detiene frente a la Municipalidad, donde hay un caos de gente reclamando a un empleado jerárquico.
Ante él me presento como en la colimba: Bianco Raúl, estudiante del último año de Medicina. Me ofrezco de voluntario y soy destinado a colaborar con el personal de salud. Abel me acerca hasta el Hospital de San Justo y sigue viaje hacia el barrio donde vive su familia.
Al entrar al hospital veo que un gran sector está sin el techo. Camino por una larga galería dónde se ven ocho féretros, uno al lado del otro; con cuerpos envueltos en frazadas. Hay cajones vacíos apoyados en forma vertical contra la pared.
Está cortada la electricidad y los heridos graves son derivados a los hospitales Iturraspe y Cullen, de la ciudad de Santa Fe. Dato terrible pero que a mí me tranquiliza.
Los médicos y enfermeras de la zona afrontaron la tarea más dura, ellos llevan más de dieciséis horas trabajando y están agotados. Son héroes, aunque no se den cuenta. Al doctor más viejo le cuento que en Córdoba, atendí enfermos con infecciones en el Rawson y a muchos pibes en el dispensario cercano al Cementerio de San Vicente.
El médico sanjustino me encarga examinar a los más chicos, con la ayuda de una enfermera veterana. En un consultorio improvisado, me pongo el guardapolvo que alguna vez fue blanco, cuelgo del cuello el flamante estetoscopio negro y digo: "Comencemos". (Continuará)
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