Por Horacio Capanegra
Por Horacio Capanegra
El 26 de agosto, fue declarado en Argentina, el Día Nacional de la Solidaridad, en homenaje al natalicio de la Santa Madre Teresa de Calcuta. Quizás ella mejor que nadie tuvo la sensibilidad de ayudar a los más necesitados de manera ejemplar, desde el silencio. El amor y la compasión fueron los fundamentos de su obra. El amor, decía ella, se entrega en mayor medida mientras menos se posee. La compasión, se experimenta al salir de uno mismo para asumir la vida del necesitado como propia.
Acaso sirva compartir, para celebrar este día, una historia de la que fui protagonista de reparto. La anécdota es real, sobrevino hace algunos años ya, y la llevo en mi corazón desde entonces. Valga esta vivencia para recuperar el valor de la solidaridad.
Sucedió un día estival, al finalizar mi mañana, luego de una pausa en el trabajo, después del mediodía. Día bien santafesino, caluroso y húmedo si los hay, de esos en los que hasta las gorriones piden pista para dormirse una siesta. Era una jornada como tantas en las que los padres cambiamos de traje para revestirnos como choferes de la familia.
Siempre a las apuradas, obviamente. Mi itinerario era enredado por el recorrido y alborotado por la hora. Quienes vivimos en Santa Fe, sabemos que no hay peor momento para manejar que a la salida escolar, al cierre del comercio. Tenía que retirar a tres de mis seis hijos del colegio, en diferentes lugares, para luego rematar con mi periplo con mi esposa docente, que también terminaba sus clases pero en la otra punta de la ciudad.
Todo en medio de un tránsito infernal. Recuerdo que había salido tarde de una reunión inevitable, con mi saco y corbata dispuestos para la ocasión. Me quedé tranquilo porque tenía el auto a la vuelta: un R12 viejito, bien considerado por la parentela. Es que me regodeaba por su invicto en veinticinco años: jamás me había dejado a pata...
Al entrar al coche, intenté encenderlo y me hizo pito catalán. Segundo intento y "corneta", nada. No tenía forma de avisar a nadie porque, en aquel tiempo, no usaba celular. Mi cuerpo, en tres minutos, producto de la incertidumbre y del apremio, ya sudaba la temperatura y el vapor ambiental. Al salir del vehículo desfilaba un compañero que me indaga sobre el percance. Muy suelto de cuerpo, mi colega me desea suerte, y continúa con su paso marcial como si nada. Comprobé que Larguirucho tenía razón: "Nunca falta alguien que sobra".
Al levantar el capó cual entendido, se me aparea un remisero a fisgonear de pasada, ventanilla de por medio. En un tris me convertí en su copiloto. Necesitaba alcanzar a mi tupida familia desparramada. Es que precipitado por el tiempo, imaginaba el reto de los preceptores por mi llegada tardía -que no era la primera- y el lamento de mi media naranja abandonada en la calle. Mientras le explicaba atosigado al conductor el recorrido, recibí un gesto optimista que interpreté como un "no pierdas la paz, hay cosas peores". Era un hombre sobrio de unos 60 años, de esas personas que hablan sin decir. Peinaba canas tupidas. Muy sencillo, comedido, como educado en otra época. Durante el viaje le espetaba mis desdichas. Mi acompañante, entre tanto, simulaba una mueca cómplice que me tranquilizaba. Cuando lo dejaba, metía un bocadillo sobre mi contratiempo. De entrada me llamó la atención. Hizo propia mi contrariedad. Yo enunciaba problemas, él hallaba soluciones. Bajé del remise un par de veces a las corridas buscando mis "bepis" que, para entonces, jugaban a las escondidas para matar el tiempo. Con las disculpas de rigor a cuanta autoridad escolar se me cruzaba, salimos a la caza de mi consorte. Al arribar, le indico al taxista que lo abandonaba así trasladaba a Laurita con los chicos a mi domicilio. Es que reglamentariamente no podía llevar a más de cuatro personas. Con su mirada bonachona sólo atinó a sacar un bolsito del asiento delantero para hacer lugar y luego decirme: "Mire si le voy a dejar que tome otro taxi con lo que sale. Encima familia numerosa". Una vez en casa el afable chofer luego de cobrarme, me consultó con el vuelto en la mano: "¿No se anima a que vayamos a ver ahora con más tiempo lo que tiene su auto?". Ni lerdo ni perezoso, acepté el convite sin chistar.
Seguía masticando bronca, cuando mi ladero me enunció su plan con pelos y señales. Luego de estacionarse en doble fila intentó puentear mi batería con la suya para darle arranque, práctica que fue infructuosa. Después de varios intentos y con nuestras camisas hechas hilachas por la transpiración, mi nuevo amigo me dijo: "Vamos a intentar remolcarlo, pero antes busquemos un claro porque acá doblan los colectivos". Pechamos el móvil averiado una cuadra hasta la esquina, donde pudimos aprestar los dos automóviles. Los rayos del sol a esa hora lastimaban. Recuerdo que terminamos empapados por la maniobra.
En un santiamén lo veo a mi compañero de ruta con una linga tirado debajo de su coche ajustando los dos extremos de la lanza. Intuyó perfectamente por mis pilchas que no estaba ataviado para las circunstancias. Para entonces, mi compinche estaba engrasado desde la punta de los pies hasta el último pelaje de su frondosa melena. No me daba la cara por la escena en la que participaba como testigo estupefacto.
Al fin, después de un par de intentos, el "doce" ¡resucitó!. Cuando nos detuvimos, me regaló una sonrisa amplia, de esas que se obsequian cuando el deber está cumplido. Entretanto, descubrí mi famélica billetera preguntándole cuánto le debía, a lo que me respondió: "No, no. Si no, ¡no sirve!". Sorprendido lo volví a interpelar medio incómodo y me volvió a largar: "Si no, ¡no sirve!". El sabía que con esas palabras me acababa de dar la lección de mi vida. Jamás en mi carrera universitaria, recibí una clase magistral con el amor con que me la dictó este Señor, con mayúsculas. En ese momento comprendí, que todos los pergaminos que ostento en el escritorio de casa, encarnan la mortaja del hombre ignorante que llevo adentro. Nunca nadie me trasmitió tanta sabiduría en un instante. Solo atiné a preguntarle su nombre y él, como si nada, extendió la mano, dio media vuelta y se disparó con su remise al infinito. Seguramente a buscar a otro gil como yo que tanto recibe a diario sin darse cuenta. Desde aquel día lo bauticé como Juan, el buen samaritano, y por eso, solo por eso, les quiero compartir este breve poema que escribí en su memoria, que recupera una parábola tan lejana pero tan vigente en nuestros días. Es un tributo a todos los Juanes, que desde el anonimato, y mientras caminan por la vida, asumen las penurias del otro como propias. Quién sabe, algún día de éstos, pueda sumarme al grupo para honrarlos, porque, parafraseando a Dolina, un equipo de hombres que se respetan por sus convicciones es invencible, y si no lo es, más vale compartir la derrota del servicio con Juanes solidarios, que la victoria del egoísmo con extraños o indeseables.
Mientras le explicaba atosigado al conductor el recorrido, recibí un gesto optimista que interpreté como un "no pierdas la paz, hay cosas peores". Era un hombre sobrio de unos 60 años, de esas personas que hablan sin decir.
Jamás en mi carrera universitaria, recibí una clase magistral con el amor con que me la dictó este Señor, con mayúsculas. En ese momento comprendí, que todos los pergaminos que ostento en el escritorio de casa, encarnan la mortaja del hombre ignorante que llevo adentro.